José Juan Cervera
La fábula, remozada en sus formas tradicionales, mantiene poder de atracción a través del tiempo. Muchos autores han recurrido a ella para transmitir conceptos que otros discursos literarios acogen con menor eficacia; sus convenciones rebasaron fronteras hasta instalarse felizmente en la aceptación de un público que fue creciendo a la vez que sus partidarios en el cultivo de las letras.
Aunque su calidad de género literario puede estar sujeta a controversias, la tradición que la sostiene se remonta a la antigüedad clásica y ha sido reinterpretada y asimilada en versiones modernas que a veces se apartan de los modelos más recurridos, por lo que pueden llegar a sugerir evocaciones más que continuidades estrictas de rasgos canónicos, pero casi siempre conservan algunos elementos de referencia que admiten su mezcla con otras formas de expresión escrita, si bien tampoco ha sido ajena a los valores que la oralidad le transfiere.
Son muchos los escritores que en nuestro país incursionaron en sus vetas, desde los que Benigno Espinosa Calderón clasifica en torno a lo que denomina “la fábula insurgente mexicana”, la cual incluye ejemplos tan significativos como los del bachiller José Ignacio Basurto y el doctor Ignacio Fernández de Córdova, a más del imprescindible José Joaquín Fernández de Lizardi; ya avanzado el siglo XIX, José Rosas Moreno y José Tomás de Cuéllar se añadirán a esta lista, en tanto que en la centuria siguiente Augusto Monterroso representa una presencia importante. Pedro Ángel Palou se inspira en las fábulas para reunir una colección de relatos satíricos en su libro Amores enormes, que incluye las peripecias de un búfalo yucateco con una cabeza doblemente grande: la propia de su especie y la del estereotipo atribuido a los moradores de este suelo peninsular. Como predecesores suyos, algo de Torri y de Arreola circunda también esta atmósfera.
En Yucatán, como en otras entidades federativas, la fábula movió la pluma de varios escritores. Quien logró una producción abundante de esta clase de textos fue el dramaturgo costumbrista José García Montero. Muestras de ella aparecieron en el periódico Biblioteca de Señoritas, en 1868, con un comentario de Crescencio Carrillo y Ancona. Su apego a los esquemas tradicionales, con énfasis en la enseñanza moral, lo volcó a la forma versificada, enfocándose en los seres de la naturaleza.
En otros periódicos yucatecos decimonónicos, como La Sombra de Cepeda de 1887, pueden leerse apólogos como uno de Pablo Peniche, poeta romántico y melancólico que en sus primeros versos dice: “Pobre flor que mueres sola/bajo el fuego/abrasador/del estío que te inmola,/flor sin riego,/tu corola/se está marchitando al Sol.//Burla el rigor del estío/que te agota/sin piedad/y acepta, dulce bien mío,/esta gota de rocío/que tu sed mitigará.” Al final, la flor es mancillada por un insecto inmundo.
Otros medios de prensa reproducían fábulas de autores extranjeros, como las de Campoamor que publicó El Demócrata de Espita en 1888, o bien aparecían otras de carácter anónimo, como la que incorporó a sus páginas El Fígaro en 1898: “Aquí yace un jabalí/a manos de una beldad./¡Muriera de vanidad/si otra vez volviera en sí!/Cazador que por aquí/en busca de fieras vas/vuelve los pasos atrás:/ninguna hallarás con vida,/que ésta murió de la herida/y de envidia las demás.”
También Ricardo Mimenza Castillo incursionó en el género, como lo puso de relieve al versificar “Cigarras y hormigas”, que publicó El Eufrono en 1909. El profesor Santiago Méndez Gil dio a las prensas en 1937 un libreto de teatro escolar, basado en la adaptación de una fábula del escritor salvadoreño León Sigüenza, con el nombre de El tigre y el canario. El campechano Nazario V. Montejo igualmente escribió fábulas como las que figuran en la revista Ah Kin Pech de 1939 y en algunos libros suyos. En la actualidad, jóvenes escritores como Bryan Ulises Aguilar Ortiz realizan en prosa obras de este tipo, con un estilo y un sentido que tienden a revitalizar una forma de expresión escrita que pudiera captar el interés de nuevos públicos, si éstos reconocen sus valores filológicos, representativos de una matriz cultural que sería oportuno conocer a fondo.