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Estigmas impropios en una mente atemporal

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Juan José Caamal Canul

Estigma I

Casi siempre se percibe que vamos dejando de ser – de a poco, de a mucho, según sea–, que nos desvanecemos en la nada. Nos diluimos en la irracionalidad y el caos del azar diario.

Habita en la memoria el recuerdo de una presencia. No sé cómo fue su último hálito. Espero que el tránsito haya sido relajado y tranquilo. Espero que no haya sido alguna enfermedad la que la haya aquejado por mucho o poco tiempo. Pervive y permanece en mí su sonrisa infantil, su risa aniñada.

Lo recuerdo en aquella plazoleta frente a la casa donde vivió, una casa que compartían sus padres con tíos y abuelos,en una plazoleta donde había una curva maldita, para más detalle, por tantos insultos y ofensas que los plataformeros dedicaban a sus mulas tercas y obstinadas y a las plataformas que toda vez, sin faltar ninguna, descarrilaban; palabrería sucia como desquite por la vida de bestias que les había tocado vivir.

Le perdí muchos años de vista. No supe más de él.

No sé si esté relacionado, pero hace unos días me encontré con su tía, una dama –doña Josefina, se llama, si no recuerdo mal– que ahora cuida el cascarón vacío de un hotel del Centro Histórico. Lo mantiene limpio, con las plantas siempre llamativas y frescas por el agua y dedicación que vierte a diario, y porque algunas son aligeradas de polvo con un trapo húmedo. La dama hace mucho enviudó. Ahora habla y conversa con las plantas, flores y hojas, que la esperan con infinita paciencia en los maceteros del patio.

No sé tampoco, pero quizá es parte de su labor abrir y cerrar las grandes hojas de los portones de este anacrónico hotel donde cualquiera puede asomarse y mirar este patio y el de atrás. Además, el patio delantero tiene una deliciosa penumbra que la hace aún más agradable, quizá otro secreto –uno es dialogar con ellas– para que esas plantan brillen y ofrezcan a la vista de los curiosos sus pinceladas de vida.

Esta dama, cuando vivió en el pueblo, en su lucha por la subsistencia –tenía hijos pequeños y un marido desempleado– arrendaba un local que se ubicaba frente a la estación de ferrocarriles del pueblo, junto a una construcción de tablones, un antiguo molino de nixtamal.

En ese puesto de madera, al que una compañía de refrescos daba continuo mantenimiento y surtía de productos, se ofrecían bebidas de cola, granizados y antojitos.

No sé por qué hilo el recuerdo, ese espacio, el amigo, la dama –su tía–, y el hotel.

Puede que el lugar donde un día estaremos sea como este lugar, el hotel, agradable. Y que, de los pasillos laterales, en alegre algarabía, se asomase un desfile de amigos, conocidos y familiares que nos recibirán para estar nuevamente reunidos como un día de la vida estuvimos.

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