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Letras

Teresa Ramayo Lanz

José Juan Cervera

Todo historiador que conoce a fondo las exigencias de su oficio –junto con los goces que realzan su significado– sabe que el fruto de su labor entraña un orden expositivo, un fondo que no se agota en las primicias editoriales que para divulgar su contenido propone a los lectores. Siempre hay un excedente de información y un ejercicio interpretativo en curso porque las fuentes en que abreva condicionan nuevas sendas, a la vez que sugieren puntos de vista diversificados que la experiencia lograda estimula para abundar en ella.

Y hay todavía más, porque la sensibilidad que conduce el dominio de una disciplina nace en medio de un campo fértil, en cuyo terreno muchas otras comparten sus atractivos. Quien haya transitado las vías alternas de la ciencia histórica y la narrativa literaria está dotado del sentido para comprender el florecimiento combinado de lo que cultiva y goza, de aquello que aprecia para sí poniéndolo al alcance de los demás. Así nacen libros como Un extranjero que buscaba ruinas (2024), en que Teresa Ramayo Lanz, tras muchos años de estudiar los cambios que moldearon la sociedad yucateca y de escribir obras con criterio académico, convierte en personaje de novela a John Lloyd Stephens, viajero que visitó la península entre 1841 y 1842 en compañía de Frederick Catherwood y Samuel Cabot con el fin de examinar los vestigios arqueológicos de la cultura maya.

Uno de sus aciertos más notables consiste en transmitir, con sentimiento vibrante y contagioso, el entusiasmo de los exploradores en su empeño de observar las dimensiones y los detalles de las viejas estructuras, al igual que sus decorados y estilos, no sólo como muestra de una apreciación estética con toda la carga subjetiva que conlleva, sino también como ejercicio pleno de su capacidad de discernir las fases históricas de los edificios a partir de sus variaciones arquitectónicas.

El ambiente de la novela se enriquece más allá de la simple transposición de acontecimientos de la época plasmados como puntos básicos de referencia (las disputas entre los partidarios de Méndez y Barbachano, las tensiones producidas por las tendencias separatistas de Yucatán y la continuidad de formas administrativas de antaño, como las repúblicas de indígenas, entre otros ejemplos) cuando incorpora la perspectiva de la vida cotidiana de los yucatecos de distintas condiciones sociales; tal es el caso de las relaciones entre hacendados y sirvientes en el ámbito doméstico, las fiestas patronales de los pueblos remotos, el papel crucial del suministro de agua para proveer la subsistencia de las comunidades –factor decisivo de pugnas políticas entre vecinos­– y la aceptación generalizada del concubinato de los clérigos con mujeres del pueblo, vínculos y costumbres que definen identidades específicas.

En esta atmósfera es ineludible mostrar la fuerza que cobran las distinciones étnicas en un orden social apuntalado en prejuicios que el paso del tiempo no ha logrado erradicar, ya que el racismo es una realidad latente en la sociedad yucateca de hoy, sobre todo en ciertos círculos reacios a consentir el desdoro de sus símbolos de prestigio. En contraste, los viajeros dan fe del orgullo de unos pobladores de Maní, que exhiben un lienzo antiguo con imágenes representativas de su linaje indígena, como hecho aislado en un panorama en que predomina la conciencia debilitada de las raíces originarias. Un elemento que la autora añade en algunos pasajes de su obra es la figura, apenas esbozada, de hombres y mujeres de ascendencia africana mezclados con los pobladores mayas, sujetos a los mismos vínculos de subordinación respecto a los descendientes de los conquistadores europeos.

La revuelta que lleva al saqueo de las haciendas Uxmal y Chetulix, y al juicio penal que envolvió a algunos de los rebeldes involucrados en los sucesos –cuyo voluminoso expediente puede encontrarse en los archivos oficiales– adquiere un papel singular en el desarrollo del argumento por constituir uno de los conflictos sintomáticos que abrieron camino a la gran insurrección conocida como Guerra de Castas: “La imagen tranquila, pacífica y sencilla que registraron los extranjeros era el rostro encubierto de una tormenta que se avecinaba. Se asombraron del sometimiento por parte del indio, preguntándose cómo había llegado hasta besar la mano que los latigaba, lo consideraron una degradación. Apasionados por las antigüedades, no percibieron la beligerancia del indio vivo.”

Persiste la tentación de reducir la novela histórica a un despliegue artificioso de la memoria colectiva, como si se limitara a un propósito de resaltar los aspectos más seductores para el sentido común en los mismos términos de sus modelos simplificados. Tanto la historia que practican los profesionales como la literatura propiamente dicha recurren a métodos propios de recreación del pasado, y ambas conectan vertientes en las que fluyen signos vitales próximos a la experiencia actual, porque de otro modo, su inoperancia sería manifiesta al punto de extinguirlas. El libro de Teresa Ramayo abona a este principio de valores agregados con sello de buena fortuna.

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