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Letras

Isaías Solís Aranda

Las horas avanzaban ese último domingo del año; él se encontraba solo en su pequeño apartamento, rodeado de botellas vacías. El humo de un cigarrillo danzaba en el aire.

Afuera, la ciudad se preparaba para la euforia de Año Nuevo. En la penumbra de su rincón, prefería la compañía de la soledad y el tintineo de las teclas de su vieja máquina de escribir. Desde la ventana, se extendía como un manto de luces intermitentes. Los edificios de acero y cristal, testigos de innumerables historias urbanas. Las calles, decoradas aún con destellos navideños, bullían con la energía de la celebración; la gente se movía en un frenesí de actividades festivas.

Las luces de neón titilaban como astros distantes, el estruendo de la celebración era un susurro en el telón de fondo de su propio silencio.

Tomó un sorbo de whiskey directamente de la botella, sintiendo un ardor similar a las llamas de sus propios pensamientos. Las páginas de un libro, con historias ajenas pero familiares, aguardaban pacientemente, portales hacia realidades que se resistía a explorar.

La medianoche se aproximaba con inevitabilidad.

Mientras los fuegos artificiales iluminaban el cielo, murmuró un «Feliz Año Nuevo» entre dientes, en una letanía de buenas intenciones en la soledad de su refugio.

Regresó a su máquina de escribir, su aliada silenciosa que conocía cada secreto y suspiro de sus noches solitarias. Las teclas crujían bajo la presión de sus dedos, liberando palabras que fluían bajo la intensidad del torrente emocional.

En ese crisol de tinta y nostalgia, sus pensamientos se convertían en versos de una sombría poesía.

Mientras el tumulto de la ciudad celebraba, él se perdía en el eco de sus propias palabras; las festividades eran solo sombras lejanas. Su máquina de escribir, testigo de la danza melancólica de sus pensamientos, se convertía en la brújula de su travesía por las aguas turbias de la introspección.

La noche avanzaba, y él, entre el humo y letras, se fundía con la melancolía. Cada pulsación de la máquina de escribir era el latido de un corazón que aún buscaba su canción en medio del silencio.

Las horas se desvanecían, y él quedaba atrapado en la penumbra de sus propias reflexiones.

Y así, mientras las sombras se intensificaban y su figura se volvía más etérea, de la radio se escuchó la melancólica melodía de «Ain’t No Sunshine«, de Bill Withers. La canción envolvía la habitación, añadiendo una capa adicional de nostalgia a la noche de Año Nuevo; las letras se mezclaron con los susurros de su propia existencia.

Las palabras de la máquina de escribir y la canción llenaban la habitación, tejiendo un pensamiento silencioso. Aunque la realidad de su existencia parecía difuminarse, su amor no expresado resonaba con más fuerza. Él pensaba en ella, la mujer que amaba en silencio; la paradoja de su propia existencia le impedía compartir ese amor, atrapado en un rincón de la realidad donde el tiempo y el amor se entrelazaban de manera inextricable.

La melodía y las palabras, hebras de un cuento nocturno, resonaban en la habitación, creando un lienzo sonoro que encapsulaba la esencia de su propia historia. Cada tecla pulsada en la máquina de escribir era una nota en una partitura inacabada, una composición cargada de la melancolía de un capítulo final.

Las sombras de la noche, cómplices silenciosas, se movían al ritmo de esta sinfonía íntima, en revelación silenciosa de su verdadera condición.

Se esfumó entre el polvo del nuevo año con la elegancia de un personaje que abandona el escenario al final de una obra. La ciudad continuaba su festejo, ajena a su partida. Él se desvanecía en una nota suave en la vastedad de la noche. Con él, la nostalgia de su amor se disolvía en el tiempo, polvo de estrellas esparcido por el viento inmutable de la eternidad.

Cada noche de Año Nuevo, ella lo recuerda en la penumbra de su propio refugio, enredada en los susurros del viento evocando su presencia. Quizás sin comprender del todo por qué, siente que el eco de su amor persiste como un susurro suave, una brisa gélida que la envuelve en el abrazo invisible de sus propios pensamientos.

En ese instante mágico en que las campanadas anuncian el cambio, él se convierte en un suspiro entre el pasado y la eternidad, una sombra que baila en el rincón más íntimo de su memoria.

Su amor, lejos de desvanecerse, se transformó en un legado etéreo, un eco resonante que atraviesa las barreras del tiempo, recordándole que, en algún lugar entre la realidad y el sueño, él nunca dejó de pertenecerle.

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