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En el cuerpo de otro

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Aída López

Trabajar en el Museo de Cera era algo que siempre soñé de niño. No soy supersticioso, así que no dudé en emplearme como velador a pesar de que nadie permanecía en el puesto. Decían cosas, como que las figuras se movían cuando nadie las veía, o asustaban, incluso hubo quien dijo que alguna de ellas intentó estrangularlo. Drácula, El Zorro, El Doctor Frankenstein, La Llorona, Chucky el Muñeco Diabólico, La Mujer Vampiro, La Dama de Negro, entre otros, habitaban la construcción del siglo XVII que una vez sirvió de hospital para sifilíticos.

Durante mis vacaciones en la universidad, me quedaba horas extras en el trabajo. Era la oportunidad para practicar el inglés y francés de la prepa. Llegaban visitantes de todas partes del mundo a admirar el arte escultórico capaz de moldear la cera en personajes idénticos a los reales, confeccionar sus vestuarios, los accesorios; pero lo más impactante era el alma en las miradas inertes: la esencia.

En la bitácora de visitantes siempre escribían que el museo necesitaba a Jack el Destripador. Llegó a ser tanta la insistencia, que el encargado solicitó la elaboración de la figura.

Pasarían cerca de dos meses para que Jack quedara listo. Insistí en estar presente durante la creación del personaje. El escultor me advirtió que a veces trabajaría de día, y otras de noche, según se fuera necesitando, ya que eran varios pasos a seguir. Me ofrecí de ayudante, la ceroplástica me inquietaba.

La primera encomienda fue buscar imágenes de la cara del Destripador, esto para hacer el rostro en plastilina, y entonces proceder con la elaboración del molde de yeso que contendría la cera. Posterior se ataviaría con el vestuario habitual el cuerpo de alambre; los accesorios eran importantes para hacerlo más real. Adentrarse en el personaje ayuda a imprimirle alma a la cera, sentenció el artista.

Las noches que no conciliaba el sueño, investigaba por Internet la fatídica historia de Jack y todos los mitos en torno a su leyenda. Terror de las prostitutas de los barrios bajos de Londres, inspiró al compositor Alban Berg para escribir la ópera Lulú. Mientras cuajaba el rostro decimonónico, observaba cómo el amasijo de plastilina iba tomando la forma afilada de las facciones. A riesgo de enojo del escultor, no pude evitar tocarlo para moldear. Sentía fascinación al acomodar la cera, dándole forma y vida, como si mis dedos en este acto pudieran revelarme las siniestras ideas que una vez desataron el terror en Whitechapel.

Jack se fue convirtiendo en una obsesión. Alguna vez iría yo al barrio donde estranguló, degolló cortando la carótida, y destripó a todas las mujeres que le recordaban a su madre. Retroceder en el tiempo doscientos años, caminar por las lúgubres calles lluviosas de Londres, entre paredes sombrías donde se reflejaron los atroces asesinatos en serie, me despertaba nauseabundo morbo.

Durante el proceso, el escultor me permitió cubrir el rostro de plastilina con el yeso, luego a vaciar la cera y, por último, tuve el privilegio de insertarle el cabello, las pestañas, las cejas y el bigote, Dibujé cuidadosamente sus ojos, sombreé la nariz, delineé los labios; en tanto se elaboraba el armazón de metal donde se colocaría la cabeza.

Directo de Londres llegó el ajuar de Jack. Estando a solas, una madrugada saqué el ajuar de la caja y fui vistiéndome: la camisa, el pantalón, chaleco, capa, sombrero, bastón en mano izquierda y, por último, el cuchillo estrecho de lámina fina afilada en la mano derecha. Me sentí como seguramente él lo hizo cuando se disponía a asesinar. Era la única oportunidad que tenía para usarlo, ya que al día siguiente la figura de cera sería vestida.

Fue la primera vez que sentí una mirada penetrante recorriendo mi cuerpo.

No estaba solo. Alcancé a mirarlo a través del espejo.

El resplandor del cuchillo que yo sostenía rebotó en sus pupilas.

Perplejo, vi cómo la figura de cera se colocó mi pantalón, mi playera y mis tenis.

Inmóvil, no pude evitar que Jack tomara el cuchillo de mi mano y abandonara el museo.

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