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En esta llanura – IV

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IV

CUANDO LLEGARON LOS MONOS

Marcos espoleó su caballo por el angosto camino de la plantación de mangos; estaba amaneciendo y una ligera neblina cubría la copa de los árboles, tan cargados de frutos, que sus ramas bajas se asentaron en el piso.

Había salido sin desayunarse y el hambre empezaba a molestarlo; entonces vio a los monos. Eran como una docena y estaban acurrucados en las ramas. ¡Monos! Exclamó eufórico y se relamió los labios –esto le va a gustar a Margarito. Éste era el cocinero del rancho, parlanchín y mujeriego, bebedor de caña y jugador, pero sobre todo, buen cocinero y excelente conversador. En las tertulias de las noches en las que departía con los peones del rancho presumía de sus aventuras; como cocinero había ejercido su oficio en casi todos los pueblos y puertos del oriente. Fue cocinero en los campamentos de chicleros que abundaban antaño en los montes conocidos como «La Montaña», y presumía de saber preparar guisos con culebras, pavos y cochinos de monte, hueches, tepezcuintes, venados, tapires, zorros y, en fin, cualquier animal que volara, caminara o se arrastrara. Su especialidad era el estofado de tapir con ciruelas silvestres, conocidas como fonduras y aderezada con cierta hierba llamada dzin, que parecía verdolaga, pero su mejor receta era sin duda alguna, el mono pibil1.

–Previa selección del mono más gordo de la manada, disparas –decía a los boquiabiertos peones que lo escuchaban, pero verán ustedes, como estos animales andan a unos 20 metros de altura, cuando mueren no caen, pues quedan colgados de sus largas colas; el secreto para que se precipiten al suelo es poner la boca del fusil, aún humeante, apuntando al suelo. No falla, caen como piedra. Calientas agua en una pila para cocer la resina del chicozapote y haces las bolas de chicle blanco llamado zicté y cuando el líquido estaba burbujeando, avientas al mono entero. Esto se hace para ablandarlo y matar las pulgas, pues estos animales están cundidos de bichos y a éstos les encanta la dulce sangre del cristiano. Después cuelgas los brazos del simio a una rama para desollarlo como a los chivos, de tal modo que la carne no se llene de pelo. A mucha gente no le gusta comer guiso de mono porque al servirlo, parece un niño desnudo. De último preparas un atole con el recado colorado y jugo de naranja agria y lo embadurnas. Lo envuelves en hojas de plátano y listo. Los metes en el hoyo para pibes…

Marcos fustigó al caballo, porque al recordar la receta del cocinero sus tripas chillaron en señal de protesta. La boca se le hizo agua y rápido llegó a la casa principal, cuyo lado oriental es el comienzo del mangal, y dio la vuelta para entrar por la puerta trasera. Se trataba de un pequeño cuarto cuyo único mobiliario era una blanca mesa y cuatro bancas; se acercó a la puerta de la cocina y vio a Márgaro que se desplazaba con movimientos rítmicos preparando el desayuno. Estaba vestido con gorro, bata de cirujano, tapaboca y altas botas de hule luciendo en la espalda el logotipo del «Rastro T.I.F. Tizimín, Yuc.», con una pequeña corona sobre unas astas de toro. Apretó el timbre para anunciarse, el cocinero alzó la vista y le hizo señas para que esperase, se acercó al horno y sacó charolas con panecillos dorados que olían deliciosamente, acomodó la bandeja y la puso sobre una mesita, luego se dirigió a ver a su amigo mientras se quitaba el tapaboca.

–¿Qué pasa? –dijo curioso al ver la expresión de aquél.

–Margarito, acabo de ver una banda de monos aquí cerca, en los límites del mangal…

–¿Estás seguro? –dijo sujetándolo del brazo –No estás mamao ¿verdad?

–Te lo juro, Márgaro, son monos. Bien grandotes y gordos…

–Pues está raro, porque ya hace como veinte años que para ver monos tienes que ir al parque de La Reina en Tizimín o al zoológico de Mérida.

–¿Estás seguro? –repitió. Márgaro volvió a confirmarlo.

–Sirvo el desayuno a don Esteban y vamos a verlos. ¿Quieres desayunar? –y sin esperar respuesta, trajo café y bollos con una jarra de crema; dejó a Marcos comiendo, y tomando la charola subió a la oficina de don Esteban, quien terminaba de hablar en su celular, se puso el aparato en la bolsa de su camisa y quedóse parado ante el ventanal con las manos atrás empalmadas mientras sonreía satisfecho.

–Buenos días, Patrón. –Dijo alegre Márgaro. Asentó con cuidado la charola en la amplia mesa-escritorio y se paró muy erguido a un lado esperando órdenes.

–Ya la hicimos– murmuró el viejo.

–Hoy es lunes. El sábado próximo llegarán dieciocho invitados en el jet; te aviso con tiempo para que te pulas preparando la mejor de tus recetas para ese día. Si necesitas gente, consíguela entre las familias de los peones o tráelas de Valladolid.

Márgaro siguió parado muy quietecito en el mismo lugar y con la misma sonrisa en los labios. –¿Qué clase de gente es la que viene?– Preguntó cauteloso. Don Esteban dijo alegre:

–Querrás decir de qué raza. Bueno, pues son orientales, así que puedes preparar algún guiso exótico.

–¿Son chinos?

–Coreanos, son ejecutivos de la Samsung…

Al cocinero se le iluminaron los ojos.

–¿Se acuerda que hace dos años le serví a usted mono en barbacoa?

–Huumm, delicioso; pero recuerda que lo robaste en Tizimín en el zoológico de la Reina y hasta acá te persiguieron los de la Policía Montada.

–Esta vez no será necesario, patrón –exclamó el cocinero mientras se tronaba los dedos– Pues me acaba de avisar Marcos Heredia que hay una partida de monos al comienzo del mangal, así que le pido permiso para ir por unos cuantos.

Don Esteban se sentó a desayunar mientras veía a su cocinero con curiosidad y arqueaba las cejas.

–Puedes ir –dijo al fin con tono socarrón, porque el cocinero era muy impulsivo y jamás pedía permiso para nada… Aquél comenzó a retirarse precipitadamente.

–Espera –se detuvo–, son como veinticinco las personas que vendrán al almuerzo, ¿crees tú que los monos alcancen para todos?

–Sobrarán –casi gritó Márgaro al salir, y no andaba muy equivocado.

Don Esteban desayunaba con amplia sonrisa de satisfacción. Tomó despacio, saboreando, el negro café serrano traído para él desde Pochutla, Oaxaca.

Lo hacía en su oficina construida en el techo del edificio de tres niveles de la enorme mansión. Le decían «La Torre», porque era una réplica de la torre de observación del aeropuerto meridano. Su similitud se acentuaba con la enorme pista aérea construida abajo. A un lado se hallaba el hangar donde reposaban los aviones a su servicio: el esbelto Jet Lear Ejecutivo de 28 plazas con motores Whitney –Royce, dos Philatos Turbo, un viejo DC–7 de carga y los dos avioncitos para fumigar Peper Azteca; a un lado los dos helicópteros Bell parecían turixes asoleándose.

No cabía duda que había sido un largo camino para llegar hasta esa torre donde, ayudado por una computadora terminal, dirigía su vasto imperio.

En 1950 su padre se había arruinado por su afición al juego. Perdió todo: negocio, propiedades, joyas de la familia y quedaron como se dice, en la calle. Como remate, el viejo, agobiado por el sentimiento de culpa se suicidó de un balazo en la sien una fría madrugada, y Esteban, de apenas 16 años, sus tres hermanitos y su mamá, quedaron en la más cruel indigencia. Suspiró nostálgico recordando el amargo sabor del forzado pan de la caridad obtenido de sus avaros parientes.

Revisando los papeles del difunto después de la liquidación de sus bienes por los acreedores, únicamente les quedó de patrimonio una casucha miserable por el rumbo de San Sebastián y un terreno inmenso que su padre había ganado a las cartas en Tizimín, durante la fiesta de Reyes, a un paisano, ya que los árabes, como los chinos, son jugadores empedernidos. Así que un día, meses después, tras infructuosa búsqueda de un empleo decoroso que le permitiera alimentar a la familia, se dirigió a la Estación Central y abordó el tren de las 5:30 de la mañana a Tizimín. Este tren es el que pasaba por Motul, Cansahcab, Temax, Buctzotz hasta llegar a Dzitás donde se desviaba para Tizimín.

Quedó impresionado por lo que vio en aquella época al llegar el tren al pueblo, ya que entraba por un altísimo terraplén, viéndose abajo las casitas y las onduladas calles tizimileñas. En la estación vio chicleros con pantalones y casacas de dril blanco; unos usaban sombreros anchos de palma y otros Saracof de Corcho; vendedores de animales preparados para comer: pavos de monte, hueches, sacos de carne de venado pibil, pieles de tigre, moteadas o de negras panteras, de puma y de culebras que medían 10 metros de largo por un metro de ancho.

Como un sueño atravesó el pueblo subiendo y bajando las altas lomas de sus calles y preguntando por su paisano Elías Chapur. Al fin, después de muchas vueltas, lo encontró en una enorme y abandonada bodega atrás del Santuario de los Tres Reyes. Apenas se conocieron, el viejo Chapur y el joven simpatizaron. Fueron a ver el terreno en caballos alquilados y Esteban quedó impresionado de la extensión de la propiedad, por más que don Elías repitiera a cada rato que su valor de venta no llegaba ni a $ 10,000.00 de aquellos de 1950.

Refrendó los papeles en el Ayuntamiento para tomar posesión de su propiedad, y después de varios días en que solía reunirse a conversar con su paisano en el feo y oscuro parque con piso de tierra del pueblo, volvió a Mérida con un proyecto firme, para construir un rancho ganadero. Estaba tan seguro de la aceptación de su brillante idea, que la decepción se apoderó de él al ser rechazada por todos aquellos futuros inversionistas; él ponía la tierra y el duro trabajo, y sólo necesitaba capital para adquirir el ganado, pero pasó el tiempo y nadie quiso invertir un centavo que le permitiera realizar su sueño.

–Imposible –decían sus paisanos capitalistas– si fuera para algún negocio de ropa, una tienda… ¿por qué no inviertes en panaderías? te apoyamos con lo quieras, pero un rancho ganadero en esta época en que el gobierno mexicano está matando reses a petición de los gringos por la fiebre aftosa… y además en un lugar tan remoto que está detrás de Tizimín, en plena montaña, en casa de la chingada … No, nadie va a financiarte.

Don Esteban Chejín sonrió cortando el hilo de sus recuerdos y se acercó a la ventana poniente donde podía ver abajo la entrada al rancho donde en un enorme tablón de bojón se veían las letras del nombre del rancho «LA CHINGADA, TIZIMIN, YUC., MEX.».

No cabía duda que había sudado sangre, pero al fin consiguió juntar su capital de la manera más increíble, pero ésta es otra historia que en otro tiempo será contada.

Márgaro cambió sus ropas por un pantalón vaquero y camisa a cuadros, se puso sus flamantes botas Cananea y descolgó el Winchester de dos cañones. Después salió al patio donde lo esperaba Marcos.

–Ahora sí, –dijo– vamos. Como aquél hiciera el intento de subir al caballo, añadió –iremos en Jeep, deja tu caballo aquí–. Dieron vuelta a la casa y pasaron por una larga fila de carros del año estacionados bajo los aleros que funcionaban como cochera. Arrancó un Jeep y salieron al camino construido en el centro del mangal.

En los techos bajos de la casa principal se amontonaban cuatro antenas parabólicas; a un lado junto a la manga de la pista de aterrizaje, dos torres gemelas de microondas; al costado sur las casas de los peones, provistas de todos los servicios: agua potable, luz, gas butano y cable con diez canales de televisión. Comenzaban a un kilómetro de la casa principal.

Se adentraron en el mangal donde miles de matas de mango se alineaban, llenas de frutos, a lo largo y ancho del terreno. Hacía apenas diez años que el mercado de la carne había sufrido una brusca recaída; don Esteban, empresario con visión del futuro, cuya máxima era «No pongas todos tus huevos en una canasta», aprovechó la enorme extensión de sus tierras y, a falta de trabajo en la ganadería para su gente, usó la mano de obra para fomentar el mangal. Algún día, pensó, nosotros los ganaderos del oriente que ya somos muchos, tendremos dificultades para comercializar el ganado por la sobreoferta al saturarse el mercado de carne, así que es bueno, desde ahora, buscar otras opciones.

Así nació y creció este enorme mangal. En poco tiempo empezaría la construcción, a dos kilómetros del rancho, del edificio que albergaría la enlatadora. En este mes llegaría la maquinaria y sería la primera de su tipo en toda la Península con miras a satisfacer el mercado de otro gigante vecino: Cancún.

De pronto vieron gente: peones que miraban fascinados el espectáculo que se avecinaba. Márgaro paró el Jeep y en el silencio se hizo posible escuchar el ruido creciente como un chillido lejano que poco a poco se iba acercando.

Desde el promontorio donde se hallaban, podía ver el monte alto, La Montaña, como se conoce por aquí a la selva, y lo que vio lo hizo palidecer… Las copas de los árboles se movían como una alfombra que fuera sacudida, las hojas volaban en todas direcciones y el escándalo aumentaba. Marcos señaló a un árbol donde los monos se amontonaban.

–Ahí, ahí –gritaba emocionado, señalándolos con el dedo a su amigo para que comenzara a disparar, pero Márgaro estaba quieto y muy preocupado por lo que estaba sucediendo…

–No puede ser –murmuró lentamente. La algarabía se hizo visible, cientos de monos aparecieron, venían columpiándose por las ramas, impulsados por sus largos brazos; monos de todos tamaños, monos con sus críos colgados de su pescuezo. Ni caso le hicieron y pasaron velozmente junto a ellos en dirección al rancho, Márgaro recordó al fin lo que una vez le contara su anciano abuelo acerca de este extraño comportamiento de los monos.

–Cada 100 años –le decía– los monos se juntan y recorren el monte escandalizando y acabando con todo lo que encuentran a su paso. Su abuelo era del pueblo de Temax y le contaba que cuando era chico llegaron a su pueblo y se quedaron tres meses y no fue sino hasta que acabaron con todos los frutos y hojas de los árboles cuando volvieron a su santuario en La Montaña. Ya sabes que Temax es maya, su traducción al español quiere decir lugar de monos (Te–Max).

Márgaro dio vuelta al Jeep y volvió al rancho. En todo el camino la gritería de los simios era insoportable; salieron al claro en medio de una verdadera lluvia de frutos verdes.

Por la ventana de la torre, don Esteban quedó estupefacto cuando vio a los animales. No oía el ruido que hacían con sus gritos porque su oficina estaba aislada con gruesos vidrios; sin embargo, vio como los monos se detenían en los últimos árboles y se juntaban como cambiando impresiones del rumbo a seguir. Unos, más osados, se acercaban andando en el techo, se subían a los platos de las antenas parabólicas o acechaban curiosos al interior de la torre, o bien se peleaban en medio de fuertes chillidos. Don Esteban se comunicó con el mayoral.

–Carlos, ¿qué pasa?

–Patrón, son cientos de monos que llegaron por el rumbo de Chetumal. Bajo en 20 minutos. Reúne a la gente en la planta baja. Esos cabrones monos están arruinando el mangal.

Afuera, la plaga de monos arreció el escándalo. El conjunto de animales chillaba y peleaba a mordiscos, subía y bajaba al techo columpiándose de las ramas cercanas al edificio; otros, sentados al sol espulgaban a sus crías. Muchos defecaban y el techo se estaba convirtiendo en un asco.

Don Esteban se presentó a la planta baja y el enojo se le calmó cuando vio los rostros azorados del numeroso personal del rancho.

–Vamos a tomarlo con calma –dijo, acallando los murmullos de la gente.

–Vamos a ver, el que tenga un plan para expulsar a los monos, que levante la mano.

Sólo dos lo hicieron. Uno propuso que trajeran a don Mat, el brujo de Boshoc para que con sus conjuros espantara a los monos; cuando se puso a votación sólo uno lo apoyó. La otra sugerencia vino del mayoral Carlos, quien propuso que se pidiera ayuda el jefe del destacamento de soldados acantonados en Tizimín. Casi todos lo apoyaron. –Buena idea –dijo don Esteban–. Desplegó su celular y se comunicó con el comandante. Esta fracción del ejército estaba destacada en el oriente para prevenir el narcotráfico. Patrullaba los montes buscando sembradíos de marihuana y pistas clandestinas de aterrizaje donde descendían aviones colombianos cargados con toneladas de cocaína.

Listo, señores –dijo don Esteban a los vaqueros–. Vayan a sus labores, al mediodía estará aquí el ejército.

Como a las 2 de la tarde llegó la tropa en cuatro grandes camiones camuflados con redes. Los soldados tenían puesto uniforme completo de campaña, granadas colgando del pecho, fusiles de asalto de ráfaga, cantimploras y raciones de combate. Trajeron hasta una ambulancia con personal de sanidad. El mayor bajó del Jeep que venía al frente y saludó a don Esteban efusivamente, le dijo que aprovecharía el despliegue de tropas para realizar sus maniobras de verano. porque de esa manera podía justificar ante sus superiores el uso del parque y demás material de guerra, así como la movilización de la tropa. Sonrió despectivo cuando vio a los cientos de monos que seguían indiferentes a todo, peleándose y armando bulla. El mayor tuvo una junta breve con sus oficiales que usaban boina e iban provistos de Walke–Tolkies. Después de ponerse de acuerdo con la formación del ataque, coordinaron sus relojes y la tropa comenzó a avanzar desplegada hacia el mangal. Los monos respondieron tirando frutas mientras gritaban con chillidos agudos. Los soldados comenzaron a disparar ráfagas y durante un tiempo el estampido y traquetear de las ramas suplió a los gritos de los simios. Alguien dio una orden y el silencio se hizo momentáneamente, al disiparse el humo había monos regados por todas partes, o colgados de las ramas, muertos.

En un instante otros monos ocuparon el lugar de los caídos, las hojas de las matas de mango volaban, los animales aumentaron sus gritos y monos más grandes se pusieron al frente y se bajaban de los árboles corriendo amenazantes por todo el terreno ante el desconcierto de los sardos. El comandante no daba crédito a sus ojos.

–Teniente, hágase cargo de que preparen el equipo para uso de gas. Los soldados, provistos de máscaras antigases, lanzaron bombas de gas. Los cilindros caían silbando y los monos brincaban y aullaban por el efecto de los gases. El humo se hizo espeso y su color amarillo verdoso contrastaba con el paisaje.

Entonces el viento cambió y toda esa humazón se dirigió al caserío donde vivían los peones, los soldados no se habían dado cuenta por estar en la hondonada así que se sorprendieron cuando los oficiales les ordenaron abordar los camiones y retirarse. Sucedió que don Esteban quedó impresionado al ver el destrozo ocasionado al mangal y conferenció con el comandante para dar por terminada la maniobra; las ramas rotas se esparcían por el suelo junto con los cadáveres de unos cuantos monos. Los soldados se fueron a seguir sus maniobras por otros rumbos y se evitó una masacre de animales. Aunque parezca raro, con tantos disparos, gritos, alboroto y humo, los monos muertos no pasaron de una docena.

Esa noche don Esteban no pudo dormir, ya que además de los problemas ocasionados por los monos que ya habían estropeado los decodificadores de las parabólicas, se sumaba ahora el de las familias de los peones intoxicadas por los gases. Todos, empezando por él, tenían los ojos enrojecidos por el gas, la casa estaba sucia por el paso de la tropa. Se sentó en un sillón en la parte baja junto a la cantina y se quedó cavilando mientras miraba, sin ver, el impresionante león africano que disecara el año pasado. Suspiró de cansancio mientras trataba de encontrar una solución; entonces se acordó de Rubén Chí, el montero que vivía en Xcan. Sacó el celular y llamó a su encargado en Valladolid.

–Quiero que vayas a ver a Rubén Chí a su casa en Xcan y le dices que urge que venga al rancho.

Le explicó lo que pasaba para que lo comunicara al montero. A Rubén se le quedó el término «montero» desde aquella vez, hacía veinticinco años, que para un banquete que diera don Esteban el entonces pequeño rancho de La Chingada, trajera, a petición del ganadero, media docena de gordos tapires, para consumir en la cena con que agasajaba sus invitados una nochebuena. Todos se preguntaban dónde los había encontrado, él jamás dio dato alguno, sólo limitaba sonreír, pero los trajo y llegó rancho conduciendo a los tapires como si fueran una manada caballos. Fue entonces cuando lo bautizaron los peones como «El Vaquero de Montaña», término respetuoso en aquellos lugares. Ese Rubén es un montero, decían, cualquier cosa del monte, animal, árbol o fruto desconocido, él se lo trae.

Rubén Chí no estaba en su amplia casa de paja construida en el cabo de Xcan, en las afueras del pueblo, por una veredita que, si la seguías en el monte una legua, te llevaba al Sac-Be derruido y ocultado por los altos árboles de La Montaña, tenía este camino según cálculos de antropólogos unos mil años de antigüedad y había sido construido por ingenieros mayas para comunicar la ciudad sagrada de Uxmal con el puerto de Tulum en el Mar Caribe.

Rodrigo averiguó en el pueblo que Rubén estaba en Dzitás, participando en la danza anual del mundo de los pavos, costumbre ancestral que no se perdía por nada del mundo. Así que fue a verlo a ese pueblo pasando por Calotmul; llegó en la madrugada. La danza había terminado y los danzantes estaban celebrando con xtabentún, raro licor hecho con la flor del árbol del mismo nombre, dulce y engañosamente suave, pero que pega como patada de burro.

Por lo que vio, Rubén no estaba en condiciones de espantar ni a un triste perro malix2, mucho menos a cientos de belicosos monos.

Como es costumbre, los pavos sacrificados durante esta danza eran guisados de varias formas y repartidos gratuitamente entre los asistentes, así que Rodrigo usó su celular para llamar a su patrón comunicándole las noticias y recibiendo orden de que esperara se le pasara la borrachera al montero para llevarlo a La Chingda.

Así pues, se fue a dormir con la boca húmeda al pensar en el atracón que se daría al día siguiente con los guisos de relleno blanco, negro, chilmole, salpimentado o del delicioso escabeche oriental, especialidad de su pueblo natal, Valladolid.

Don Esteban amaneció de mal humor; si bien era cierto que el grueso cristal de la ventana lo aislaba de todo ruido y su sistema integral de aire acondicionado Samsung era una maravilla por sus avanzados termostatos que mantenían temperaturas agradables, aun así, la noticia que le dieran de que Rubén no vendría hasta el viernes lo tenía molesto, y ni caso le hacía a su desayuno depositado sobre su escritorio, afuera los monos se correteaban ente sí en medio de estruendosos chillidos, peleando, gruñendo, despiojándose, algunos impúdicos se instalaron junto al vidrio de la ventana hurgando entre sus órganos sexuales con descaro. Armaban un alboroto que desquiciaba las labores del enorme rancho.

Prendió la computadora central, matriz de todas las que operaban en sus oficinas en cinco estados y revisó la marcha de su imperio. Las cifras dejaban constancia de ganancias fabulosas. Sonrió con desgano recordando cuando siendo joven, durante sus primeros y muy queridos años en que comenzaba a construir lo que hoy por hoy era la fortuna más grande del estado, comenzó, con visión audaz, a introducir sementales Nelore–Brahaman, Indo–Brasil, y el cimarrón Cebú Americano. Todos pensaron que estaba loco; ahora, su rancho exportaba ganado desde Centroamérica hasta Argentina, considerada por muchos años el país líder en cría de ganado. El as en la manga, su carta definitiva de triunfo sobre sus competidores, era sin embargo la jugada que realizaría este sábado, pues concertaría un contrato para surtir de carne, nada más y nada menos que a Corea y a sus aliados asiáticos conocidos como «Los Cinco Tigres»; era por eso lo del famoso almuerzo en el rancho pues, al mediodía, llegaría con ejecutivos de la Samsung y GoldStar. Por el momento el mercado japonés continuaría cerrado por ser un mercado cautivo de los gringos; aunque los coreanos estaban interesados en la carne de ganado yucateco.

Estos animales consumían el orégano silvestre que crece como maleza en los campos de engorda del oriente, y a los asiáticos les cautivó el sabor y la consistencia de la carne de ahí. Esto explica la preocupación de don Esteban por contar con un rastro TIF para sacrificar el ganado, que en canal o cortes especiales sería llevado hasta Asia para deleite de los orientales.

Sonrió satisfecho. Por eso se había preparado durante muchos años, por eso la enorme pista de aterrizaje en el rancho, por eso sus tiendas de aparatos electrónicos Samsung y GoldStar en seis estados del sureste, de Chiapas a Chetumal. El negocio era redondo, los aviones traerían contenedores y llevarían carne. Los coreanos y sus socios habían comprado dos enormes aviones rusos Tupolev a la Federación Rusa: eran aparatos capaces de transportar veinticinco toneladas por viaje y eran conocidos en Asia como: «Las Arcas de Noé Rusas con Alas», parientes del gigantesco C–5A gringo. Estaban provistos de equipos refrigerantes con lo más avanzado de la ingeniería desarrollada por los rusos para sus estaciones espaciales. Lo mejor era que estos gigantes eran construidos para ascender y descender en pistas cortas de apenas 2,400 metros, y la pista de La Chingada tenía 3,000 hasta la glorieta de retorno. El único problema ahora son los monos, pensó suspirando. Fue hasta el jueves en la tarde en que se apareció Rodrigo trayendo a Rubén Chí. Bajó del Jeep con su bolsa al hombro donde traía los artefactos que usaría, y subió ágil a la oficina esquivando los mangazos. Los monos se habían alborotado más. Pandillas de ellos se acercaban al hangar y subían y bajaban de los aviones.

Entró a la oficina donde lo esperaba don Esteban.

–Pasa– dijo aquél, con los ojos enrojecidos y el pelo alborotado, con la camisa abierta y chanclas; de sopetón preguntó:

–¿Puedes? –repitió el turco y añadió tentador. –Por dinero no te preocupes, pero me urge que este lugar vuelva a la normalidad el sábado al mediodía.

Rubén no contestaba, veía a los monos y trataba de explicarse a qué se debería el extraordinario suceso. ¿Tendría algo que ver la nueva carretera de cuota que atravesaba su santuario? ¿O acaso habría otro incendio como el del año pasado en Sian–Kan, donde se encontraba la reserva ubicada en Carrillo Puerto, la antigua Chan Santa Cruz?

Es cierto que la mayoría de los simios eran de la Península, pero abundaban también monos de Centroamérica: nicas, ticos, chapines y hasta de Honduras. Venían seguramente por el corredor beliceño y entraban a Quintana Roo atravesando el casi seco Río Hondo, desde donde seguían a Sian–Kan y de ahí a lo que quedaba del monte alto cerca de Tizimín, conocido como La Montaña.

Don Esteban le puso la mano en el hombro.

–Pide lo que quieras, pero saca de aquí a estos animales.

–Patrón, para el sábado el sitio estará limpio y tranquilo y la presencia de los monos será sólo un recuerdo que algún día los cronistas recordarán como el día en que llegaron los monos.

Don Esteban no pudo evitar abrazarlo.

–Confío en ti –le dijo agradecido– y ahora sobre tus honorarios…

–No quiero dinero, sólo dos sementales: un cebú Nelore y un chaparro Charolais para el rancho de la familia en Yobaín.

Escoge y que te los lleven. Ya que te haces cargo del problema, aprovecharé ir a Tizimín a ver a la xun3, y llevarla a bailar y cenar en la Quinta Extravaganza. A ver si las luces y la buena música de la disco me relajan.

Y dicho y hecho. Salió de prisa, casi corriendo como si temiera que Rubén se arrepintiera del trato. El montero bajó a buscar el costal donde trajera sus cosas, abrió la ventana de la oficina y salió a caminar entre los monos.

Aquellos, indiferentes a su presencia, continuaban con el barullo. Del costal sacó varios calabazos, le amarró una cuerda de nylon a cada uno en medio y fijó las puntas al grueso protector de la ventana, sacó plátanos de mono, parecidos al llamado plátano bárbaro, pero de color morado y puso uno en cada calabazo; hecho esto, entró a la oficina a recibir las jaulas que había pedido y eran traídas por el mayoral, ayudado por el cocinero; eran jaulas para gallinas, pero fuertes y capaces de soportar los jalones de un simio.

El cocinero venía contando al mayoral de aquella ocasión en la que Rubén fue a buscarlo a Valladolid para solucionar un problema que la gente de Buctzotz tenía con una inmensa banda de k’alies.

Miles de estos loros salvajes se adueñaron del pueblo y causaron estragos en los árboles frutales, ya que su voracidad es insaciable. Rubén les enseñó a atraparlos con trampas hechas con viejos cajones de cartón, una varita y un hilo sencillo, pero altamente efectivo. Lo ingenioso fue que llevó al cocinero del cenote Zací, famoso por preparar guisos preparados con carne de animales de monte. En esa época se había puesto de moda la famosa barbacoa de jabalí que no era otra cosa que quitam pibil. Como ustedes habrán adivinado, el cocinero no era otro que Márgaro, quien les enseñó a preparar a los loros en estofado y es un guiso tan sabroso que en menos de un mes no quedó un pobre kali en varias leguas a la redonda. Años después, la gente antigua del pueblo suspiraba con nostalgia por el loro estofado a la Buctzotz.

Los chillidos de los monos aumentaron. Rubén salió a la azotea a revisar las trampas: cinco gordos monos estaban atrapados. El calabazo tenía un agujero en la parte superior, suficiente para que el animal metiera la mano por la fruta; una vez que la agarraba, chillaba y chillaba, pero no soltaba la fruta hasta que Rubén la llevaba a la jaula donde rompía el calabazo.

Normalmente se limitaría a darle un trancazo en el cráneo para luego desollarlo con su filoso cuchillo, pero los necesitaba vivos.

Esa noche trabajó muy tarde confeccionando pequeños arneses de piel cruda que comprara en Umán. A su lado el cocinero seguía fascinado sus movimientos.

–Bueno, es hora de dormir un poco –dijo estirándose, Márgaro se le quedó viendo.

–¿De veras crees ahuyentar a los monos mañana?

–A las seis, cuando salga el sol por el oriente, estarán viajando de vuelta a sus lugares de origen. Aquí tenemos quince gordos monos; están tranquilos porque les puse un calmante en el agua, mañana reaccionarán y éste se volverá un infierno, así que ayúdame temprano a ponerle los arneses. Te voy a dejar nueve para tu guiso, porque sólo necesitaré seis.

Aún estaba obscuro a las cinco de la mañana del otro día cuando volvió Márgaro con café y huevos a la motuleña sobre doradas tostadas con jamón y frijolitos refritos. Desayunaron y después ayudó a Rubén a ponerle los arneses a los monos. La novedad fue que Rubén les había cosido cascabeles de plata y el ruido era en verdad infernal, ya que los monos estaban recuperándose de la droga. Brincaban y chillaban, aumentando la bulla con el argentino sonido de los cascabeles.

Abrieron la ventana y fueron soltando a los monos. Al oriente, Su Majestad el Sol se asomaba por el horizonte; los simios salieron corriendo, y los demás, al verlos y sobre todo, oírlos corrían asustados; poco a poco el tumulto se hizo insoportable, la gritería y el retintín de los cascabeles se podían oír a varias leguas a la redonda y entonces, gradualmente, fue sucediendo el milagro, presenciado esa mañana por los habitantes de La Chingada: los monos comenzaron a huir en dirección a Chetumal, y con la boca abierta, fascinados, los mismos habitantes fueron testigos de cómo, en menos de dos horas, el sitio quedaba quieto y silencioso. Tardaron un tiempo en reaccionar, como si temieran que los monos volvieran; al ver que esto no ocurría y, muy al contrario, se iban alejando cada vez más, procedieron a limpiar toda la basura e inmundicia dejada por los simios.

Por su parte, Márgaro aprovechó para pedirle a Julián los monos, quitándoles las bolsitas que traen bajo la axila, ya que es el toque secreto para no amargar la carne al guisarla.

Al otro día, cuando a las 2 de la tarde llegó don Esteban en el Jet con los coreanos, casi no daba crédito a lo que veían sus ojos. El edificio se encontraba limpiecito y reluciente. La enorme mesa del comedor, construida con madera de granadillo4 por los Castillo de Dzilám González, estaba adornada con flores del campo. Los coreanos fueron servidos por meseros que portaban el traje regional completo. Estaban encantados.

Parloteaban con estrépito. Después de la entrada tradicional de sopa de cebolla con tostadas entró Márgaro con su flamante uniforme de cocinero seguido por ayudantes portando charolas que contenían el guiso de mono, y sirvieron en grandes platos generosas porciones.

Los coreanos, grandes comedores de monos al que consideraban un exquisito manjar, comían a dos carrillos y algunos, más osados, pedían al cocinero el cráneo para saborear los sesos; ponían los ojos en blanco y suspiraban con deleite. Don Esteban sonreía satisfecho y divertido porque aquello parecía un festín de caníbales por los cráneos limpiecitos que se apilaban en las charolas. Márgaro, conocedor de la afición de los orientales por el picante, no se había dormido y sirvió chiles abajeños asados enteros en cuencas de barro; los mocos y las lágrimas corrían por el redondo rostro de los orientales, quienes comieron a reventar. Al final pidieron llamar a Márgaro. Aquél salió y se paró junto a don Esteban y recibió la ovación más estruendosa otorgada hasta la fecha a cocinero alguno al oriente de la blanca ciudad de Mérida, aquí en la Península de Yucatán.

Enero 16 de 1993: AÑO DEL MONO.

Manuel Caamal

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1 Pibes –pibil: Comida cocida en agujero hecho en la tierra.

2 Malix pek: Perro corriente o sin casta.

3 Xun: Señora.

4 Granadillo: Madera preciosa de árbol del mismo nombre. abunda en montes cercanos al pueblo de Dzilám González, cerca de la costa.

Continuará la próxima semana…

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