Letras
Jorge Pacheco Zavala
El día que nuestra casa se vino abajo, mi madre y yo veíamos el televisor: una mujer japonesa se paseaba en un parque con una sombrilla multicolor; la hacía girar como si el artefacto tuviese vida propia. Ahí, sentadas las dos, escuchamos aquel estrépito indefinible que nos sumergió en una oscuridad total.
Mi madre había llegado temprano de su trabajo. Su patrona la había dejado salir antes porque era su cumpleaños. A veces pienso que mi madre limpió de obstáculos más caminos que pisos. Siempre andaba ayudando con lo poco que tenía, ya fueran unas monedas o una palabra que nunca estaba de más. Los días previos al derrumbe, había estado lloviendo, con esa lluvia ligera y pertinaz que engaña porque es translúcida. Yo me dejaba abrazar siempre por esas gotas livianas, eran como un apapacho para la piel.
Cuando cayeron los muros y el techo, entendí el significado de la palabra “oscuridad”. “Penumbras” parece ser una palabra que me remite a un grado mayor de oscuridad. La nada estaba frente a mí. El vacío me susurraba al oído a cada instante. Solo un muro quedó en pie, se sostuvo de una viga que parecía impedir su caída.
Sin embargo, ya nuestra humanidad estaba comprometida con todo ese peso. Parecía imposible que alguien pudiese sobrevivir. El polvo me entró por completo a los pulmones, pero una luz delgada, como de una lámpara diminuta, tintineaba a lo lejos.
Cuando mi madre cumplió diez años trabajando en casa de los señores Arriaga, le regalaron un viaje para que ambas fuéramos tres días a Acapulco. Siempre quise ir a la playa. Imaginaba que el mar era tan fresco como una ducha alegre de mañana, pero el mar era un gigante inmenso que no tenía fin ni principio. Aquel día me metí a sus aguas con una sensación de miedo y prudencia, sus olas me golpeaban y yo regresaba de inmediato atemorizada. Mi refugio fue la arena de la playa, ahí construí un enorme muro que me protegía del ir y venir de las aguas saladas.
El muro que cayó sobre mí dejaba libre un espacio minúsculo por donde intentaba buscar a mi madre. Todo parecía indicar que se había desmayado. No quería considerar la palabra “muerto”. ¿Había muerto? No. Mi madre no podía morir, ella tenía que vivir, había vivido siempre por encima de toda circunstancia, ella era la sobreviviente.
Mi madre sobrevivió a la soledad cuando mi padre se fue buscando una quimera. Se fue pensando que todo se podría resolver después. No conocía a mi madre, no conocía a su mujer. Cuando quiso volver, la vi levantarse sobre esa falsa hombría pretensiosa y señalarle la puerta de la casa. A mi corta edad, nada de lo que estaba sucediendo tenía sentido. Mis ojos se llenaban de lágrimas las primeras noches luego de su ausencia, pero mi madre se ocupaba de distraerme haciendo que mi fuerza fueran sus palabras. Las mismas que resuenan aún más allá de mi propia realidad.
Lo más difícil de estar enterrada con vida es que la respiración comienza a dificultarse. Mientras los pulmones luchan por renovarse, el corazón se debilita por la opresión, sin contar que al menos un par de huesos se han triturado. El permanente olor a gas me hacía difícil la labor de permanecer consiente. Sabía del peligro, pero ahora el mayor peligro radicaba en la dificultad para llenar de oxígeno limpio mis pulmones.
Una noche, mi madre lloraba, escondida en su habitación, como ahora lloro yo. Cuando la descubrí, simuló que estaba lastimada de un pie. Se levantó de un jalón y comenzó a renguear, como si todo ese teatro fuera a convencerme de que el dolor que sentía no era de afuera sino de adentro. A veces uno necesita llorar, no importa si se llora adentro o afuera.
Acá, de este lado, la vida es breve, se va en un abrir y cerrar de ojos. Por cierto, mis ojos están cansados y no veo más la diminuta luz que antes podía ver. Mis ojos pesan y se sienten cargados. Dejé de llorar hace rato, porque mis lagrimas convertían en lodo cada centímetro de tierra que llegaba a ellos.
“Madre” grito en mi interior, con la esperanza de encontrarla en el silencio.
“Madre, ¿sigues aquí?”
Nadie, ni siquiera el silencio me contesta.
Un día me perdí, y ella pasó toda una noche buscándome. Me refugié del otro lado de la ciudad, el temor de no ser encontrada me abrumó. Nunca supe cómo lo hizo, pero dio con mi paradero sin la ayuda de nadie. Esa noche conocí la ausencia total.
Ya no alcanzo a distinguir si la lluvia que está cayendo moja la casa en ruinas o está mojando el ataúd donde ahora me han puesto.
Solo lamento que toda esta gente que ha venido a mi entierro tenga que sufrir los estragaos de esta terrible tormenta.
Solo lamento que las lágrimas de mi madre se confundan con las gotas de agua que en otros tiempos sabían cómo abrazarme…
Con sutileza nos lleva de la mano por este drama que sospechamos en dónde acaba, pero no queremos que sea así.