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Epitafios

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Letras

Arturo de Capdevila

Parsifal

[Serapio Baqueiro Barrera]

(Especial para el Diario del Sureste)

 

Las elegías húmedas de lágrimas sinceras, brotadas de lo más hondo del corazón, los madrigales divinamente frágiles en su armoniosa arquitectura cristalina, llena de ternura amorosa; los epigramas chisporroteantes de gracia ingenua que eran un derroche de ingenio picaresco, tan distinto de la obscena pornografía y (es preferible no hablar de los epitafios, género bufo inventado por la piedad hipócrita), ahora sólo son reliquias, joyas arqueológicas de una modalidad poética caída en desuso.

Parece que la musa de la melancolía, inspiradora de las tristezas profundas, ha permanecido fiel –cual Penélope a Ulises– al cantor elegíaco de la famosa Itálica y propone a los poetas de este tiempo, para rendirles sus dones, en vez del manejo del arco formidable y la fecha aguda del amante ausente… los moldes recios de la elegía clásica para verter en ellos el fuego de su inspiración.

Tan sólo uno de los poetas de esta época cinematográfica, automovilística y radiográfica, el grande Arturo de Capdevilla, que en Buenos Aires hizo enormes libaciones del zumo amargo de la verdadera tristeza, de ese sentimiento que no puedes ser falsificado, porque al pretender imitarlo una mueca ridícula contrae la faz del simulador; tan sólo Capdevilla, repito, pudo insuflar en los viejos moldes de la clásica elegía el soplo nuevo de su espíritu, y después de flexibilizarlos han vuelto a hundirse en la inercia, hasta quién sabe cuándo.

Oh, pero también el ilustre viejecito Urbina en su madrigal nos habla de unas manos de mujer que tenían la palidez de un lirio desmayado, y el palpitar de un ave en agonía…; pero al escucharlo, una duda nos asalta: ¿lo habrá escrito en realidad o fue una música divina que se le exhaló del alma al despertar de uno de sus románticos sueños?

Sí, eso parece: un soplo sobrehumano que se le escapó súbitamente del pecho para no romperle el corazón.

Y hoy un joven poeta, cuyo ser pensante ha enraizado hondamente en el ánfora enorme pero delicadamente contorneada por el ritmo de la moderna filosofía, ha venido hacia mí en gentil actitud de modestia orgullosa, tan contraria a la petulancia vacua y necia, para hacerme la merced de leerme sus primicias literarias.

Enseñándome un pequeño libro aforrado en obscura y perfumada piel de rucia, díjome:

-He aquí mis epitafios… Deseo que escuche usted su lectura.

Y habiendo yo asentido de buen grado, comenzó a leer con voz emocionada, de suave entonación, melopéyica.

En realidad, no son epitafios: pueden ser epigramas por la sutil ironía que circula en la frágil urdimbre de algunas de estas breves composiciones poéticas; otras de ellas tienen el acento sollozante de las elegías, que en cuatro leves versos, que son como cuatro finos remos, se llevan lejos de la mente la nube dorada de un ensueño: y otros de estos poemitas, por la naturaleza delicada del pensamiento que entrañan, son verdaderos madrigales.

Estos epitafios no están dedicados a los hombres; suspiran por la desaparición de los valores morales; ningún nombre vocativo ostentan: están consagrados al heroísmo, a la pureza, a la caridad… Hay uno lleno de sugerencias: se refiere a la muerte de una virgen que desapareció del terrenal escenario cuando apenas llegaba a la edad en que el amor es sólo un presentimiento…

La virgen se llamaba Libertad y el poeta, reconviniendo cariñosamente al padre de tierna criatura, le dice en sólo cuatro musicales versos lo que en ruda prosa voy a expresar: amigo mío, ¿por qué le puso usted por nombre a su celeste hija Libertad; no sabía usted que la libertad es como un ave fugaz que no le gusta andar en esta selva obscura que se llama la vida?

Y hoy, a mi vez, en nombre de la amistad que nos une, le pregunto al poeta:

–¿Por qué le puso usted por nombre a sus bellas primicias literarias el nombre un poco macabro de “epitafios”?

Y él, a falta de razón justificativa, tal vez me responda:

–Porque el nombre no hace la cosa.

 

Diario del Sureste. Mérida, 30 de noviembre de 1934, p. 3.

[Compilación de José Juan Cervera Fernández]

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