Letras
Efrén Hernández*
En un principio existía todo, un mundo lleno de irreverente vida con ciudades, naciones, personas y más. Hasta que un dios supremo apareció y dijo:
—Que la vida perezca.
Con un soplo de aliento mortal, destruyó todo lo que pudo: ciudades, pueblos, hombres, mujeres, etc., dejando el mundo en un caos total.
A este desastre lograron sobrevivir algunos animales que, con el pasar del tiempo, empezaron a poblar lo que había quedado del mundo. Vegetación y maleza fueron adueñándose de las ruinas de las casas y edificios, convirtiéndose en una especie de “paraíso primitivo”.
En el caos lograron sobrevivir dos humanos, hombre y mujer, que vivían ocultos de los ojos de aquel dios destructor. Tapaban sus cuerpos con harapos y hojas de árboles, de donde también obtenían frutos para alimentarse; con el tiempo se acostumbraron a estar desnudos. Un día fueron en busca de comida y se encontraron con un árbol de manzanas; cuando el hombre quiso tomar una, fue atacado por una serpiente.
La serpiente, gran amiga de aquel dios, de inmediato fue a advertirle que aún existían humanos y que uno de ellos quiso profanar su árbol favorito.
Dios buscó a aquellos sobrevivientes con la intención de acabar con ellos; cuando los encontró desnudos y miserables, tuvo la idea enfermiza de conservarlos para él, como si fueran mascotas o juguetes; decidió llevárselos a su cielo, pero justo en el momento en que les puso una mano encima, murieron de forma grotesca, desintegrados en barro.
Aquel dios, molesto por lo sucedido, hizo una inmensa rabieta y exclamó enfurecido:
—¡Que toda la luz se desvanezca!
Sumiéndolo todo en una eterna oscuridad.
* Matamoros, Tamaulipas, (1998). Ingeniero electrónico.