Letras
XII
Era aún de madrugada cuando abordamos un coche de caballo con rumbo a la estación central del ferrocarril. Los cascos del animal a medio galope sobre el pavimento sonaban como timbales de metal y las herraduras encendían luciérnagas en la obscuridad.
El pobre caballo, más flaco que Rocinante, apenas podía tirar del carruaje con la pesada carga de los ocho de la familia, además de las mochilas con la ropa y los trastos para servir la comida, sin que faltara la bacinilla.
Después de un buen rato de clap clap sobre el silencio de los adoquines, al fin llegamos a la estación. La gente se arremolinaba en la taquilla para comprar los boletos del tren próximo a partir con rumbo a Progreso.
El tren iba atiborrado de gente. Seis u ocho vagones arrastraba la locomotora de vapor con mucho trabajo, como el caballito de la madrugada. Las plataformas de los vagones estaban repletas y algunos pasajeros colgaban de los pescantes. No importaba, pronto las espumosas olas y la brisa marina compensarían la gran aventura de una hora y media de viaje en el tren al cercano puerto.
El silbato de la locomotora anunció la llegada, el ferrocarril se detuvo en el andén y como un enjambre de abejas la gente descendió de los vagones y de prisa, muy de prisa, caminando, corriendo, casi volando, adultos, niños y viejos se dirigieron hacia los primeros arcos del muelle nuevo, que entonces sí lo era, para pasar el día. Los que no alcanzaron lugar improvisaron con palos y cobertores sombras en la playa o se refugiaban debajo de alguna ocasional palmera.
Las madres desnudaban a sus pequeños y les ponían las calzoneras. Los adultos instalaron biombos provisionales con sábanas para cambiarse. Algunos iban ya preparados para el refrescante baño de mar. De algún modo se colgaban hamacas entre las columnas de los arcos.
Los niños en la orilla entraban y salían del mar, las olas jugaban con ellos al pesca-pesca. Sus madres no les quitaban los ojos de encima.
El padre fue al mercado, compró dos o tres kilos de pescado frito que le sirvieron con frijol kabax, con suficiente cebolla roja curtida, tortillas calientes y frutas abundantes del verano.
Después de tres horas de baño, el hambre reclamaba el alimento. Bajo la sombra de los arcos, sobre un mantel bordado de palmeras y flores, tendido sobre la arena, se sirvió el banquete. La Sidra Pino, la cebada perla, la horchata, facilitaba la deglución de los bocados. El ventero de dulces hacía su agosto: merengues, pulpa de tamarindo, coco negro, mazapanes, zapotitos. ¡Qué dulces aquellos de ayer, de hoy y de siempre!
Los niños se escaparon para volver al mar, pero el padre los regresó, no debían hacerlo hasta después de tres horas… ‘la digestión’ sentenciaba. Pero, al fin y al cabo, los pequeños pronto se salían con lo suyo: chapotear en la orilla, con las olas crecidas pintadas por el sol crepuscular.
A las cinco de la tarde de nuevo al tren, el regreso a Mérida… hasta el próximo domingo…
Sin embargo, algunas familias pernoctaban por uno o dos días más en el siempre popular “Hotel Muelle de Progreso”.
César Ramón González Rosado
Continuará la próxima semana…