Espantapájaros
Los libros hacen feliz el día.
La lectura hace viajar y hallar, agazapada en el libro, a la felicidad.
Los misterios de la lectura son calles oscuras que se iluminan y apagan conforme avanzas o retrocedes por la ciudad del libro.
Estas calles vacías semejan libros sin leer. Rimeros de ellos donde nadie transita y nadie se detiene. Los policías desplegados en ellas exhortan a continuar, a tomar precauciones, son las ocupaciones prácticas y de todos los días: acudir al trabajo, checar tu entrada, subir al bus, regresar a la casa, preparar la cena, ir al mercado, lavar la ropa, y los libros, allí nada más.
La isla del libro puede parecer monótona; de hecho, lo es, siempre y cuando no estés habituado a ser solitario. Que cada elemento, signo o símbolo te permita reconocer algo en el pasado dentro de la memoria: Este viento que mece tus cabellos, esta sombra que ilumina tu piel, esa libertad que vuela a cielo abierto, este sol que son los recuerdos.
También, suele suceder, la memoria quema. En el horizonte se dibuja y transcurre una embarcación, es el mástil del mundo, son las preocupaciones hinchadas por el viento, son las obligaciones enarboladas. Adiós.
Esta es mi isla.
Este viaje inmóvil.
Los monumentos se edificaron con libros, con lecturas, con lectores.
El mundo es un monumento a la existencia, aún incomprensible, en la que todos leen, todos opinan, en la que solo puedes comprender un segmento, un fragmento, un instante universal. Válido. Faltará ver si se han hecho las lecturas correctas o erradas, aunque da lo mismo.
Está el derecho a leer y comprender tal cual. ¿La lectura uniformada? No. La lectura es un átomo: Indivisible. Es y será como uno.
Este libro es una mujer. En ocasiones pudorosa, y otras, pudenda. Se muestra tal cual.
Hay quien dice haber leído cien libros, mil libros al año. Y hay quien ha leído muy pocos.
Hay libros que se conocen en sus costuras y remiendos. En sus arcanos. Lo que hay detrás de cada palabra, cada frase u oración; lo que hay detrás de cada sentimiento o emoción.
Este libro es fotografía o pintura. Imagen captada. En apariencia está detenido el tiempo; el aire y los objetos, petrificados. Pero como conjunto de palabras, imagen de grupo o amontonamiento de figuras, hay vida latiendo, hay acciones y reacciones. Entre las páginas se cuela la vida y se atrapa otro poco, o mucho. Es lo que, en su capacidad de expresión e interpretación, puede remover desde y hasta el fondo del alma.
He construido una albarrada, la que me separa de las aficiones de la realidad.
Retorna a cada momento la imagen de madre e hija, sudorosas, sucias de intemperie en plena crisis de contingencia o pandemia. La madre con una gorra se recoge el cabello (greñas en el ámbito del altiplano, greñas rebeldes, desaseadas, casi crines hirsutas); viste con una playera como blusa, y la niña un vestidito y pantalón también, roto descolorido, y sucio. Se pasan el día en un crucero de avenida. Venden cubre bocas. El producto, para garantizar su higiene, lo cubren con una bolsa. Ellas no se permiten el lujo de usarlo. Cuando les señalan el producto y por qué no los usan, se quedan mirando y dicen que no con la cabeza. Es como comerse la ganancia.
Y así podríamos citar otras imágenes: un niño de meses alimentado por su madre con la mano; un joven comparte con su hijo una botella con agua, ambos detenidos a la sombra de un edificio de una acera cualquiera, sin protección alguna.
¿De este pueblo alguien se acuerda? ¿Cuántos miles de pesos les darán para vivir al día y quizá comer una sola vez?
¿Vale seguir escribiendo de cosas que están guardadas y protegidas, cuando la realidad más cruel, más cabrona, se deja ver?
¿Vale seguir escribiendo con tino, con sentido de equilibrio, con inteligencia, que en este momento puede ser cobardía?
Mi albarrada puede ser demolida en cualquier momento.
Nada me preserva ni me protege.
Es ficción…
…como la que viene en los libros.