II
¿NO OYEN LA MÚSICA?
Venía distraído, observando el paisaje formado por los abandonados campos de henequén, albarradas caídas y maleza. Entre las plantas de henequén, los barejones daban la nota triste, así como la belleza de sus flores alegraban el paisaje. El henequén, la planta que tantas fortunas originaría en Yucatán, estaba floreciendo espléndidamente, cuando esto sucede la planta muere.
Estábamos entonces en la zona henequenera, atrás de Motul y ya mero llegábamos al pueblo donde instalaríamos el circo. Llevaba el camión Internacional grande lleno de maderas y lonas, con la jaula del difunto Cleofas amarrada atrás, y que ahora ocupaba el caballo blanco que era la nueva estrella del circo. Por el espejo observaba de vez en cuando a los demás carros del circo que me seguían; procuramos viajar un poco separados para no formar caravanas. Ante mí, el paisaje yucateco se extendía plano, con una belleza serena que invitaba a pensar.
Al contemplar esta llanura de piedra ¿quién iba a pensar que el henequén dejaría de ser la industria principal del pueblo yucateco? Sin embargo, así era. El gobierno había liquidado a los henequeneros hacía cierto tiempo y la situación económica de los pueblos donde trabajamos era patética. Estos se encontraban casi abandonados, sólo quedaban mujeres, niños y ancianos, porque los jóvenes preferían emigrar a Quintana Roo para emplearse en los hoteles de Cancún, Cozumel o Chetumal, ávidos de cocineros, meseros o choferes. Mis pensamientos se interrumpieron cuando el viejo motor comenzó a toser. Saqué la mano para señalar que iba a orillar para detenerme a un lado de la carretera; frené el enorme camión, me bajé y abrí el cofre; se oía un golpeteo sordo en las entrañas del motor. Subí a la cabina y quité la llave del switch; uno tras de otro fueron llegando los demás, Rabanito el payaso llegó primero con la Renolita.
–¿Qué pasó compa? –preguntó ansioso.
–Mare –dije rascándome la cabeza–, creo que se tronó el motor. Parece que adelante hay un claro, véalo porque, a más tardar, en una hora oscurece.
Se fue y volvió mientras les hacía señas a los demás con las manos.
–Adelante hay donde estacionar, muévanse, adelante…
–Tenemos suerte, cerca hay un terreno como un campo de fútbol donde podemos detenernos. Que le ayuden a empujar el camión y yo iré al próximo pueblo a buscar al mecánico.
Y se fue.
Cuando volvió ya oscurecía, el camión estaba bien estacionado y nosotros tomábamos café con pan dulce; venía acompañado de un gordo de camiseta que traía un sabucán sucio donde estaban sus herramientas. El gordo no aceptó la invitación a tomar café; pidió que le alumbraran para observar el motor y se puso a trabajar. Con eso de que llegamos oscureciendo, no sabíamos dónde estábamos. Tomamos café en silencio.
La vida del circo tiene sus ventajas y ésta era una de ellas: nosotros no teníamos prisas, reloj que checar, ni horario que cumplir; no corríamos, como decía don Xix el mago, no íbamos a buscar herencia, nos deteníamos donde nos diera la gana, siempre y cuando no ocasionáramos molestias a terceros. Claro, en el corto tiempo que había transcurrido desde nuestra llegada a este sitio, dábamos la impresión, al que nos viera, no que acabáramos de llegar, si no que éramos nativos de aquí.
El mecánico vino hacia el grupo con paso lento y dijo: –Jefe, el motor se tronó, hay que bajarlo. –Huay, me agarró de sorpresa.
–Bueno, –dije– ni modo, ya era hora, ¿cómo lo hacemos, lo hará aquí o qué?
–Mañana, si usted quiere, vengo con mi ayudante, y para el mediodía ya habremos bajado el motor para llevarlo al taller, pero la reparación tardará cuatro días, cuando menos, usted dice…
Nos pusimos de acuerdo en cuanto al precio. Nos juntamos y lo discutimos, ya que sin el camión no había circo, porque el circo estaba en el camión. Quedamos de acuerdo en que descansaríamos estos cuatro días. El gordo nos informó que estos terrenos eran de la hacienda Santa María Molina, arruinada y casi abandonada porque hacía años que el tren de raspa no trabajaba; los planteles se habían vuelto monte y en el casco sólo vivían la dueña, doña Margarita, y un matrimonio formado por la Chichí Conchita y su marido Juan Cop.
–Sólo que la patrona Margarita está un poco chiflada– agregó mientras giraba el dedo índice en la sien. No le di importancia a aquello, pero si íbamos a estar cuatro días en sus terrenos tenía que verla para pedirle permiso.
–La entrada está por allá –dijo el mecánico señalando hacia el norte en la obscuridad. Nos acostamos a dormir y, mientras me entraba el sueño, comencé a hacer planes para el otro día; primero iría al banco, en Mérida, a sacar dinero para pagar al mecánico y comprar las refacciones del motor; luego, en la tarde, iría a ver a doña Margarita. Al fin me dormí, sin imaginarme la sorpresa que me esperaba al día siguiente.
Y ahí estaba en la mañana, bien vestido, con mi viejo portafolio que me sirve como sabucán, parado en la orilla de la carretera esperando el camión.
Es lo bueno de Yucatán, el estado es pequeño pero el servicio de camiones foráneos es magnífico, no importa en qué pueblo de la península vivas, los camiones pasan con frecuencia hacia la capital, la blanca Mérida.
Calculé que en dos horas estaría en el banco; después realizaría unas compras en el súper Oriente para traer víveres y en la tarde iría a ver a doña Margarita. A lo lejos apareció el camión, entonces sentí que alguien me jalaba de la guayabera.
–Ninio, ninio, doña Margarita quiere hablar contigo.
No la sentí llegar: era una mestiza anciana con su huipil de flores bordadas y su rebozo terciado. Se veía ágil y vivaracha mientras me veía con sus ojos alegres
–¿Doña Margarita la dueña de la hacienda?
Asintió risueña. El camión estaba cerca.
Suspiré y le dije: –Vamos.
Caminamos por un sendero atrás de los carros del circo, llegamos a un viejo arco de piedra que se conservaba intacto al paso del tiempo y a la vuelta de un recodo se situaba la casa principal. Se veía en malas condiciones, cubierta de vegetación; a un lado la casa del tren de raspa con la maquinaría herrumbrosa, y a los costados, alineados al muro como escaleras, tramos de riel decauville que servían para las plataformas y truks al servicio de la hacienda. Sólo un alero de la casa principal se veía habitable. Subimos por la ancha escalinata al corredor de arcos de madera, aquí todo estaba limpiecito y las macetas se veían bien cuidadas con racimos de flores; al fondo una puerta alta de guillotina con vidrios esmerilados contrastaba con el conjunto, la Chichí tocó discretamente.
–Ninia, aquí está el señor.
Una voz sorprendentemente clara dijo:
–Adelante.
Pasé el umbral. La impresión fue grande, como si el tiempo se hubiera detenido aquí y yo entrara a otra época. Todo estaba bien ordenado y limpio, las ventanas de guillotina francesa, las altas paredes tapizadas con motivos de flores de lis, el tocador con repisa de mármol rosado de Carrara con gabinete en palo de rosa y espejo de cristal cortado, con biseles y grabados arabescos, la cama de latón con dosel y mosquitero; y los muebles….
Confieso que se me cayó la quijada. En un sillón Imperio de respaldo alto, la figurita de doña Margarita Molina y Peón me veía con una mirada que me desconcertó como, bueno, como si nos conociéramos de toda la vida y me estuviera esperando.
–Siéntate– dijo, y me dejé caer en una silla abrumado por el peso de la sorpresa.
–¿Trajiste el caballo?
Mis ojos deben haber dado una vuelta completa en mis órbitas.
– El ca…–dije– Sí.
–Bueno –añadió–, naturalmente no olvidaste los cascabeles de plata ¿verdad?
–Naturalmente– contesté ya irritado. Carraspeante y armándome de valor seguí irónico: –Con sus arreos, naturalmente, también mi frac, el bombín, las botas federicas y el látigo de empuñadura de plata.
Sonreí burlón esperando su reacción. Ya está –pensé mordaz–a ver qué me dice ahora.
Si quería sorprenderla, quedé decepcionado, pues en aquella habitación, con este diálogo al parecer incoherente en que se daban por conocidas las respuestas, todo y nada tenía sentido.
–Bien, bien –murmuró entusiasmada–, entonces esto quiero que hagas…
De la carpeta que tenía en su regazo sacó una foto en sepia y me la dio; en ella se veía una joven en el momento de abordar un coche calesa. La joven vestía de novia y llevaba un traje que, a pesar del color de la foto, se notaba hermoso. El rostro se le veía radiante, pero lo que me llamó la atención eran sus únicos acompañantes: Un precioso caballo que tiraba del coche, con cascabeles en el cuello y junto al pescante, el cochero con su pantalón blanco, levita, bombín y sosteniendo con firmeza un látigo. La novia tenía una sonrisa de felicidad. Al fondo se veía una pasarela cuyo acceso era una escalinata de piedra; alcé la mirada de la foto y la señora continuó.
–Tienes ocho días para limpiar el paseo que lleva a la ermita. Hoy es día 2 y para el domingo 10 debe estar listo y tú también, a las ocho de la mañana, para la misa. La Chichí te mostrará el carro y te dirá cómo era la calzada. Te ayudarán estas fotos –dijo, dándome cuatro donde se apreciaban detalles de la ancha calzada y al fondo una iglesia pequeña.
Bien, dije para mí, como broma esto ya fue demasiado lejos. Iba a retirarme pensando que el mecánico tenía razón, cuando la anciana me dio un saquito de terciopelo.
–Haz un buen trabajo. Aquí tienes para empezar; cuando termines, te daré otro igual.
–¿Cuando termine?
– Sí –y repitió– a las ocho de la mañana del domingo 10 de agosto. Sé me quedó viendo. –Sé que no me defraudarás porque he esperado por ti mucho tiempo.
Me levanté para salir. Alzó la mano y dijo:
–Gracias por venir a liberarme.
Salí al corredor frotándome los ojos como si viniera de otro mundo. Abrí el saquito y, con sonido cantarino, las monedas cayeron brillando en la palma de mi mano. Conté treinta; se veían como nuevas y es probable que hayan sido acuñadas sin darle curso. Entonces comprendí por qué el oro es eterno. Treinta monedas relucientes de cincuenta pesos con la época de acuñación y el motivo correspondiente. El centenario se reflejó en mis ojos. Alcé la vista, la Chichí me miraba con curiosidad. Las ideas pasaron raudas mi cerebro: Podía ir a Mérida, sacar todo el dinero que tenía en el banco y pelarme a algún lado de la República a empezar una nueva vida…
–Ni lo pienses –dijo la Chichí.
Sacudí la cabeza con pesadumbre. –Mare, aquí todos leen mis pensamientos. Bien –pensé–, ya que estamos en el baile, dancemos.
Comencé a caminar otra vez hacia la carretera, pero la Chichí me tomó de la mano.
–Ven –dijo– voy a mostrarte la calzada que vas a limpiar.
Creí notar algo de burla en su voz, pero no hice caso. Caminamos por detrás de la casa hasta donde se oxidaba el tren de raspa lleno de maleza y entramos a un corredor que debió ser donde prensaban las pacas de sosquil, y a pesar de los años transcurridos, me pareció sentir el olor agrio del tamo1 entre la hierba.
Estos deben haber sido los secaderos de la fibra –pensé–. Justo atrás corría un muro grueso de mampostería entre la maleza; a un lado, una escalera bajaba de la parte trasera de la casa; calculé que sería del cuarto de la patrona y acerté. No se veía nada más. Subimos por un costado hasta una puerta tapiada por la basura y desde ahí vi un mar de yerba rodeando una enorme mata de tamarindo. Saqué las fotos: la calzada que doña Margarita mencionara no se veía por ningún lado. La Chichí suspiró: –Cuando chapéen toda la hierba, corten los árboles y encalen los muros, la verás.
–¡Huay!– Se me cayó el alma a los pies –¿quiere usted decir… –alcancé a balbucir– que ésta es la calzada?
–Ujum– se limitó a responder. Hizo viseras con la palma de sus manos sobre los ojos y añadió:
–Ahí, ¿ves esa construcción al fondo?
Como a un kilómetro se notaba algo así como una deformación en el muro.
–Esa es la ermita– finalizó.
Imposible –pensé–, ahorita voy a ver a doña Margarita y le devuelvo su dinero. Imposible –repetí negando con la cabeza–. Dígame, Chichí ¿usted cree que en ocho días yo pueda dejar esta selva con la apariencia de la fotografía? – protesté mientras le mostraba la foto de la calzada.
–Claro que podrás, si no, no estarías acá como dijo don Mat.
–¿Don Mat? ¿Y ese quién es?
–Ay, ninio, no digas que no has oído hablar de don Mat, es el brujo de aquí –dijo mientras se persignaba.
Casi me voy de espaldas. Sólo eso me faltaba, hasta un brujo; y la Chichí se refería a él como lo más natural del mundo, como si estuviéramos conversando sobre cosas triviales.
–Pues no, se equivocó el brujo –estallé al fin–. Soy un ser humano normal, no tengo poderes sobrenaturales. Para limpiar esta selva se necesitaría de una brigada del Pronasol o de una Cuadrilla de Yucatán Limpio.
–¿Pues qué esperas? Anda a buscarlos –dijo la Chichí tranquilamente. Mare, las ruedecillas dentadas de mí cerebro embonaron –trank–trank–; ¡Claro! ¿cómo no se me había ocurrido? Apreté la bolsa con el oro porque precisamente ayer, al pasar por Yobaín, una brigada de Yucatán Limpio, compuesta por unos cincuenta elementos con camionetas y coas, palas, picos y hasta sierras accionadas por motor de gasolina, limpiaba el pueblo. ¡Claro –pensé– claro! grité, mientras bajaba corriendo la escalera ante el estupor de la Chichí que justamente pensaba que había enloquecido.
Así pues, volví al campamento a pedir prestada la Renault globito del payaso, y chiflando me dirigí a Yobaín a contratar a la cuadrilla del Pronasol. Sabía que tenía días libres, sabía cuánto ganaba diario cada uno de sus miembros; pensaba que por $50,000 a cada uno eran capaces de dejar relucientes en dos días los establos de Augías. Sabía que aceptarían y, gracias a Dios, no me equivoqué.
Ya habían pasado cuatro días. Al siguiente, la cuadrilla vendría a limpiar la calzada de los pochotes2, como yo la había bautizado, y ahí estaba, en la cocina de la casa esperando que Juan Cop el marido de la Chichí encontrara la llave para abrir la puerta de la cochera. Este Juan Cop era un ancianito encorvado por el peso de los años; no hablaba español porque no quería, se comunicaba con la Chichí en maya. Lo vi de reojo escupiendo a cada rato el jugo del tabaco que mascaba; vestía un pantalón blanco de manta remendado de manera increíble como una obra maestra de crochet, camiseta de algodón y estaba muy limpio y muy digno con su delantal de cotín a rayas azules, su sombrero de paja y sus xanaquehueles3 sujetos por gruesos hilos de henequén; se veía curioso porque esta forma de vestir ya no se acostumbra en los pueblos yucatecos. Ahora la moda es pantalón casual, camiseta con dibujo al frente, chanclas de hule y cachucha de beisbolista.
Al fin, Juan Cop encontró la llave en el interior de un lec4 arrumbado. –Co’ox5– dijo y lo seguí. Llegamos a la cochera y nos dio trabajo abrir el portón por la tierra acumulada durante años en el piso.
Ahí, en el viejo galpón, tapado con podridas lonas que se deshicieron cuando las quitamos para destapar el carruaje, apareció un coche que podía apreciarse en toda su belleza. Era una calandria construida con maderas preciosas, similar a las que hasta ahora se usan en Izamal. Estaba como nueva. El tipo que la preparó para su encierro de años hizo bien su trabajo; revisé toda la madera que estaba cubierta con la grasa que se usaba para la maquinaria henequenera, una grasa amarilla gruesa, sebosa y eterna en el piso del carro. Envueltos con paños de lino podían apreciarse los arreos y las lámparas de latón que funcionaban con carburo. Al fondo, bajo el pescante, en una caja con agujeros para evitar la humedad, se encontraban finas tiras de piel y la capota de la cubierta, Ese día me olvidé de la comida de tan concentrado que estaba con el trabajo de limpiar y armar esta belleza que jalaría el Palomo.
El mecánico terminó su trabajo volviendo a montar el motor del camión International modelo Transtar. Me puse de acuerdo con los compañeros para que llevaran al circo a su destino en Hoctún y me dejaran una Renolita con el remolque para llevar al Palomo jaranero que me acompañaría en esta aventura.
Cuando subí al altillo, dos días antes de la fecha señalada, el corazón me dio un vuelco: La cuadrilla había hecho un estupendo trabajo, la calzada lucía limpia, el muro encalado, las escaleras del fondo y la puerta que comunicaba con el cuarto de doña Margarita limpia y pintada. Los de la brigada habían tendido incluso los rieles de la plataforma junto al muro, como aparecía en las fotos ¡y la iglesita! ….
Por poco me caigo de la impresión: La habían encalado, encontraron entre la maleza la campana y le hicieron la base y ahora lucía en el campanario; por último, le pusieron una cruz de madera en el remate.
No cabía duda. Del pasado surgía esta calzada, con esa capilla en esta hacienda para revivir un paseo de un kilómetro de esta anciana medio chiflada que quería darse este gusto ¿por qué no? – pensé.
Durante las últimas dos semanas, mi forma de pensar fue negativa. Me rebelaba contra el poder del dinero, pensaba que mientras mucha gente pasaba penurias en los pueblos, esta anciana loca tiraba el oro en recrear sus fantasías, pero al ver terminado el trabajo, algo extraño se fue apoderando de mí. Al principio era así como reconocimiento; después tuve una etapa de asombro, pero al final sentí respeto porque algo me decía que aquí, en esta arruinada hacienda henequenera, iba a ocurrir algo que cambiaría mi vida ¿qué era? Lo ignoraba, y como ya me había acostumbrado a la idea, tampoco sentía temor.
Pero, ¿temor a qué, de día y con gente, nosotros cuatro?… Es fácil notar que casi no he hablado de doña Margarita. Pues bien, durante el tiempo que duraron los trabajos de limpieza, ni una vez se asomó de su claustro a ver el avance del trabajo. Ya les dije que la habitación que ocupaba en la hacienda estaba ubicada en el ala derecha. Al centro estaba el imponente frente sostenido por anchas columnas dóricas, imitación de estancia sureña americana; el ala izquierda era la que usaban los dos sirvientes como cocina. El edificio no estaba construido a ras del suelo, sino sobre una plataforma alta, así que la habitación de doña Margarita tenía comunicación con la escalinata de piedra que bordeaba toda la casa, teniendo así acceso a la calzada por el frente y por detrás. Ni siquiera vi su sombra tras de los cristales cuando seguramente andaba curioseando, dado el estruendo que hacía la cuadrilla, ya que usaban sierras ruidosas accionadas por motores de gasolina para cortar los gruesos árboles, ni la humareda que producían al quemar las ramas y hierbas.
En ese momento, y en ese tiempo, yo estaba como afiebrado, excitado por el avance del trabajo y casi ni dormía, mucho menos comía. Días antes, estando en la cocina con la Chichí, me sirvió para comer un frijolazo con puerco, con su cebolla picada con cilantro, su limón, chile seco y tomate cut con sus tortillas de comal. Normalmente me hubiera dado un atracón, pero ese día, cuchareaba los frijolitos sin ganas. La Chichí estaba de pie observándome. De pronto dio la vuelta y se sentó frente a mí.
–Hay cosas que pasan –comenzó– y no se olvidan. Yo estuve con mi marido en la Revolución. Así como lo ves, era terrible este Juan Cop cuando era joven; recuerdo que en Temax durante un combate nació mi único hijo: Diego. ¡Ay Dios! El pobre murió a los ocho años en un accidente de plataforma. Estaba jugando con otros chiquitos y resbaló, cayó en la vía y lo apachurró la bagacera. No sucedió aquí, sino en otra hacienda cercana a Temax que se llama Las Torres. Durante la Revolución, Juanito fue hecho prisionero de los rebeldes y llevado a Dzidzantún; todavía estaba yo débil por el parto, pero como pude, fui a ver al jefe para que lo perdonara. Sea porque le caí bien o por lástima, el joven capitán, jefe de la guarnición, lo dejó libre, no antes de que ordenara le dieran treinta latigazos como castigo, aunque después nos mandó aquí, a la hacienda de su prometida para que tuviéramos dónde vivir; en fin, vinimos y nos establecimos. En esa época la casa principal era un palacio, como lo demostraban sus corredores amplios, sus campos de henequén que se perdían en el horizonte, sus matas de frutas, ganado, abejas… Después de la Revolución había tanto trabajo que el tren de raspa casi no paraba. Le decían tren, porque la raspadora era movida por una máquina de vapor, parecida a la máquina del tren; hasta pitaba igual, piii, piii, piii.
Las casas de nosotros los peones estaban a lo largo de la calzada, ¡ay, Dios! No queda nada, pues eran de barro y techo de paja. Los domingos había misa en la iglesita, y oficiaba el cura del pueblo.
Cuando terminó la revuelta y vino la paz, supimos que la boda del capitán con la ninia Margarita se efectuaría en la iglesita de la hacienda. «Esta foto –señaló una en la que la mujer aludida aparece al pie del carruaje con traje de novia– la tomó hora y media antes un señor de apellido Guerra que vino de Mérida.»
«Antes» –dije– «¿antes de qué?»
–De la noticia, ninio. Al venir el novio en su caballo a la boda, tuvo un accidente. Nadie pudo aclarar cómo pasó, pero cayó del caballo y se fracturó el cráneo, muriendo instantáneamente. El golpe fue tan grande para la niña que tres meses estuvo como muerta en su cama. Pasaron los meses hasta que al fin, después de largas conversaciones con el padre Manuel, empezó a recuperarse, pero en cada aniversario del suceso se ponía su vestido de novia y se pasaba el día llorando en la escalinata de atrás, donde está la calzada, esperando.
–¿Esperando qué?– pregunté curioso.
–Pues yo tampoco lo sabía, pero hace seis meses se entercó en ir a ver a don Mat, el brujo, –se persignó – ¿de veras no has oído hablar de él?
– Bueno. Entonces don Mat le dijo que este año se cumplían cincuenta de aquel suceso; le dijo que el día caería en domingo y que estuviera preparada porque días antes vendría un hombre «que limpiará el camino del pasado, traerá un hermoso caballo blanco con cascabeles para arrastrar el coche y te conducirá a los brazos de tu amado.»
Me pareció ridícula la actitud y la solemnidad con que la Chichí pronunció aquellas palabras; casi reí, pero gracias a Dios no lo hice.
Me levanté de la silla y prendí un cigarro, aspiré el humo con deleite y me despedí de la Chichí diciéndole que tenía que terminar de preparar todo para mañana. Afuera la obscuridad era total; pero el zac–be se veía clarito. Llegué a la Camper y encendí la Coleman. Todo el equipo que iba a utilizar estaba en orden: los arreos y los cascabeles del caballo, mi ropa de domador de los tiempos de Cleofas con bombín de alta copa y el látigo de plata, sin faltar, claro, las altas botas federicas.
Me acosté en la hamaca, un sueño profundo se apoderó de mí, y sólo desperté con la luz del alba. Miré el reloj: Las 5:30. Buen tiempo, me dije, y salí a lavarme la cara y enjaesar al Palomo jaranero para el corto trotecito de un kilómetro que me redituaría más o menos 40 millones que buena falta me hacían, y no pude explicarme porqué, pero me persigné. Si me quedaba algún recelo, éste desapareció cuando, después de preparar el carruaje, enganchar al Palomo y ponerme el traje de montar del difunto domador de Cleofas, entré a la cocina con el látigo y el bombín en las manos, di los buenos días y me senté esperando que me sirvieran. Vi mi reloj: Las 7:20. Tenía treinta minutos para desayunar y para estar diez minutos antes de las 8 al pie de la escalera que veía desde la ventana de la cocina. Junto al fogón, Juan Cop tomaba su chocolate en amplía jícara, muy tranquilo, bastante sereno. Afuera, el sol ya calentaba anunciando un día perfecto, ¿y por qué no? Pensé. Terminé de comer mis huevos motuleños y tomé mi chocolate con deleite. Salí al patio. Tomé las riendas del caballo y lentamente conduje la calesa al pie de la escalinata. Vi la hora: 10 para las 8. Suspiré viendo con recelo el corto tramo que tenía que recorrer para llevar a doña Margarita a la iglesia vacía. Alcé la vista al oír que se abría la puerta del cuarto de la patrona chirriando. Juan Cop asomó curioso a verme y quedó impresionado ante el majestuoso conjunto que formábamos Palomo, la calesa y un servidor.
Salió la Chichí y se detuvo a un lado del umbral con expresión serena, aguardando que saliera su ama; entonces, en medio de un remolino de seda blanca, gasas y azahares, apareció doña Margarita con vestido de novia. Tenía bajado el velo y andaba despacio; me adelanté para ayudarla a subir al pescante del coche, pero antes me puso en la mano otra bolsita de terciopelo llena de centenarios; sin decir palabra subió ágil al estribo y se acomodó en el asiento de la calandria ¡Cuánto hubiera dado por una foto! Pero recordé que ya había sido tomada 50 años atrás.
Subí al pescante, muy digno en mi papel de cochero, sin hablar, esperando órdenes; exactamente a las 8 oí la voz de la señora y me volví a verla: su velo estaba alzado y se veía radiante, bella, con la belleza serena que nos da la felicidad.
–Vamos– dijo simplemente.
Aflojé las riendas al Palomo y éste comenzó a trotar por la calzada con naturalidad, sea por la tensión de los últimos días, o por el reflejo del sol que me daba en los ojos, me dio la impresión de que había gente en la calzada. Me pareció oír que reían y aplaudían. Quiero aclarar que este relato no es de terror, no hay fantasmas en él. Me parece que todo fue producto del viento, de mis nervios y de mi imaginación, nada más. Casi llegamos a la capilla cuando comencé a escuchar música dentro de la iglesia, Pensé que la Chichí había puesto un radio tocacintas de batería con un cassette con la Marcha Nupcial de Medelsson. Detuve el carro y la novia bajó corriendo sin esperar mi ayuda. La música se oía clarita. No distinguía el interior de la pequeña iglesia por el reflejo del sol en mis ojos. Era algo confuso, sombras que se movían y ruido de algo que parecían voces de júbilo; entonces, el viento arreció y la vieja campana comenzó a tañer alegre; fue cuando el Palomo salió disparado relinchando; sentí que se me erizaba el pelo, y como pude, me aferré a las riendas tratando de detener el coche, pero comprendí que era inútil. El caballo enloquecido llegó al final del camino y se arrojó al monte y ahí íbamos, dando tumbos, tirando matas, despejando ramas hasta que llegamos a una vieja albarrada donde el animal se estrelló volcando el coche. No recuerdo cuánto tiempo estuve tirado inconsciente, pero al fin reaccioné y como pude me acerque al caballo y lo que quedaba del carruaje: El pobre animal estaba tirado de costado con sangre en los ijares y espuma en los belfos; sus ojos quedaron muy abiertos; sacudí la cabeza buscando una explicación racional que justificara el desastre ¿sería una víbora? Mi cerebro no admitía ningún misterio. Antes de volver a la iglesia, le quité los cascabeles de plata al caballo, recogí el látigo que estaba incrustado a un lado del pescante y volví al camino siguiendo la brecha que abriera el animal en su loco recorrido. Al llegar al camino vi gente en la puerta de la capilla; el corazón me dio un vuelco de susto. Entonces distinguí a la Chichí y a su marido Juan Cop hablando con un sujeto gordo de guayabera rosada que, después supe, era el presidente municipal del pueblo. Me tranquilicé y me acerqué despacio mientras el grupito se me quedaba viendo.
–¿Qué pasó?– preguntó el gordo.
Una víbora asustó al caballo, ¿está bien doña Margarita?
Está muerta –contestó– le falló el corazón.
–¿Puedo verla?– Me oí decirle. Por el camino del pueblo apareció una vieja Guayín gris de la funeraria.
–Pero no tardes– señaló el gordo haciéndose a un lado para que yo pasara.
Entré a la capilla y pude darme cuenta de una cosa: la restauración era sólo exterior, adentro se veía sucio y abandonado; junto a lo que debía haber sido el altar, telas blancas se amontonaban en el suelo. Levanté lo que parecía el velo. La cara de la novia se notaba serena, casi dulce. Ni siquiera la muerte la había alterado. Me persigné. No se veía ningún radio; subí los escalones del campanario. La campana no estaba colgada, sino simplemente asentada en un borde. Bajé y me hice a un lado al entrar los empleados de la funeraria; venían con una camilla, acomodaron a la novia y salieron. Se fueron todos. Lentamente, arrastrando los pies, comencé a caminar por la calzada y entonces volví a oír la música, ¡la música! Han pasado los años y todos los días la oigo ¿no la oyen ustedes?
¿No oyen la música?…
Miguel Caamal
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1 Tamo: Bagazo de sosquil.
2 Pochote: Ceiba, árbol
3 Xanaquehueles: Zapatos de cuero, sandalias hechas de henequén o de cuero de venado. Se atan al pie con una cuerda que se pone entre los dedos y se amarra detrás del talón.
4 Lec: Palabra de origen maya. Se trata de una calabaza de regular tamaño, a lo que se le hace un corte circular en la parte superior y que sirve para guardar y mantener calientes las tortillas. Se cubre con un paño limpio, por lo general bordado, y se tapa finalmente con la porción separada de la propia calabaza.
5 Co’ox: Vamos
6 Zac-bé: Camino blanco
Continuará la próxima semana…