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– CLEOFAS EL LEON –
cuento
–¡Don Simón, don Simón!–. Los golpes en la puerta arreciaban. Me tapé la cara con la sábana y me envolví en la hamaca: ¡Nada! Los golpes continuaban–. ¡Despierte, don Simón! – Gritaba Rabanito, el payaso del circo. –Voy– dije, y me levanté sin ganas de abrir.
– ¿Qué pasa? ¿Por qué tanto escándalo?
–Cleofas tiene hambre…
–¿Cómo? Pero si comió hace poco…
–Pues tiene hambre,– remachó Rabanito. Proferí una maldición y salí del vehículo Camper, aporreando la puerta. De mala gana me dirigí a la jaula de Cleofas, nuestro león, seguido por el payaso.
– ¿Qué diablos pasa contigo?– grité al león. Como si me entendiera, Cleofas gruñó bajito, y luego volvió a hacerlo subiendo el volumen.
– Cálmate– dije –. Cálmate un poco, ahora veo qué tenemos. No grites, ¿sí?
Abrí la vieja nevera de hielo y saqué la carne que teníamos para la comida de mañana; la sostuve con las manos mientras la miraba con tristeza –como despidiéndome de ella con sentimiento– y la arrojé a la jaula de Cleofas.
El león se acercó a la carne y me pareció que sonreía satisfecho. ¡Viejo bribón –pensé– chantajista, hijo de la mala madre! Seguí viendo cómo sus poderosas mandíbulas trituraban y engullían nuestra comida; ni modo, pensé, mañana tendremos que comer de nuevo frijolitos con arroz. Bajé los brazos y me volví; ahí estaban resignados Rabanito, don Xix el mago y el resto del personal del «Circo Internacional», mi flamante circo; bueno, reconozco que a veces, cuando la depresión se abate sobre mí, lo veo como un montón de viejas maderas, remendadas lonas y reumáticos vehículos, tan viejos que era un problema encontrar refacciones para ellos.
Verán ustedes, teníamos un enorme camión Internacional, cuya marca dio origen al nombre del Circo, dos camionetas Renault 4 (tipo globito, nuestro mejor carro), una Guayín Chevrolet modelo 60 (gringa legalizada que compramos en Chetumal) y tres carros más, sin marca legal, como consecuencia de los numerosos injertos a que fueron sometidos. Claro, todo esto sin contar la jaula de la estrella del circo: el gran Cleofas, el león africano. Mientras atravesaba la pista rumbo a mi carro, vi la hora en el viejo reloj del Ayuntamiento.
Las 3 de la mañana. Sonreí, pensando en el viejo marrullero de Cleofas. Teníamos instalado el circo junto a la iglesia del pueblo de Muna, en la calle ancha que bordea el parque, detrás del mercado. Digo «viejo marrullero» porque este numerito lo había hecho en el pasado. Verán, comía como huérfano en la tarde y en la madrugada; cuando todos dormían, comenzaba a rugir bajito, gradualmente aumentaba el sonido y, si no le hacíamos caso, pegaba un rugido salvaje que hacía orinar a los perros y defecar a los gatos, junto con las mentadas de madre que todo el pueblo nos dedicaba. Suspiré mientras me acomodaba en mi hamaca, pensando en aquel día no muy lejano en que alguien me dijo, cuando trabajaba en la oficina en Mérida, que me buscaban.
–¿Usted es don Simón?– preguntó viéndome receloso aquel chaparrito.
–Para servirle– dije sin ganas.
Tomó aire y dijo: «Vine a comunicarle que murió su tío, el gran Derek.»
– Está usted equivocado, no tengo ningún familiar que se llame así.
Se me quedó viendo y sonrió.
–Perdone, estoy nervioso, su tío Isauro el cirquero–. Escarbé en mi memoria; mi madre, que Dios tenga en su gloria, tenía un hermano llamado Isauro; no se me olvida por el nombrecito. Decía de él cuando lo recordaba: ‘Tu tío Isauro es la oveja negra de la familia; abandonó los estudios de medicina y se fue tras una cirquera. Ahora anda de payaso en un circo de mala muerte que recorre los pueblos de la Península en sus actividades “artísticas”’. Esto lo decía en tono burlón. Jamás tuve el gusto de conocer en persona a mi tío.
Pasaron los años, estudié para contador en la Marden y hacía cinco años que formaba parte de la planta de empleados en esa oficina del Gobierno, empleo aburrido con un escalafón tan alto, que era más fácil que me saliera otra mano que ascender en este corrupto conglomerado de lambiscones arribistas.
Por eso, cuando recibí el anuncio de Rabanito de que mi tío me dejaba el circo, me aferré a esa idea como a un clavo ardiente. Recuerdo que pensé: «Ahora sí, viajes, mujeres bellas, tragos a discreción. Sin embargo, un pensamiento negativo me asaltó. Chin –me dije–, debe ser un cirquito de mala muerte (porque la mera verdad, cuando oí el nombre, me imaginé algo así como el Atayde o de perdido el Unión).»
Así que, con cautela, temiendo lo peor, pregunté a Rabanito sobre las condiciones de mi recién heredado circo:
–Tenemos ocho carros, seis Campers, equipo de sonido Ranson, 250 sillas para la pista, lonas nuevas, taquilla y hasta un león africano.
Se me cayó la baba: ¡Un león, un león! –repetí –. Oye, ¿No será de los que regalaron del Centenario?– Negó con la cabeza. – Um, um – masculló– sin transas, con papeles en regla.
Convencido, renuncié a mi chamba oscura de burócrata y fui con el notario a recibir los documentos de mi circo. Bien preparado, no sufrí decepción alguna al verlo por vez primera. Estaba instalado en Tekax, al pie del cerro que va a la Ermita. Me pareció, si no grande, por lo menos aceptable. Después de la función fui presentado a todos por Rabanito; me dieron las llaves del camión, la Camper de aluminio y las cuentas de efectivo en dinero. Pensé que ya la había hecho; mandé a buscar unos garrafones de huaro, y el día nos sorprendió celebrando. Y ahí estaba yo, en aquel mi primer día de cirquero, durmiendo sabrosamente en brazos de Baco y de Morfeo cuando un rugido hizo temblar la camioneta. Salté y corrí medio desnudo y me golpeé la cabeza en el techo, como consecuencia del brinco que di.
Oí la voz de Rabanito diciéndome: – Don Simón, Cleofas tiene hambre–. Esta frase la oiría de aquí en adelante con una frecuencia aterradora, porque el bendito león comía todo el santo día sin llenarse y, aunque me hiciera el desentendido, poco a poco se fue convirtiendo en una obsesión. Mis preocupaciones por tenerlo lleno –cosa que pocas veces lograba– me llevaban al histerismo. Llegábamos, por ejemplo, a un pueblo cualquiera y, antes de desempacar y armar el circo, todos nos movilizábamos para conseguir perros, gatos o cualquier animal comestible, hasta zorros e iguanos; lo que fuese con tal de tener la enorme nevera de madera con una buena provisión de carne para Cleofas; así que resolví sacarle algo de provecho al león comilón. ¿Ya les conté que su domador había muerto meses atrás?
¿No? bueno, pues así fue. El domador de Cleofas, un campechano flaco como un fideo, murió ahogado en un cenote de Cuzamá y desde entonces el gordo león estaba de vacaciones. Un día, al calor de la cerveza yucateca que pega como patada de burro, platicaba con don Xix, el mago del circo, quien me animó a ocupar el lugar del ahogado.
– Ta fácil maistro– me dijo el taimado mago–. Facilito, sólo debes tener un poco de valor; mira –continuó– «El Chombo», el antiguo domador, dejó todas sus pertenencias en un baúl que tiene guardado Rabanito. Un hermoso traje de montar, botas federicas, bombín y un látigo de empuñadura de plata; pídeselas, practica los latigazos, que chasqueen, y yo te enseñaré el secreto del campechano.
Así pues, animado a emprender mi carrera artística, practiqué día y noche con el látigo. Llegué a dominarlo tanto, que podía quitarle los calzoncitos de las nalgas a una mosca a cuatro metros de distancia y con los ojos cerrados; aparte de esto, comencé a tener más contacto con el viejo león. Le daba su carne en charola y me quedaba conversando con él para que se acostumbrara a mi presencia, sobre todo a mi voz. El taimado león se dejaba querer, y llegó un día en que dejó que le rascara la espalda mientras ronroneaba de placer como gato.
«¡Ya la hice!» –pensé equivocadamente. Un día que descansábamos, envalentonado por el xtabentún1, me puse el flamante uniforme de domador y entré a la jaula bien pedo, restallando el látigo en actitud desafiante. Iba confiado y el león me dejó hacer, pero me descuidé y me pegó un susto al bajarse del taburete y venir hacia mí sin prisas y gruñendo bajito; sentí que las corvas me temblaban y algo caliente resbalaba por mis piernas. –Quieto, Cleofas– gritaba con voz chillona, pero el león avanzaba. Cautelosamente, me acerqué a la puerta de la jaula. –No tenga miedo –dijo don Xix–. Seguramente quiere hacerle un cariño–. Por si las dudas, destrabé el cerrojo, alcé la silla para protegerme y entonces Cleofas, como quien no quiere la cosa, tiró un zarpazo que la hizo astillas. Apenas pude salir antes de que se aporreara en la reja. Quedé ahí, con mucho miedo y con el corazón brincando; juraría que desde aquel día me quedó blanco el pelo. Entonces pensé: ¿Ahora qué hago? Ya había perdido tres meses de entrenamiento. Todos en el circo sabían que mi debut sería en Panabá. Así que tuve una reunión etílica de emergencia con el mago don Xix y el payaso Rabanito.
–Dije que le confiaría un secreto– señaló el mago Xix, muerto de risa –. Venga por acá. Entró a su camioneta y sacó un rollo de cordel de seda. Fuimos tras la jaula donde Cleofas dormía y con habilidad casi mágica hizo un lazo; con ayuda de una varita enlazó los testículos de Cleofas, dejó un tramo holgado y anudó la punta del cordel al barrote.
– Ahora sí– dijo –fíjese–. Entró a la jaula con soltura aporreando la reja. Cleofas abrió un ojo, divisó al intruso y perezosamente se levantó gruñendo bajito; el mago apuró un trago largo de xtabentún. –¡Já!– dijo como si estuviera en el ruedo con un toro. El león quedó sorprendido de la osadía de aquel intruso, al fin reaccionó e hizo un movimiento brusco; el cordel se puso tenso y el rugido se apagó al instante.
– Quieto, cabrón león– dijo don Xix. Cleofas se quedó como si estuviera en la doctrina, y tan silencioso como el más aplicado de la clase.
–¿Cómo la ve don Simón? Hay dos cosas: O se está quieto o cambia de sexo, ¡jajaja!
Y es así como debuté en Panabá como domador de leones con el nombre artístico de «Simón Safari y sus Leones Africanos». El único león era Cleofas, pero yo argumentaba que valía por cuatro. El éxito fue grande por una corta temporada, hasta que tanta confianza me perdió; un día, meses después, el famoso hilito de seda se reventó y Cleofas me dio un revolcón de poca madre que me tuvo hospitalizado dos meses. Sé que no quiso matarme, en honor a la verdad, sino sólo asustarme, ¡mare2!, pues lo consiguió. Al volver al circo las cosas ya no fueron como antes. Compré una pistola calibre 22 y cada vez que estaba pedo, que era diario, quería matar al león. Sacaba la pistola y comenzaba a dispararle con el susto de mis compañeros al principio, pero después se acostumbraron y, pasado el tiempo, ya todos lo tomaban como un acto más del circo.
–»Simón Safari el Cazador y el León Cleofas»–decían en tono de burla. Las cosas quizás hubieran pasado a más si no es que un día llegamos a Calotmul, pueblo cercano a Tizimín. Dos cosas importantes sucedieron en ese día: una, vino a contratarme un señor del pueblo para llevar a botar un caballo que se le había muerto. Insistía y yo me daba a rogar hasta que al fin llegamos a un arreglo: me pagaría 150,000.00 pesos antiguos, Tomé el dinero, nos subimos al camión y fuimos por el caballo. Sucedió que el viejo lo usaba para su carreta y esa mañana el caballo murió en el mercado. La autoridad le dio un plazo de seis horas para botarlo o, en caso contrario, le cobrarían $300,000 por el servicio, así que yéndome a ver se ahorraba la mitad. Me ayudaron a subir el caballo al camión, pasé a la fábrica de hielo por dos marquetas y, llegando al circo, destazamos al animal. Estaba fresco y calculé que con este caballo tendría Cleofas para dos semanas de comida. Nos reunimos bajo una mata de jícara que estaba en un xtokoy frente al circo y mandé por una garrafa de holcazím –sabroso licor de caña brava– y dos cajas de Coca–Cola. El hielo para los jaiboles ya lo teníamos, ¿se puede pedir más? Y ahí estábamos, felices de la vida, sentados en grandes piedras bajo la mata de jícara jaiboleando, y fue entonces cuando sucedió el segundo milagro (creo que el buen Dios al fin oyó mis ruegos para deshacerme de Cleofas), porque se detuvo una camioneta y un ranchero se bajó de ella y vino al grupo preguntando por el jefe. Todos me señalaron.
–¿En qué le puedo servir? –pregunté cauteloso, porque me choca que alguien me moleste cuando estoy libando.
Aquel carraspeó, me vio fijo y dijo: sólo quería preguntarle si no vende el león–. Pues depende –contesté despacio empezando a examinarlo.
Era el clásico vaquero del oriente de Yucatán, con su sombrero tipo tejano comprado en Bécal probablemente, un jipi–, con sus botas Cananea de la fábrica de Mérida y su pantalón de mezclilla de vaquero y camisa –a cuadros– hecha en Motul. Suspiré mientras veía de reojo al vaquero y recordaba mi calvario por deshacerme de Cleofas. Incluso se lo había ofrecido al «Zoológico de la Reina» en Tizimín, pero se rieron de mí.
–¿Un león? No, gracias, tenemos seis y no sabemos qué hacer con ellos– dijeron en el zoológico. Cuando me retiraba oí claramente que alguien le decía a otra persona: –¿Oíste? Con lo que come un cabrón león, ni regalado, este guevón nos quiere agarrar de pendejos– y rieron.
–Aquí le dejo la tarjeta de mi patrón, don Esteban Chejín– dijo el ranchero dándome una tarjetita donde abajo del nombre decía: «Rancho La Chingada D.C. Tizimín, Yucatán, México». –¿Es broma?– pregunté, pero mi interlocutor negó con la cabeza. –Verá– dijo–: hace veinticinco años, cuando mi patrón comenzó a fomentar el rancho, todos sus conocidos le decían: «Tu rancho está allá, en casa de la chingada» y se le quedó el nombrecito. Claro que cuando competimos en exhibiciones de ganado fino en los palenques – Charolais, Indobrasil o Brahmán –, sólo ponen ganado de Chejín, pero todos los ganaderos saben que son de La Chingada.
Negué con la cabeza mientras tomaba un trago. Ya le había ofrecido de la bebida, pero el visitante se negó: –No bebo– dijo simplemente–. No, no, no–. No pregunté si era broma el nombre del rancho del señor Chejín por no haber oído hablar de La Chingada, sino porque me interesó la posibilidad de vender al león.
–No es broma–. Me dio la mano y antes de despedirse añadió: :Si se anima, me dijo el patrón que le espera mañana en el rancho a las 11 de la mañana ¿vale? –¡Vale!– grité eufórico apenas se alejó por el camino, y pegué un grito de alegría brincando como chango marango.
–Ahora sí, muchachos, mañana temprano me voy a La Chingada y venderé a Cleofas –iiii ja jay– contagiados de mi alegría, todos brincaban y bailaban. Al otro día por poco no me levanto por la crudota, pero perro viejo en estos trances, me tragué cuarto litro de caña pura con dos Alka–seltzers; fui al cenote del pueblo y me di un chapuzón en sus heladas aguas; después me tomé un desayuno de morcilla caliente con su tomate kut, su chile habanero asado y sus tortillas calientitas. Luego me dirigí al rancho La Chingada para tratar de vender a Cleofas. Primero me dije: ‘¡Lo que me den por él!’ Pero luego la ambición se fue apoderando de mí: «Vende cuando te compren y compra cuando te vendan». Así me decía mi abuelito para introducirme en los sinuosos caminos del comercio. Y ahí estaba, parado en la enorme sala del rancho situado rumbo a la costa, entre Tizimín y Punta Arena; el circo estaba instalado cerca, en Calotmul, y esto me permitió llegar con rapidez.
¡Maare! De veras que está bien grande este rancho. Sólo del portón de entrada hasta la casa me tardé casi media hora con la Guayincita Renol – 4. Fue por una avenida ancha y bien construida que, después supe, también sirve de pista de aterrizaje. La casa, enorme construcción de tres niveles, tenía a los lados torres de microondas, antenas parabólicas, planta de luz propia, planta de agua potable y aire acondicionado en todas sus estancias. Formando escuadra, estaban las casas de los vaqueros y sus familias con todos los servicios, incluidos cable de televisión. Adosados a los costados, corredores amplios que servían de cochera a los vehículos del rancho con carros de lujo del año, dos helicópteros Bell–Z18, avión ejecutivo Sabre Liner de 28 plazas y un pequeño Turbo Pilatos F–3. Por el norte, las trancas de los corrales donde estaba el ganado de registro formaba una hilera que se perdía en el horizonte; la parte de atrás de la casa era el remate de una plantación de mangos Manila que parecía no tener fin. Estaba contemplando el tigre disecado que en actitud feroz parecía a punto de lanzarse sobre mí, cuando llegó don Esteban. Usaba pantalón vaquero, camiseta de algodón y chanclas japonesas; chaparrito y semicalvo, en lugar de pistola traía al cinto un teléfono celular.
–Siéntese amigo, está en su casa– ¿algo de beber? – ¿Una cervecita? –insinué–. Se dirigió a la barra bien surtida que tenía a un lado un televisor alargado de 70″ Sony Black–Trinitrón de alta definición. ¿Marca? preguntó mientras tenía abierto el refrigerador –cualquiera – dije confuso. Me dio una lata larga que contenía medio litro de cerveza japonesa Saporo. Está de moda, comentó risueño –los japoneses copian todo y lo hacen muy bien, ya hay hasta tequila japonés; no me extrañaría que cualquier día comiencen a fabricar xtabentún.
Al fin dijo así nomás: –¿Cuánto quiere por el león? En estas cosas no hay que precipitarse, pensé. La cerveza japonesa terminó de aclararme el cerebro. – No es el dinero–me oí decir– ¡es algo más!… y quedé pensativo. Don Esteban esperó. –¿Otra cervecita? –dijo–. Sale– contesté distraído. Al fin las ruedecillas de mi cerebro alcanzaron velocidad de crucero. –Verá usted, señor Chejín: primero quisiera saber para qué quiere a Cleofas. –¿Cleofas?– El león se llama Cleofas ¿sabe?. Sucede que le tengo un cariño especial, yo… se me quedó mirando con esa sonrisa suya media burlona. Suspiré con fastidio; estaba tratando chapuceramente de jugar un juego cuyo inventor era el turco. La inspiración vino a mí como un relámpago y me oí decir: – Dejaré que usted ponga el precio. –¿Deveras?– contestó; me pareció ver que se animaba y me sentí satisfecho de mi astucia. Y es así como, tres chevas orientales después, cerramos el trato. Por el león me dieron cuatro millones en efectivo y un hermoso caballo blanco para el circo. Para mi sorpresa, don Esteban oprimió un timbre y ordenó se me diera una caja con una ristra de cascabeles españoles de plata, alzó uno y lo sacudió escuchándose el sonido argentino por toda la casa. –Amigo, ese caballo vale por sí mismo más que su león, pero me ganó usted al dejarme poner el precio. Estos cascabeles son del caballo, se llama Palomo y es bien jaranero, ya lo verá cuando lo lleve a las vaquerías.
Tomé la cajita, feliz por el trato. –Ahora le voy a decir para qué quiero a su león–. Volteó a ver –. ¿Ya vio al tigre?– Asentí. «Ocho reses se comió el cabrón. Nos acercamos al tigre, ¡Jesús! –pensé– no me imaginaba que en Yucatán existieran tigres tan grandes. –¿Quién se lo disecó?– pregunté, mientras lo revisaba por todos lados, buscando el agujero donde había recibido el balazo.
–Yo mero. En mi juventud tuve una curtidora de pieles. Desde esa época aprendí el uso del tanino para curtirlas; así las cosas, un operario viejo de Campeche me enseñó a disecar animales y me gustó; es mi pasatiempo y me apasiona. ¿Ve al tigre? Ya se habrá dado cuenta de que no tiene herida alguna, y le diré por qué: Cuando comenzó a llevarse las reses ofrecí una recompensa por él, pero lo quería entero y sin rasguños; entonces vino Rubén Chí, el mejor montero de Tizimín. ¿Lo conoce? –Negué con la cabeza–. Rubén, –le dije– te doy tres millones si me traes ese tigre sin ningún rasguño. ¿Crees que ni siquiera parpadeó? Hecho –dijo– y seis días después trajo al tigre en una parihuela de bajareques arrastrado por una mula ciega a través de la montaña. Ahí lo tiene patrón –exclamó cuando llegó a la puerta de la casa–. Enterito, puede revisarlo.
Lo revisé y no le encontré ninguna herida. –Un millón más si me dices cómo le hiciste.
–Patrón, no le voy a cobrar más, pero ya que es usté generoso, le pediré una mula para reponer la mía que tuve que cegar pa’ traer al animal. No fue nada del otro mundo: Localicé en la montaña los restos de la última res que se llevó, en la horqueta de una mata de bojón, así que primero busqué un zorrillo, me quité la ropa y luego hice que el animalito me huixara3 pa’ borrar el olor a cristiano; luego cavé un hoyo en la tierra, mero enfrente del bojón y me enterré con el fusil preparado. Así estuve casi dos días; al fin vino el tigre a comer. Venía oliendo todo. Desconfiaba, pero al no encontrar nada extraño, comió con ganas. Abajo yo lo estaba xocheando; cuando se llenó, se paró ronroneando como gato en la horqueta, alzó la cola y comenzó a defecar. Levanté con calma el fusil y le apunté, y antes que terminara de obrar le metí una bala por el fundillo, que le partió el corazón y le salió por el hocico.
–Carajo, me lo dijo así en forma tan sencilla que por un rato no sabía si reír, como si fuera una broma o aplaudir por la hazaña de Rubén Chí.
Don Esteban guardó silencio, me tomé el resto de la cerveza y negué cuando me ofreció otra. –Con una más ya no voy a poder manejar –dije–. Ahora sé por qué los japoneses tienen ojos de alcancía– . Prometí traer a Cleofas al otro día y cerramos el trato. Fue así como Cleofas, viejo león de circo pobre, comedor de perros y gatos pueblerinos con un destino incierto, pasó a la inmortalidad gracias a don Esteban Chejín, dueño del mejor rancho al oriente de la bella Mérida, y taxidermista que vio cumplido su sueño de disecar un león africano. Tiempo después, cuando el circo llegó a Río Lagartos, vine a ver a Cleofas y la verdad es que me impresionó. Parecía saltar, con las garras delanteras al aire, con su espesa melena negra bien arregladita y sus ojos de canica que parecían reales, Don Esteban es un buen taxidermista. Hizo un bello trabajo: Ese león parece tan vivo, que juraría que hasta pulgas tiene.
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1 Xtabentún: Licor de flores.
2 Mare: Expresión muy yucateca que significa admiración por algún suceso.
3 Huixara: Palabra maya que significa orinara.
Miguel Caamal
–Continuará la próxima semana…