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En espera de la primavera y de la vacuna

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Perspectiva – Desde Canadá

XXXV

Entre las múltiples cosas que la pandemia me ha impedido realizar en este país, conocer las grandes ciudades tal vez sea una de las más agravantes.

Si he de estar estacionado, sin poder regresar a mi ciudad y a los míos por un tiempo, mis deseos de conocer los lugares de origen de los personajes de la historia (muy joven) de Canadá, después de leer las circunstancias que los rodearon, adquirieron mayor importancia.

Sin embargo, inicialmente la movilidad fue restringida únicamente a dentro de la misma provincia y, por lo tanto, ir a la vecina provincia de Quebec, a la ciudad de Montreal, fue imposible; a continuación, la segunda ola del Covid-19 volvió a limitar el desplazamiento, y ahora una tercera se ha encargado de estacionarme una vez más, ahora por seis semanas.

Como alternativa a esos deseados viajes a ciudades mayores, antes de este tercer “encierro” (que eso es un “lockdown” que obliga a quedarse en casa y únicamente salir por víveres, a trabajar, o a recibir atención médica), decidí revisar en redes sociales los eventos en los pueblos cercanos a Long Sault.

Así fue como di con el tianguis de Monkland, el festival de Merrickville-Wolford, el molino de viento de Prescott, el mercado de granjeros y su exposición en Ottawa, entre otros.

Hace dos fines de semana, curioseando entre los eventos, di con el mayor tianguis de libros de medio uso que he encontrado en los alrededores, en el centro comunitario de Lochiel, uno de los suburbios de la ciudad de Alexandria.

Al trasladarme y conocer nuevos lugares, interactuar –aunque de manera limitada– con los asistentes/lugareños, mis pupilas se llenan con el paisaje y la imponente presencia de la Naturaleza en este país, sin importar la dirección en la que dirija la mirada.

Para este nativo de los trópicos, acostumbrado a la selva baja y a la jungla de asfalto en que hemos convertido Mérida, observar y estar en bosques llenos de coníferas, arroyuelos, con condiciones climáticas significativamente diferentes, es una constante, bienvenida y agradecida, sorpresa.

Ahora que el Señor Invierno se apresta a retirarse –aunque esta semana, la tercera de abril, nos dejará una capa de nieve, en señal de que no desea irse aún– el paisaje gris de los últimos meses comienza a cambiar de color, la grama a los lados de la carretera muestra salvajes tonos verduzcos.

En el sendero por el que corro, tímidas plantas surgen debajo de la capa de humus, coloreando el paisaje, mientras los brotes comienzan a llenar las ramas de los árboles.

En donde es más evidente la llegada de la primavera acaso sea en los silbidos de las aves, que desde las 4:30 a.m. llenan el ambiente, en una celebración llena de algarabía, anticipando el primer rayo solar del día.

Pero el bicho, el traicionero y reacio bicho que nos acompaña desde hace ya más de un año continúa al acecho, contabilizando contagios, incrementando fallecidos.

Pudiera pensarse que Canadá, considerado como país de Primer Mundo, estaría a la vanguardia de todo. Con el tiempo que llevo aquí, puedo afirmar que “hay de todo”, queriendo decir con ello que algunos nativos se comportan igual o peor que algunos ejemplares retrógrados de nuestro querido México.

Aquí también algunos tiran basura a la vera de las carreteras y en las calles; aquí también a muchos les vale una pura y dos con sal lo que pase con su prójimo siempre y cuando no les afecte.

El peor ejemplo de esto último lo atestigüé hace un par de fines de semana, justamente el sábado inmediatamente posterior al anuncio del tercer “encierro obligatorio”. Esta medida buscaba que únicamente se saliera de las casas para actividades esenciales: comprar víveres, ir a la farmacia, dirigirse al trabajo (siempre y cuando no pudiera efectuarse remotamente), asistir a las citas de vacunación.

Me sorprendió esa mañana, camino al supermercado, que en las calles hubiera un alto número de jóvenes imberbes cuya edad supuse menor a los dieciocho años.

Habían salido a gozar de la “ola de calor” de ese día: 22⁰C.

Lo sorprendente no era verlos en manada, sino que en cada grupo de al menos cinco integrantes en la calle únicamente uno llevaba puesto un cubrebocas. En otros grupos nadie la portaba.

Todos salían de un solo destino: un golfito que, a juzgar por la carretada de gente en las calles, estaba óptudimóder.

Todo lo anterior, insisto, en pleno “encierro obligatorio”.

Justo a esto me refiero cuando digo que muy de Primer Mundo, pues como que no siempre.

Las vacunas a los mayores de sesenta años ya están asignadas en Ontario. El siguiente escalafón de candidatos a vacunación, fuera por lustro o por década, ya me incluye. Entonces un poco de la inseguridad asociada al desgraciado bicho (aclaro que no hablo del pejidente, que ese amerita una colaboración próxima) se irá.

Desde esta perspectiva, nada nos cuesta ser un poco más cuidadosos en estos tiempos: por nuestra salud y por la de los demás. ¡Cuidémonos!

S. Alvarado D.

sergio.alvarado.diaz@hotmail.com

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