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EL MÉDICO EN LAS ARTES
Continuación…
En cambio, la música ha sido cultivada por numerosos colegas. Bien hubiese querido yo, en los momentos de mayor tensión en mi rutina, arrancar una nota musical a un instrumento, por primitivo que fuese: la marimbola, el tinabajo, el rascabuche, la siringa, el órgano de boca, la clave, un peine envuelto en papel de seda. ¡Nada! Absolutamente nada. ¡Cómo he envidiado en mis introversiones al platillista de la sinfónica que se sublima repasando compases –estático y alerta– hasta que en un momento ¡paf!, sorprende al auditorio con la estridencia de sus metales! En el momento exacto. Un poco antes o un poco después echará a rodar la sinfonía. Eso se parece algo a lo que hacemos los obstetras; pero fuera de la similitud medio forzada, les aseguro que nunca he dado la nota, lo cual no quiere decir que esté distanciado de la música, pues el arte admite dos clases de diletantes: los simplemente oidores y los que ejecutan. Yo pertenezco a los primeros y, en la tranquilidad del hogar, entro en contacto con los genios a través del fonógrafo y la radio.
Los médicos hemos tenido músicos dignos de figurar entre los más celebrados maestros. Y cantantes también. Pero, como en las otras artes mencionadas, con limitaciones, en el seno de la familia o, si acaso, dentro del área de la pequeña ciudad. A veces la lucha espiritual se establece aunque las fuerzas, bien equilibradas, salven la situación. Tal es lo que sucede con nuestros actuales exponentes: los hermanos Tello Solís, Julián Durán Flores, Antonio Espinosa Canto y alguno otro que escapa a la memoria, que van del quirófano al proscenio y del proscenio al quirófano con la mano en la cintura.
Caso extraordinario me parece el del maestro médico fallecido ya Don Alfonso Patrón Gamboa, de quien se sabe que fue un virtuoso del violoncello y se costeó parte de la carrera con actuaciones musicales de carácter profesional. Después, el médico quedó para la historia y el músico para la intimidad.
Más admirable aún es la figura de Don Alfonso Ortiz Tirado que, merced a lo que ganó en sus giras como cantante, pudo establecer un sanatorio ortopédico con este lema a la entrada: “Con mi canto levanté este templo al dolor”. No sé a punto fijo cuales habrán sido las mañas de Ortiz Tirado como ortopedista, pero se me ocurre que en ningún momento pudo el médico superar al tenor y que, sin las dotes de sus cuerdas vocales, poco lo hubieran conocido y quizás su sanatorio, como él mismo reconoce en parte con su romántico lema, no hubiera existido jamás.
Hemos analizado grosso modo la trayectoria de artistas que triunfaron en su especialidad y abandonaron la medicina porque el artista era mucho más grande que el médico y la sociedad reconoció sus aptitudes y las pagó con creces. En estos casos el artista era nato, no sufrió ninguna transformación; si se quiere, el contacto con la medicina confirió a su arte características propias; como sucede a ratos con Somerset Maugham que, aventurero, trotamundos y con visión universal, no olvida completamente sus raíces y de vez en cuando enfoca el tema médico; o de Axel Munthe, que escribió su monumento literario en San Michelle y se encerró en él sin poder salir, pues sus otros engendros sólo fueron pobres engendros. También abundan los ejemplos de médicos aficionados que compartieron su vida entre la profesión y el arte. Esta especie ha proliferado mucho y entre nosotros podemos citar a los doctores Francisco Colomé Trujillo y Alberto Colomé Bouza, padre e hijo, que han hecho interesantes tallas en madera; a Efraín Moguel Montes de Oca, guitarrista clásico, a Fernando Aguilar, compositor y trovador; a José Cetina Ortega y Álvaro Axle Medina, pintores; a Xavier P. Abreu, pianista, a Roberto Quintal Galaz, fotógrafo, y a Carlos Sáenz Larrache, compositor y cantante de estilo moderno a quien le quedan chicos los Sandros, los Pirulíes y toda la caterva de seudocompositores y seudocantantes –pomposamente llamados “cantautores”–, de la televisión en domingo.
Renglón aparte merecen Pedro Hernández y Pedro Suárez, que han destacado en la manifestación poco usual del teatro.
En la actual generación de médicos yucatecos, y en la anterior, abundan los escritores y los poetas. Sin pretender agotar la lista, menciono por ser de justicia a los más renombrados o mejor conocidos en el medio: Antonio Ancona, Álvaro Ávila Escalante, Juan Miró, Gonzalo Pat y Valle, Nicolás Castellanos, Narciso Souza Novelo, Pedro I. Pérez Piña, Alvar Carrillo Gil, Jesús Amaro Gamboa –el más brillante, el más productivo, ahora en eterna primavera intelectual–, Alejandro Cervera Andrade, Ramón Osorio y Carvajal, Manuel Contreras Gómez, Iván Pérez Solís, Arturo Erosa Barbachano, Mario Erosa Cámara, Marcial Rosado –con original obra inédita–, Armando Arjona Suárez, Alberto Torres Domínguez, Luis Alcocer Martínez, José Antonio Ceballos Rivas, Fernando de Jesús Bautista, Renán Góngora Bianchi, que además es ventrílocuo, y otros cuyos nombres no acuden a la memoria. Desde luego que no todos los nombrados tienen una producción copiosa y trascendente; pero la inquietud es la misma.
Carlos Urzáiz Jiménez
Continuará la próxima semana…