NOSOTROS LOS SOÑADORES
Final.
Al otro día se levantó temprano para despedir a Nacho que se iba en el bus de las 7. Al salir de su casa, saludó a Mayté, que regaba el frente de la panadería. En el parque, la gente que viajaba para Mérida formaba grupitos. Localizó a su novio y sonriendo se acercó a él. Nacho también sonrió alegre, dispersando las pequeñas nubecillas de tormenta del día anterior; esto era precisamente lo que le atraía de la muchacha, pensó mientras la veía acercarse, su carácter y su porte desenfadado, esa facilidad que ella tenía no sólo para comunicarse con todos sino su andar despreocupado como el caminar de los muchachos, ágil y erguido. Se despidieron como amantes, sin recatos ni falsos pudores y dejaron pendiente para el sábado la designación del rumbo que tomarían sus vidas.
Luego que partió el bus, la muchacha se dirigió a la iglesia para participar en la misa de 7. Apenas se estaba sentando cuando de la sacristía salió el padre Castro con sus dos acólitos, que agitaban estruendosamente las campanillas para llamar la atención en ese primer día de adviento con la iglesia llena. Esa tarde fue a conversar con doña Maruchita; hablaron de todo, comentaron los programas enajenantes que se trasmitían por el cable de la televisión del pueblo ya que, según ellas, el sistema sólo pasaba un buen canal: el 11, los tres restantes eran francamente malos: el canal 2 de México, Telemundo de Miami y un obsoleto y vetusto dinosaurio, el canal 31 de Cablevisión que pasaba todo el santo día, día tras día hasta acumular años, un catálogo de películas viejas, las mismas de siempre sin cambio aparente. En eso estaban cuando llegó don Elías. Escandaloso como siempre, besó estruendosamente a su mujer que trataba de apartarlo riendo por las cosquillas que le ocasionaba el frondoso bigote del turco, después se dirigió risueño a la muchacha.
–¿Sigues empeñada en tus sueños? –dijo, guiñándole el ojo; casi todos en el pueblo se burlaban de ella, menos don Elías. “Soñar,” le dijo el turco en una ocasión, “no es una fantasía de tontos como muchos ignorantes pretenden, ya que un gran filósofo dijo de esta situación: Hacer castillos en el aire no es una utopía, pero hay que ponerles cimiento para poder habitarlos.»
–Hablemos otra vez de costos –casi rogó Camila, riendo agradecida. Se enfrascaron en una animada conversación de negocios que abarcaba desde el costo de los envases hasta la comercialización del producto, sacando un costo atractivo para hacerlo competitivo en el mercado.
Doña Maruchita fue a la cocina y destapó el frasco de ciricotes que le trajera Camila y le sirvió tres a su marido en un platito. Los bigotes del turco se agitaron de gusto al comer el dulce; parecía una hormiga enorme con sus bigotes que semejaban antenas. Asintió varias veces, aprobando, y al terminar la felicitó calurosamente.
–Va ser un éxito –dijo– pero, sin ánimo de desanimarte, ¿dónde conseguirás tanto ciricote? Recuerda que este fruto casi ha desaparecido de Yucatán. Recuerdo que hace muchos años la gente toda, no sólo la del pueblo sino también de la ciudad, tenía una mata en su patio. Dejaron de sembrarlo porque el fruto no se puede comer crudo, pero hazlo en dulce, no es necesario que esté tan elaborado como éste que lleva días y paciencia hacerlo. Basta con que lo sancoches con azúcar y de algo insípido se convierte como por arte de magia en este delicado manjar. La gente nueva es floja y no quiere tomarse el trabajo de prepararlo. ¿Creerías que hay yucatecos que ni siquiera han oído hablar del ciricote? Hace tiempo, antes de que las fábricas de abrasivos de origen gringo nos invadieran con sus fibras sintéticas, la gente de la península usaba las ásperas hojas semejantes a lijas naturales para lavar los trastes sucios de la cocina. Los carpinteros terminaron con las matas frondosas para usar la madera que es preciosa para confeccionar muebles; nunca sembraron otra por aquella que cortaban, así que casi desapareció del paisaje yucateco.
Doña Maruchita sirvió café caliente a su marido y un vaso de horchata casera para Camila.
–Mañana –anunció ésta– iré a Xtul a bajar ciricote de una mata cundida que está tras de la casa de la hacienda. Don Elías casi se atragantó, se aclaró la garganta y procurando que su voz sonara normal, le dijo:
– Ten cuidado cuando vayas a Xtul–. La muchacha advirtió un tono ligero de alarma en la voz de don Elías; éste trató de parecer despreocupado, le guiñó un ojo para tranquilizarla y agregó: Recuerda que en esos montes recoge hierbas don Mat…
Tantas cosas que Camila había oído de don Mat, el brujo, que sonrió.
–Ya sería hora que lo conozca –dijo, y rio divertida ante el estupor del viejo. Se levantó para despedirse de doña Maruchita que estaba cerrando la tienda. Al salir, don Elías le dijo en voz baja, dándole un envoltorio pequeño:
–Esto te interesará, es un nuevo producto para envasar líquidos, verduras en vinagre y ¿por qué no? Dulces.
La muchacha se dirigió a su casa y llegando abrió el paquetito. Había una bolsa gruesa de plástico sellada con una nota y leyó la curveada caligrafía del turco que decía: «Esta bolsa está hecha de un plástico especial y soporta altas temperaturas para pasteurizar el contenido, su precio es apenas de N$.10C cada una y sólo requiere de un sencillo y barato sellador manual que funciona con electricidad; el sellador vale N$180.00 y, según yo, es la respuesta para resolver el problema de los envases para el dulce.» Abajo, a manera de posdata, añadió el buen turco: «Recuerda, ponle cimientos como éste a tus castillos». Camila suspiró hondo por el gesto solidario de don Elías y en su interior agradeció a su Dios porque en este pueblo hubiera personas que tuvieran fe en la gente soñadora como ella.
Al otro día la despertaron sus hermanitos sacudiéndole la hamaca.
–¿Qué hora es? –preguntó, frotándose los ojos.
– Las seis y media –dijeron a coro los gemelos Nando y Luis. No eran en realidad gemelos porque se llevaban un año de diferencia, pero como eran muy parecidos y tenían la misma estatura, la gente comenzó a decirles iches Cutz, se les quedó como apodo y les decían Luisich y Nandoich.
Camila se levantó de un salto, recogió su hamaca y fue a la cocina a preparar el desayuno y las cosas que llevaría. Ese día su madre cocinaría, ya que por ser día festivo no iría a la parcela. Puso en el sabucán dos bolas de pozole, unos pimes y poc–chuc para el almuerzo, con su tomate kut y su chile habanero asado; los iches llenaron el calabazo en el tubo de agua potable y relajeaban probando sus tirahules. Acomodó dos bolsas vacías de harina que le regalara Mayté para traer los ciricotes y el mekapal que su padre usaba para traer leña del monte. Ya estaba saliendo de la casa cuando, como si obedeciera a una voz interior, volvió a la cocina y metió dos frascos de dulce de ciricote en el sabucán; hecho esto, salieron por el angosto caminito en dirección a Xtul, entre las risas de sus hermanitos y el nervioso ladrar del perro de la casa, un robusto malix amarillo llamado «Clinton».
La hacienda Xtul estaba a tres leguas del pueblo. Años atrás, tantos que ella no conoció esa época, Xtul era una de las más prósperas haciendas de la región; enclavada al pie de La Sierrita, era un lugar que daba una sensación deprimente de aislamiento debido al monte alto que lo rodeaba. A pesar de ser poco transitada la vereda, se hallaba bien marcada debido quizás a que, durante años, las plataformas y el paso de los caballos que las jalaban habían acabado con la maleza para siempre. Camila se sintió un poco aturdida al principio por el impresionante silencio, interrumpido solo ocasionalmente por la risa de sus hermanitos que se divertían tirándole a todo bicho viviente con sus tirahules o recogiendo piñuelas, unos frutos silvestres del tamaño de un dedo que por racimos crecen en el centro de matas con hojas dentadas.
Al fin aparecieron a lo lejos los muros ennegrecidos de la hacienda; cualquiera que los viera por vez primera se llevaría la impresión de haber sido destruida en algún combate durante la Revolución. Nada más lejos de la realidad, ya que se habían quemado en un accidente cuando prendió fuego la motora del tren de raspa y, por ser el edificio de madera y tener almacenadas bastantes pacas de fibra de henequén en sus bodegas, se consumió totalmente por el fuego. Fue abandonado por su dueño; lo que pocos sabían es que al morir éste, sus herederos vendieron la propiedad al señor Mateo Sosa, mejor conocido en esta oriental región como don Mat, el brujo de Box Ok.
Mucho se ha hablado y se hablará en el futuro acerca de don Mat el brujo. Para mucha gente es temido por sus poderes ocultos; ya que se piensa que puede transformarse en animal o ave. Cuando alguna persona del pueblo fallece repentinamente, sin tener signos anteriores de enfermedad, los ojos de la gente de Box Ok se dirigen a Xtul pensando: «Fue don Mat»; jamás se les ocurre que se deba a causas naturales: colesterol, hipertensión o diabetes, enfermedades mortales que abundan en el pueblo. En una cosa sí están todos de acuerdo, y es en lo referente a que, en verdad, sus medicinas a base de hierbas o de origen animal como la grasa de víbora, o su carne, así como el veneno de la peluda tarántula conocida en la península como chihuó, o tantas otras, son efectivas. Tanto es así que su fama ha llegado al extranjero, y no es raro que lleguen al pueblo gringos, canadienses, franceses y hasta italianos preguntando por su domicilio. Esta situación se debía a que don Mat hace ya muchos años escribió un libro sobre plantas medicinales relatando sus experiencias en casos de enfermedades que había curado; dicho libro causó sensación en el extranjero, sobre todo en Europa, ya que había sido editado en Barcelona, España.
El fenómeno que motivó este furor fue que en esta generación los europeos y los americanos habían vuelto sus esperanzas para el alivio a sus enfermedades en los métodos tradicionales de la medicina natural o herbolaria. Habían dado un giro de 180 grados y volvían al principio del origen de las medicinas, es decir, a las fuentes donde se iniciaba el proceso para obtenerlas de las plantas. Hasta un libro había vaticinado esta situación y tuvo un éxito notable en todo el mundo, se llama «El Retorno de los Brujos» que, a pesar de haber transcurrido más de 20 años de que fuera editado, aún se vende como pan caliente. El mencionado libro que hiciera famoso a don Mat, curandero de Box Ok, se titula «Curaciones milagrosas con hierbas». En este libro don Mat daba a conocer al mundo los efectos curativos de 60 plantas escogidas, originarias de la Península de Yucatán, que curan casi todas las enfermedades conocidas del ser humano. Lo importante de este libro radica en que hace una selección de las plantas medicinales evitando dualidades de funciones, algo así como un cuadro básico selectivo, porque en realidad hay más de 800, pero hasta 14 variedades curan el mismo mal.
Un caso curioso fue que ningún editor mexicano quiso imprimir el libro. El único editor que el abogado de don Mat –encargado de la impresión– consiguió, fue un español de apellido Vergara, una fiera para los negocios que no se equivocó, porque a diez años de su publicación el libro iba por su vigésima tercera edición, amén de las traducciones a varios idiomas, incluidos, como cosa curiosa, el árabe, el chino y el japonés.
Esta es una pequeña semblanza superficial del brujo. Pero si nos remontamos profundamente a su origen, sabremos que don Mat nació bajo otro nombre y en otro lugar muy distante de este pueblo situado en el oriente de Yucatán, entre Motul y Temax, llamado Box Ok, municipio libre y que cuenta con 2,830 habitantes que residen en el pueblo y en sus comisarías.
Hacía muchos años, para ser más precisos en la década de los 30, cuando el actual brujo era médico recién egresado de la Universidad, fue contratado para ejercer su profesión en un remoto poblado situado en lo que ahora es el estado de Quintana Roo, para hacerse cargo del dispensario de una compañía americana dedicada a la extracción de la resina del zapote, para usarla en la industria chiclera. Su trabajo duró dos años. Era estimado no sólo por sus patrones gringos sino por los rudos chicleros que trabajaban tasajeando los troncos de los enormes árboles de zapote en plena montaña. Estos árboles alcanzaban alturas impresionantes y eran conocidos en la región como chicozapotes, por la pequeñez de su fruto, delicia de los miles de monos que escandalizaban en sus ramas.
Así que, cuando venció su contrato y no queriendo renovarlo, pese a la insistencia de sus patrones, en lugar de dirigirse a Mérida yendo a Tizimín para abordar el tren, decidió venir a caballo por una vereda que usaban los antiguos pobladores de los pueblos del oriente para ir al puerto maya de Tulum, en el Caribe mexicano. Lo hizo acompañado de un guía montero de origen beliceño y de color serio que lo apreciaba mucho por haberle salvado la vida al operarlo de emergencia con éxito sobre una tabla en el campamento para extraer un apéndice supurado. Durante unos días, el viaje fue sin incidentes; sin embargo, pasando un tramo de monte alto conocido como La Montaña, entre Temax y Buctzotz, fueron atacados por un enorme puma llamado también «León de Montaña» por su fiereza, el cual mató al guía y dejó seriamente herido al médico que, aturdido por lo sorpresivo del ataque, reaccionó tardíamente, disparando y matando al puma. Mas se le trabó la bota en el estribo y el aterrorizado caballo lo arrastró enloquecido, sufriendo golpes en la cabeza que lo dejaron inconsciente y maltrecho. No sabía el tiempo transcurrido, porque cuando abrió los ojos se dio cuenta que se encontraba en una enorme casa de paja donde varias mujeres torteaban mientras otras cocinaban, no sólo comida, sino también hierbas en enormes calderos para preparar, según supo después, infusiones.
Había sido bien curado; no tenía dolencia alguna, pero su mente estaba en blanco. No se explicaba cómo había llegado ahí, y lo más grave era que no recordaba su nombre ni de dónde venía. Aturdido se sentó en la hamaca de hilo de henequén y se quedó fascinado por lo que veía; todo esto era nuevo para él realmente, como si acabara de nacer en un mundo nuevo. Así fue como conoció a su salvador, el gran brujo Nicómedes, que lo adoptó y le enseñó todos los secretos de la herbolaria. Antes de fallecer don Nico en 1950, le heredó no sólo el prestigio que con el paso de los años él aumentó, sino también a su pequeño harén de mujeres, porque don Nico tenía ocho concubinas, cinco ancianas que recolectaban las hierbas en el monte y tres mujeres de menos de 20 años con las cuales el nuevo brujo calmó los ardores propios de los hombres sanos.
Pues éste es el brujo don Mat. Ese día se encontraba sentado en una piedra de las ruinas del casco quemado de Xtul, hacienda suya. Su casa era un jacalón construido muy atrás, oculto por grandes matas de laureles, como a dos kilómetros de donde estaba descansando en este mediodía de agosto en que el sol cae a plomo en el campo yucateco rajando hasta las piedras. Tenía un paliacate amarrado a su frente para sujetar su largo cabello blanquísimo y meditaba tan profundamente en este su santuario que no se había dado cuenta que por el otro lado de las ruinas, unos muchachos estaban bajando los amarillos racimos de frutos de la mata de ciricote. No se movió cuando apareció en el marco la figura ágil, esbelta, con su peculiar andar de muchacho, de Camila. Lentamente, para no asustarla, don Mat tomó un trago de agua de su calabazo; Camila no sólo no se asustó al verlo, sino que incluso se acercó al anciano, saludándolo.
–Usted es don Mat ¿verdad? –dijo sin asomo de sorpresa ni turbación, mucho menos miedo, tranquila, como si se conocieran de años. Asintió y le señaló una piedra junto a él, que la muchacha ocupó con desenfado.
Don Mat se le quedó viendo con intensidad, con esos ojos suyos de mirar profundo, sondeándola. Al fin dijo, como si en ese breve lapso de tiempo hubiera leído los pensamientos de la muchacha.
–Te llamas Camila –hizo una pausa–. Me cuesta trabajo aceptar que al fin hayas venido –concluyó.
–No me diga que me esperaba– contestó ella y en un acto impulsivo puso su mano sobre la del brujo.
Don Mat sonrió y las arrugas de su rostro se distendieron dejando un claro, donde resaltaban mucho sus ojos, salpicados entonces por traviesas chispas.
– El día de hoy no, pero de que tenías que venir algún día, estaba escrito en el libro de la vida, desde hace muchos años…
Camila sacó de su sabucán un frasco de dulces.
–¿Y también estaba escrito que le traería dulces? –añadió con ligereza, con cierto tono burlón. El anciano suspiró y dijo: –De ciricote en almíbar mi manjar favorito–. Y sus ojos se ausentaron adentrándose en el paisaje rememorando otros tiempos hacía muchos años atrás en que feliz se encontraba sentado en este mismo lugar con su hija Gabriela, que por aquellos tiempos tendría más o menos la edad de Camila. Gabi también fue una magnifica dulcera, pensó con nostalgia, pero la muerte se la llevó en un accidente de carretera cuando volvía en su carro de Río Lagartos.
–Háblame de ti, Camila, de tu vida, tus sueños y tus esperanzas, –dijo, sabiendo las respuestas, pero negándose a pronunciarlas para no asustarla.
–Pues en el pueblo mucha gente, incluida mi familia, piensa que estoy mal de la cabeza porque me la paso soñando…
–¿Y se puede saber en qué sueñas?
– En dulces– contestó con cierta timidez, como si confesara algo vergonzoso.
Don Mat no se rió, permaneció serio: –Continúa– dijo al ver que la muchacha se había quedado pensativa, quieta.
–Es que me da pena –hizo una pausa– porque en realidad sueño en formar cooperativas, fabricar y envasar dulces de la región para darle empleo a la gente del pueblo. Como verá son sueños casi imposibles.
El anciano terminó de comer su ciricote, sacó de su boca la gruesa pepita que anolaba y, acomodándola sobre una piedra, la golpeó con otra para partirla y sacar el meollo de color oscuro, lo masticó despacio sintiendo el delicioso sabor. Juraría que podía distinguir remotamente el aroma de las especias con que fuera preparado el dulce.
–Igual al de Gabriela –dijo en voz alta. La muchacha se le quedó viendo, curiosa.
–Mi hija– aclaró despacio y al parecer divagó sin razón alguna.
–Camila –comenzó –. Yo pienso que los buenos pensamientos son mariposas, que pueden desaparecer físicamente de las personas que los engendran; pero, al igual que las mariposas, quedan volando en el aire y un buen día se posan en el hombro de las personas que quieran aceptarlos. Verás: hace muchos años tuve una hija igual que tú, era una soñadora; murió prematuramente en un accidente sin ver cumplidos sus sueños y créeme, estos eran semejantes a los tuyos, el mismo dulce, el mismo propósito. Antes de morir sembró un enorme terreno en el lado oriente de esta propiedad con matas de ciricote; estas matas tardan varios años para dar frutos, pero tienen una enorme ventaja, no necesitan cuidados especiales, resisten a todo tipo de plaga y aguantan las secas de una manera admirable.
Tomó aire y viendo fijamente a Camila dijo:
–Créeme, sería un honor para mí, digamos que me harías muy feliz si lo aceptaras como un obsequio para realizar tus sueños.
Camila se le quedó viendo y con sencillez repuso.
–¿Conoce a don Elías, el turco? –. El anciano asintió–. Pues varias veces me ha ofrecido capital para formar la cooperativa… yo …
El anciano asintió como si supiera enterado.
–Comprendo. Entonces te lo venderé por un precio simbólico– la muchacha fijó su mirada en él.
–¿Cuánto? –dijo al fin–. El anciano sonrió.
–¿Qué te parecen $ 2,000 pesos de los nuevos?
–¿De veras haría usted esto? –dijo.
–¿Aceptas?
Sin pensarlo dos veces exclamó alborozada: –Acepto–, y abrazó al anciano, feliz. Así fue como, sin ver la plantación más que en sus sueños, Camila cerró el trato para adquirir los 54 mecates sembrados con más de 1,000 matas de ciricote en plena producción para cimentar sus castillos en el aire.
Antes de despedirse del brujo para volver el lunes a ver la plantación, traer sus ahorros para pagar el terreno y recoger los papeles de su recién adquirida propiedad, don Mat le dio un regalo a la muchacha.
–No te asustes –le dijo–. ¿Crees en los aluxes?
Camila asintió. Conocía la leyenda que por generaciones circulaba de boca en boca de los habitantes de la península acerca de estos enanitos, pequeños seres traviesos que cuidan las milpas y las casas de los depredadores, tanto animales como humanos. Aunque no sabía era cuál era su origen, éste era precisamente uno de los trabajos del brujo: cuando iba a proteger una propiedad, suya o a petición de algún interesado, moldeaba los muñequitos en barro, después de un rito de purificación los exponía a la luz de la luna durante un ciclo, justo la noche de la luna llena, los enterraba en los cuatro puntos cardinales de la milpa o casa en medio de conjuros y entonces procedía a darles vida poniéndoles una gota de su sangre a cada uno.
Pues bien, sacó una bolita del barro con el cual formaba los aluxes, semejante a los llamados «barritos» con los cuales juegan canicas los niños aquí en Yucatán.
–Este es un amuleto para que los aluxes te protejan de cualquier peligro en el monte –dijo solemne, dándole un barrito.
Ella lo envolvió en su pañuelo y lo guardó en su sabucán.
Ese sábado llegó Nacho de Motul, venía radiante, optimista antes de ir a su casa pasó a ver a su novia chiflando una jarana.
– ¿Sabes qué? –preguntó.
Antes de que continuara, Camila comenzó a reír.
–Pues que me quedo contigo en el pueblo –exclamó atropelladamente–.
La muchacha lo abrazó emocionada, tratando de contener las rebeldes lágrimas que espejeaban sus ojos.
–Compartiremos nuestros sueños –continuó.
–Ya no son sueños –contestó ella–. Ahora son realidades.
Él la abrazó.
–Quiero contarte algo extraño y maravilloso –dijo él–. Tuve un sueño en que tú y yo éramos propietarios de la primera procesadora de frutos y tubérculos de la región; soñé que llegamos a una plantación de ciricotes y que nos faltaban manos para bajar los racimos de frutos que tú…
–Ya no son sueños– lo interrumpió otra vez Camila, continuaron haciendo planes y, realmente, aquí es donde comienza este cuento.
Miguel Caamal
FIN.