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En esta llanura – VI

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VI

UN COCINERO PARA LA REINA

Final

Félix cargó a Márgaro, sosteniéndolo con un mecapal que le diera Tomasa. Le pidió a ella que lo tapara con su raído rebozo para defenderlo de los rayos del sol y se internó ágilmente en el monte con su agonizante carga, dirigiéndose a la frondosa ceiba donde pasaba el pedregoso camino que llevaba a Xtul, pasando por un tramo de monte alto, conocido como tzekel, para llegar a los dominios del brujo, situado al final de este monte y donde comenzaba la sabana. Caminaba rápidamente y sorteaba con agilidad las grandes lajas del camino. Sudaba por el esfuerzo, pero no se sentía cansado. Pasó por las ruinas quemadas del casco de la hacienda y siguió de largo brincando una albarrada, en dirección a las frondosas copas de los laureles bajo los cuales vivía don Mat con familia numerosa (ya que tenía ocho mujeres y como dieciocho hijos) en una enorme casa de paja, con varias construcciones alrededor, hasta formar una especie de aldea. Se decía que todas estas construcciones estaban comunicadas por pasillos subterráneos, basándose en el hecho conocido de que en el lugar existían grutas. Los numerosos perros que salieron a su encuentro no ladraron, limitándose a darle su aprobación oliéndolo.

Félix se acercó al grupo de gente que rodeaba al brujo. Este se encontraba escuchando y recetando a sus pacientes que como mariposas revoloteaban a su alrededor. Las mujeres vestían floridos huipiles bordados a mano, sin rebozo ni calzado alguno; y los hombres pantalones casuales con camiseta y cachucha de beisbolista con chanclas de hule. Don Mat vió al Félix y le hizo señas de que lo llevara al interior de la casa, donde las mujeres lo ayudaron a acomodarlo en una hamaca de hilo de henequén. Hecho esto, se sentó en un banquillo junto a la puerta a esperar al brujo.

Pidió agua que le fue llevada en una blanca jícara y bebió con avidez. Sus ojos se acostumbraron a la suave penumbra de la cerrada casa de paja y pudo distinguir frascos con líquidos de todos colores en anaqueles de bajareque. El olor dulzón de ciertas hierbas al ser cocinadas impregnaba el ambiente. Al rato, sin que se diera cuenta, entró don Mat. Tenía el pelo blanquísimo y largo, vestía una blanca túnica de grandes bolsas y sostenía un bastón largo como cayado, hecho con nudoso y retorcido palo. Sus ojos penetrantes se fijaron en las verdosas facciones del muchacho mientras sus ágiles manos lo auscultaban. Félix se aclaró la garganta y habló como si contestara a una pregunta no formulada en forma verbal.

–Dice el médico del pueblo que es anemia, pero ya lleva varios días–. Las cejas de don Mat se arquearon, sopló despacio a la cara de Márgaro y repentinamente éste abrió los ojos volviéndolos a cerrar al encontrar la mirada del brujo fija en él. Este le puso la mano sobre la sien, concentrado en recitar extraños conjuros.

–Sigue durmiendo– murmuró al fin, llamó a una de las mujeres y le dio instrucciones en maya. Aquella salió de la casa volviendo con un costal lleno de grandes y verdes hojas en forma de trébol. Félix ayudó a desvestir al rapaz y a extender las hojas en la hamaca formando una sábana vegetal con la cual lo taparon.

Don Mat volvió a entrar a la casa trayendo un zopilote de roja cresta que se debatía con fuerzas ya que estaba bien amarrado de las patas. Le extendió el animal a Félix que lo contemplaba azorado.

–Mata al ave y hazle un consomé –dijo el brujo–, puedes usar cualquiera de las candelas para hacerlo.

Llamó y le trajeron una olla. Félix agarró al zopilote y salió al patio a prepararlo junto al brocal del pozo, donde procedió a matarlo retorciéndole el pescuezo y en menos de una hora volvió trayendo una jícara de humeante caldo. Se lo entregó al brujo que sonrió satisfecho al probarlo. Le añadió unos polvos y destapó a Márgaro, apartando las hojas que lo cubrían; éste ya respiraba en forma acompasada, le pasó el brazo bajo la nuca y lo levantó con delicadeza.

Sopló el caliente caldo y, con mucha paciencia, se lo dio a tomar despacio.

Félix despertó temprano. Estaba un poco entumido ya que había dormido sentado, atravesado en la hamaca, con los pies en el suelo. Lo primero que hizo en la penumbra de la choza apenas iluminada por las brasas del fogón que mantenían un ambiente tibio, fue acercarse a ver a Márgaro. Este dormía tranquilamente. Bajo la hamaca, las apenas ayer verdes hojas estaban en el suelo chamuscadas, secas, como si hubieran estado varios días en el pedregoso suelo tostándose al fuego del sol canicular.

Dos días después, como a las 5 de la tarde, cuando don Mat se encontraba curando, los pacientes que lo rodeaban se sorprendieron cuando vieron salir al muchacho demacrado y pálido. Caminaba despacio, con paso inseguro. Pero sus ojos brillaban alegres, como si se hubiera escapado del infierno; venía ayudado por Félix Cocom, conocido por todos como «El Loco de Box–Ok».

Don Mat sonrió y ordenó le dieran una infusión de hierbas diversas.

Al otro día desayunó y tomó un trago de un líquido de color violeta que le diera el brujo, quien después le entregó la botella tapada con un bacal y le dijo: –procura tomar todos los días un trago en ayunas, óyelo bien, un sólo trago; cuídalo, porque es agua de la vida. Con esto quedarás como un toro en poco tiempo.

Don Mat se le quedó mirando con simpatía. Un poco divertido, arqueó las cejas.

–¿Así que te gusta la cocina?

Margarito asintió vigorosamente, a pesar de estar débil.

–Ya le dije a Félix que te enseñe a preparar el lol–k’in (1, 2), una vianda digna de agradar el paladar de los dioses. Márgaro se acercó a Félix y le dijo al oído unas palabras en voz baja; éste se dirigió a don Mat, pero antes que dijera nada, dijo el brujo señalándolo:

–Tienes que pedirlo tú.

El ts’ilis se sintió confundido, como aquella vez en que doña Maruchita le diera su escarmiento en la cocina de su casa; al fin, reuniendo valor murmuró en voz apenas audible.

– Quisiera que me diga mi futuro…

El brujo no se sorprendió, lo invitó a pasar otra vez al interior y una vez adentro, agarró una jícara blanca, la llenó con el agua de su calabazo, que según dicen los que lo rodeaban, nunca estaba vacío, ya que jamás se le gastaba el agua.

– Acércate– ordenó con voz grave.

–Ahora sopla despacio sobre el agua…

Márgaro obedeció, y en la tranquila superficie se formaron ondas, como si hubiera dejado caer una piedrita en medio. Don Mat se concentró, sus ojos se achicaron.

–Veo que tendrás varias mujeres y muchos hijos, pero tendrás que aprender a controlarte, porque una de ellas te causará un gran mal –se interrumpió pensativo, mientras veía las ondas del agua que ya parecían hervir.

Tendrás éxito como cocinero y llegarás… otra pausa –y llegarás –repitió– a cocinar para una gran señora– suspiró y calló.

Márgaro y Félix lo observaron fascinados sin perder detalle alguno

–¿Y qué más? –se atrevió a decir Márgaro.

El brujo lo miró con dureza como reprochándole.

–Eres joven, insensato e imprudente –dijo molesto– cualquier mortal estaría satisfecho por saber lo que te acabo de decir. No morirás joven, pero cuídate, porque habrá situaciones en que lo desees y te será negado. Ahora, ¡vete!

Los dos se encaminaron al pueblo en silencio. Al llegar al cabo, la gente que veía a Márgaro lo hacía con los ojos como platos, murmuraba en silencio y se persignaba al ver el rumbo que traía y no era para menos, ya que venía todo desarreglado y con el rebozo de su madre en la cabeza para hacerse sombra; parecía un resucitado que hubiera salido de su tumba. Llegó a su casa donde al verlo, Tomasa sufrió un desmayo de susto, ya que lo daba por muerto.

Este suceso sirvió para recordarle a la gente de Box Ok el poder del brujo don Mat; las miradas se dirigían con temor y respeto a Xtul y no se cansaban de hacer comentarios en voz baja, no sólo entre ellos, sino con cualquier visitante que quisiera escucharlos, aumentando la fama del brujo.

Pasó el tiempo y la vida en el pueblo volvió a la normalidad. Márgaro terminó la primaria. Ayudaba por las tardes a Félix alimentando a los cochinos y ganándose unos centavos.

Un día, como si fuera lo más natural del mundo, le dijo al verlo llegar.

–Hoy te enseñaré el secreto para preparar el Lol k’in(1,2), guiso que coronará tus conocimientos en la cocina natural.

Agarró un cesto y, dándoselo al muchacho, le pidió seguirlo al patio; aquél lo hizo intrigado, tratando de adivinar cuáles serían los ingredientes del famoso guiso y con qué animal se haría, ya que debería ser algo delicado, deducción sacada luego de haber escuchado los comentarios elogiosos de don Mat y de los escasos datos que, a cuentagotas, le soltaba Félix. Se dirigieron a la piara de los marranos de Félix. Una partida de nuevos lechoncitos se solazaba en el charco de lodo, pero Félix siguió de largo en dirección al gallinero donde no sólo tenía gallinas, sino también cojolites y pavo reales que alegraban el patio con sus vistosas plumas cuando extendían las alas, luego a las conejeras…nada. Pasó junto a los iguanos, zorros, venados, tortugas, nada. La expectativa iba creciendo en Márgaro. Pasaron junto al serpentario, última instalación de la casa, y siguieron hasta el fondo del solar, donde había una enorme flor de mayo en plena floración; sus ramas estaban cundidas con ramos de la bella flor blanca, llamada así por darse durante el mes de mayo.

Márgaro quedó quieto, silencioso viendo a Félix sacudir vigorosamente la mata. Por su cerebro pasó veloz una idea descabellada: el famoso Lol k’in, ¿sería en realidad un guiso de flores? ¿Se había equivocado y no había sabido interpretar debidamente las misteriosas palabras del brujo?

¿Acaso el manjar no era para comer en forma material sino una ofrenda para los dioses mayas, como un alimento espiritual? Caviloso se preparó para llenar el cesto con las blancas flores que caían al suelo cuando Félix sacudía la mata.

– Las flores no –dijo–, los gusanos.

Quedó aturdido por la sorpresa viendo a los peludos gusanos que se arrastraban por el suelo, eran de color verde, con la cola y la cabeza negras; se movían como pequeños resortes, de ahí su nombre Sats’3. Agarró un palito y trató de meterlos al cesto sin tocarlos; entonces vino Félix y le mostró cómo hacerlo. Los levantaba poniéndole la palma de la mano para que subieran a ella y los echaba al cesto. Lleno éste, se dirigieron a la casa, donde Félix removió la candela hasta reducirla a carbones al rojo vivo, y procedió a echar los gusanos vivos que se retorcían; el aire adquirió un áspero olor a pelo chamuscado, mientras removía con una varita a los gusanos para que les quemara el pelo parejo. Al sacarlos, los sats’es se veían menos repulsivos; los fue depositando en una tabla de cocina, procedió a cortarles las cabecitas y las puntas de las colas.

Después de prepararlos de esta manera, los abrió a la mitad para sacarles los intestinos; enseguida los puso en una olla de agua donde agregó una rama de chichibé y los sancochó. Cuando empezaron a hervir se fueron inflando, y debido al chichibé, que soltaba un líquido espumoso, la suave carne de los gusanos se endureció. Ya sancochados, los sacó y los fue pelando, quitándoles la piel. Lo que quedó fueron unos trocitos de carne blanca que puso a remojar en un calabazo añadiéndole sal y exprimiéndole naranja agria.

Margarito no perdía detalle alguno del proceso, y rato después, cuando Félix, como todo un buen cocinero que se respete, agarró un trocito de gusano para probar su sazón; Margarito lo hizo también quedando sorprendido de su delicado y exquisito sabor.

Satisfecho por el resultado, Félix se dispuso a preparar el aderezo; para esto puso clara de huevo en un calabazo y la batió con habilidad hasta dejar la preparación a punto de mayonesa. Aderezó con jugo de limón y añadió salsa de tomates frescos y jugo de rábanos de monte que medían hasta medio metro y cebollitas finamente picadas; sazonó con ajo y unos cuantos chiles H–maxitos4 k’ut5, y dejó la mezcla en reposo.

Acto seguido sacó una sartén grande, negra por el uso en fogones de leña, y le untó manteca de cochinito antes de ponerla sobre la lumbre. Le añadió dientes de ajo machacado; cuando consideró que la sartén estaba en su punto, comenzó a freír la carne de los gusanos, hasta que quedaron doraditos, sin quemarse, trabajo difícil que requirió de toda su concentración por lo delicado de la carne.

Entonces comprendió porqué este guiso se llamaba Lol K’in, ya que, al terminar de ser preparados, los trocitos se abrían como flores, se floreaban, como decimos en Yucatán, y su color les daba el tono solar Lol K’in –Flor de Sol, como decía el brujo –, un manjar digno de los dioses.

Félix acomodó los gusanos ya fritos en un plato y los bañó con la mayonesa. Les puso trozos de yuca sancochada con sal en lugar de tortilla o pan, y se lo sirvió a Márgaro. Cuando éste lo probó, no daba crédito a su sentido del gusto; era un manjar delicado, etéreo, que se derretía en la boca y la fibrosa yuca es la que servía para aumentar su delicado sabor.

Así es como aprendió a preparar el Lol K’in, guiso que fue como una culminación a su enseñanza como cocinero, algo así como su graduación.

Tiempo después, pagaría su deuda al brujo al ir a Xtul a prepararle el lol k’in para deleite de don Mat, que lo aprobó encantado. En esa ocasión casi no hablaron, pero se despidieron como viejos amigos; nunca se imaginó que no se verían en muchos, muchos años.

Ese fin de año murió Tomasa al fallarle su cansado corazón; murió sin ruido, tranquilamente, mientras dormía. Márgaro se encargó de enterrarla, con la ayuda de Félix y de los vecinos del pueblo, en el viejo y pequeño cementerio de Box Ok. Esperó pacientemente que pasara el ochavario de rezos y el último día sirvió un relleno negro de cojolite, ave de monte del tamaño de un pavo, conocido aquí en la península como faisán kambul, para los vecinos del pueblo que, siguiendo la costumbre, despidieron con rezos a la difunta cocinera. Naturalmente, no podían faltar doña Maruchita y don Elías, que le ofreció ayuda al joven huérfano.

Una tarde se dirigió a la casa de Félix, entró y se sentó en los escalones junto a él. Era su lugar acostumbrado en las tardes, ya que desde ahí se podían apreciar las fantásticas puestas de sol yucatecas. Como el terreno de esta llanura de piedra es plano, se pueden apreciar con todo su esplendor, siendo un espectáculo inolvidable presenciar como al poniente el enorme disco rojizo desaparece entre las agudas puntas de las matas de henequén.

Las sombras invadieron la casa, pero los dos hombres siguieron conversando en la oscuridad. Ahí mismo se despidieron, ya que Márgaro estaba decidido a salir de Box Ok a recorrer el mundo, sus alas ya estaban fuertes y querían volar a otros lugares, conocer otras gentes.

Félix estuvo de acuerdo; le dio algún dinero para sus gastos mientras encontraba trabajo y se despidieron con fuerte abrazo.

Esa misma noche Márgaro salió del pueblo en el «bus» de las 9, el último del día, con destino a Valladolid, donde empezaría su carrera de cocinero trabajando en una de las muchas fábricas de longaniza de esa muy bella ciudad oriental.

Está por demás, ¿o no?, contarles que Márgaro, con ese estilo peculiar para preparar comidas, rellenaba las longanizas con carne de animales callejeros y sólo cuando escaseaban los mininos y los canes, usaba porcinos o equinos; se aburrió al poco tiempo y se enroló con unos fiesteros dejando a su primera mujer con dos chiquitos. Recorrían la península con unos restaurantes portátiles que instalaban en las fiestas que celebran los pueblos yucatecos en honor a sus santos. Recorrió así todo el oriente y también el sur, zona citrícola de tierra roja llamada cancab, donde el agua se encuentra hasta a 60 metros de profundidad.

En estos puestos de comida ambulante preparaba un sabroso cabrito al carbón, estilo norteño, que servía con una salsa de tomates verdes, bien picosos por ponerle chile habanero, acompañado con tortillas de harina.

La gente devoraba con ganas la comida sin imaginar que los cabritos que eran exhibidos abiertos en canal y extendidos sobre el fogón del cocinero eran en realidad perros callejeros.

Estos animalitos proliferan en los cabos de los pueblos formando manadas, y los pueblerinos nunca echaron de menos su presencia porque eran una plaga; eran, porque Márgaro acababa con ellos.

Cuando se aburrió, se fue a Mérida donde se juntó con otra mujer y puso una carnicería con sus ahorros; aumentó su capital al relacionarse con unos matanceros que tenían un rastro clandestino de caballos en el cercano pueblo de Kanasín.

Cuando les cayó la policía, los numerosos clientes de Márgaro, entre los cuales había hasta periodistas de los diarios locales, no creían que aquel les hubiera vendido carne de caballo, ya que los bisteces eran suavecitos y jugosos; lo que ignoraban era que el astuto de Márgaro usaba un ablandador de carnes que él mismo hacía con resina de la papaya y que dejaba las secas y ásperas carnes de caballos, mulas y burros viejos como si fueran de ternera.

Cambió de rumbo y como siempre ya que era su modo, de mujer, y se fue a vivir al poniente por el rumbo de Xoclán.

Un día acompañó al mercado a su nueva mujer, una gorda y salerosa mesticita que ya tenía tres hijos anteriores, y se percató de la abundancia de gatos en ese centro de abasto. Ni tardo ni perezoso, esa tarde se presentó llevando piltrafa para alimentar a los mininos. La gente no se extrañó, ya que pensaba que si había gente para alimentar a las palomas de la catedral ¿por qué no habría para alimentar a los numerosos gatos callejeros? Sobre todo viendo la cara inocente de ese efusivo y jovial chaparrito que parecía medio cangrejo.

Lo real era que Márgaro no estaba actuando por amor a los mininos, sino que simple y sencillamente estaba haciendo un censo para disponer de ellos. Dos semanas después inauguró su expendio de carne de conejo.

En un viaje que realizara días antes, se llegó a Chemax a visitar a su amigo Rubén Chí para comprarle pieles de conejo y abridores de refrescos hechos con las patas de estos animalitos, ya que, recordando el consejo de su maestro Félix Cocom, tapizó las paredes de su expendio con fotos y pieles de conejo. La gente del rumbo se aficionó en poco tiempo a comer conejos en variados guisos, cuya receta proporcionaba el amable propietario del negocio, y es que no sabían que ésta era precisamente la especialidad de Márgaro. La elaboración de sabrosos y nutritivos guisos a base de canes y gatos.

El negocio se acabó cuando un obscuro y voraz inspectorcillo del H. Ayuntamiento de Mérida comenzó a sangrarlo con mordidotas semanales. Cerró el negocio temeroso de que fuera obligado a revelar la fuente donde se abastecía y desapareció sin avisar, ante el dolor de su gorda mestiza.

Apareció en Celestún, puerto situado al poniente de la bella Mérida, donde aprendió a preparar guisos de tortuga, jaibas, pulpos, caracoles y toda clase de pescados. Recorrió los puertos yucatecos desde Celestún, en los límites con Campeche, hasta El Cuyo, colindante con el vecino estado de Quintana Roo.

En Dzilám de Bravo fue contratado para trabajar como cocinero en la Colonia Yucatán, cerca de El Cuyo, donde como era ya su costumbre, estrenó joven mujer: una fogosa costeña de Río Lagartos.

En esa pequeña comunidad dedicada a la industria maderera se estableció un largo tiempo; construyó su casita en las afueras del pueblo con los desechos de los troncos que se procesaban en el aserradero, tablones de caoba conocidas como costaneras por su forma irregular.

Este lugar era el de sus sueños, ya que estaba en los límites de La Sierrita, enorme reserva natural de grandes árboles de cedro y caoba, donde abundan las especies de la fauna silvestre que le servían para sus guisos.

Un día se enteró que en el cenote Zací de Valladolid estaban buscando un cocinero para el restaurante. El gusanillo de la aventura lo hizo solicitar el puesto, que finalmente obtuvo.

Una vez habiendo tomado posesión de su trabajo, se estableció alquilando una amplia casa por el tranquilo barrio de Sisal, a dos cuadras de la iglesia, donde se fue a vivir con dos hermanas de Temozón que trabajaban con él en la cocina, ante el escándalo de los vecinos.

Ahí se hizo famoso, ya que su proveedor de carnes silvestres era Julián Chí, el montero más famoso del oriente que le tenía bien provista la despensa de tapires, monos o gordas culebrotas Och Kan, que pesaban hasta 30 kilos.

Todo mundo lo apreciaba por su trato amable y por el don que tenía para preparar los guisos regionales. Hacía un k’ol6 de venado riquísimo, y no se diga del relleno negro o blanco, del escabeche oriental, del chilmole, del salpimentado, los lomitos, la longaniza, en fin, de la amplia variedad de guisos de la cocina vallisoletana.

Un día se presentaron a verlo en el cenote unas personas; les pidió que esperaran un rato por estar muy ocupado, con sus dos mujeres y tres ayudantes, en preparar sus guisos del día. Al terminar se acercó un poco receloso.

–¿En qué puedo servirles? –dijo sonriendo un poco forzadamente. Todos quisieron hablar al mismo tiempo, y al fin se pusieron de acuerdo.

–Don Margarito, venimos a verlo para proponerle se haga cargo de la cocina del restaurante del zoológico de Tizimín.

Márgaro se les quedó viendo divertido ante lo directo de la proposición. Antes que contestara, aquél siguió diciendo atropelladamente:

–Le pagaremos el doble… –

Se interrumpió cuando el cocinero negó con la cabeza ante la desesperación del grupo; al fin uno de ellos dijo:

–Nos recomendó Julián Chí.

El cocinero dejó de reír divertido y se puso alerta.

–¿Por qué haría Julián esto? –dijo pensativo

– Porqué ya estaba todo preparado cuando murió Pánfilo Chí, su primo que iba a ser el cocinero, contestaron a coro.

–¿Ya vieron a Conchita Alcocer? –dijo mencionado a una famosa cocinera de Valladolid pero radicada muchos años en Tizimín, autora de un conocido y apreciado libro de cocina. Todos asintieron. Se hizo el silencio.

–Vamos a hablar a calzón quitado –dijo el más decidido–. Verá usted: tenemos un problemón porque en unos días vendrá la Reina de Inglaterra de visita a la ciudad e inaugurará varias obras, junto con gente del Gobierno.

La principal será el zoológico que el cabildo acordó en sesión pasada ponerle «EL PARQUE DE LA REINA» en su honor y para recuerdo de las generaciones futuras. Nos urge un cocinero porque el tiempo está muy metido y no encontramos uno, más que usted, capaz de cocinar las viandas para el almuerzo de Su Majestad.

A pesar de los años transcurridos, el recuerdo golpeó a Márgaro. Le pareció ver al brujo diciéndole: «algún día cocinarás para una gran señora».

Así que por fin el círculo se había cerrado y se cumplía su destino.

Todos quedaron sorprendidos cuando vieron aflorar las lágrimas en sus ojos, pero él no les hacía caso, sólo repetía…

–Acepto, acepto, acepto.

Era una preciosa mañana. La comitiva de lujosos carros se detuvo y Su Majestad, la Reina Isabel de Inglaterra, descendió, ayudada por un enjambre de ayudantes, edecanes y traductoras beliceñas que hablaban con fluidez maya, inglés y español; así como funcionarios importantes del Gobierno Federal y otra gente.

Todo el pueblo de Tizimín estaba ahí para presenciar el histórico suceso.

Su Alteza venía con paso ágil vistiendo un sobrio traje sastre gris con una perla en la solapa. Completaba su indumentaria un sombrerito de fieltro blanco con una cinta gris que formaba un lazo como escarapela.

Recorrió las instalaciones admirando a los animales, y se dirigió con los funcionarios que la acompañaban a la enorme palapa nueva del restaurante. Los cientos de invitados fueron acomodados en los pasillos por falta de cupo, y las hileras de mesas y sillas se prolongaban hasta la calle; a los comensales sólo se les sirvió un guiso: el famoso estofado real de tapir, aderezado con pequeñas ciruelas silvestres conocidas como funduras.

En la mesa amplia de Su Majestad, Márgaro preparó catorce guisos, todos a base de los animales que acostumbraba a usar en su elaboración.

Los huaches alababan el cabrito, los jarochos la deliciosa minilla, los yucatecos la cochinita pibil y los beliceños los conejos, pero el plato principal se lo sirvió a la Reina en una original fuente hecha con un precioso calabazo cortado a lo largo: el legendario Lol K’in con trozos secos de yuca sancochada. A Su Majestad le cautivó el guiso y lo saboreó con deleite, como una buena gourmet, por el delicioso sabor y sazón de la rica vianda.

Mandó llamar al cocinero y le preguntó por medio de su intérprete, una guapa mulata beliceña, el nombre del guiso.

Márgaro le dijo que en maya era Lol K’in y su traducción al inglés sería Flor de Rey. La preciosa y escultural intérprete se le quedó viendo fijamente sin traducir a la Reina; en lugar de eso le dijo:

–Lol K’in en maya o un híbrido, Lol k’ing.

Márgaro la devoraba con los ojos: como buen garañón le excitaba esta carne color canela como una estampa caribeña de fuego.

Sonrió taimado y dijo:

–Es maya, Lol K’in, pero ¿acaso el Sol no es un Rey?

Se apuntó un diez; la chica lo miró con respeto y tradujo a la Reina el nombre del guiso: «Flor del Rey». Desde ese momento simpatizaron. Al terminar toda esta bulla, se fue a vivir con Márgaro a su nueva casa de Box Ok.

Este es Margarito, el cocinero de mi pueblo; por ahora, vive feliz con su beliceña y sus ocho chiquitos. Si alguna vez te fastidias de esas insípidas comidas gringas, cuyas franquicias invaden nuestra bella Mérida, vente a Box Ok, aquí, en el corazón de la zona henequenera. No hay restaurantes, pero serás bienvenido al caserón del cocinero, donde podrás paladear sus exquisitos guisos de comida vernácula. No traigas animales; porque aquí, en Box Ok, desaparecen como por arte de magia, ya que son muy apreciados.

Comerás cabrito hecho con tierno perro malix, conejo en diez guisos a base de gatos, chilmole de tortuga con iguana, cochinita hecha de sabroso y limpio zorro, puchero con carne de caballo, longaniza de Valladolid rellenada con quitán. ¿Te gusta el pescado? La minilla con tomate hecha con gordas och kanes, o ¿la comida china?, Márgaro prepara las culebras asadas, fritas o al natural, sancochadas y servidas enteras, apegado a la más pura tradición china. Vente. ¡Te esperamos!….

Chabihau, Yuc., Méx., 23 de abril de 1993

Miguel Caamal

 

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1 Lol: Rosa, flor de hojas anchas como de calabaza

2 K’in: Sol, día.

3 Sat’s: Unos gusanos grandes que comen los indios, críanse en las ceibas, en el Pixoy y en las matas de la Flor de Mayo.

4 H–max: Especie de ají o chile montés. Es pequeño.

5 K’ut: Estrujar algo en un mortero. Majar el chile o tomate o cosas jugosas en almirez.

6 K’ol: Tipo de guiso con caldo denso, que se hace con masa de maíz, trigo o cualquier otro material.

Continuará la próxima semana…

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