Letras
XXXV
La otra noche cenamos en un restaurante donde no es frecuente encontrar niños. Nos llamó la atención que, en la mesa próxima, un matrimonio joven pudiera disfrutar por completo de la velada, pues sus dos hijos se comportaron de forma correcta y, cuando quizá comenzaron a dar muestras de fastidio, la mamá entregó sendos juegos para mantenerlos entretenidos el resto del tiempo. Caí en cuenta que estábamos en periodo de asueto escolar. Eso, y lo novedosos que resultan los aparatos electrónicos como pasatiempo de menores, inconscientemente me remontó a poco más de medio siglo, cuando eran vacaciones y no había ni televisión en los hogares.
El tiempo se aprovechaba para leer (nosotros tuvimos el privilegio de tener acceso a la importante biblioteca de mi tío Ricardo Bello) y para jugar con imaginación.
Mi hermana Ofelia, que desde siempre tuvo muy desarrollados el don de mando y de la ocurrencia, imponía su juego favorito: ella era Cleopatra y todos los demás, sus esclavos. Pasaba buen rato tendida en el sofá, devorando cuentos de terror, ordenando que le lleváramos grosellas con chile, tamarindos, chamoyes, hasta que poco a poco íbamos desertando.
Yo adoraba interpretar muchachas árabes que fueran novias de Simbad el Marino o de El ladrón de Bagdad, hasta tenía unas babuchas doradas que confeccionó especialmente mi madrina Anyoul, una joven libanesa, por cierto. Creo que desde entonces Las mil y una noches marcó mi gusto literario.
A veces, cuando estaba lloviendo, mamá sacaba una caja con fotografías, para entretenernos. Tomadas con cámara Kodak de treinticinco (sic) milímetros y otras en estudios profesionales, la mayoría tenía bordes recortados en onditas. La calidad del papel, los contrastes de luz, eran excelentes y daba la impresión de que era obligatorio asentar en ellas dedicatoria, fecha y lugar, con tinta azul.
Mi hermana, cinco años mayor que yo, tenía prioridad para verlas. Las clasificaba por familia cercana, parientes en la distancia, amigos cubanos, amigos libaneses, de close–up, de grupo, etcétera, y luego nos las iba pasando. Ofelia describía las fotos con la misma entonación de cuando se canta la lotería: –»Aquí está madrina Chelo, a quien le urgen unas cucharadas de aceite de hígado de bacalao… A continuación vemos a Luisito, mejor conocido como “chinche pedorra” por obvias razones… Contemplemos la legendaria belleza de las hermanas Gutiérrez, lindas muchachas llamadas en voz baja como “las Putiéeerrez”…» y por ese rumbo seguía, retorciéndose de la risa, hasta que terminaba de vaciar la caja.
De mi abuela paterna sólo tenemos dos fotografías tomadas en La Habana antes de su matrimonio. Ella falleció a los veintiséis años de edad, así que para nosotras el concepto de abuela era sinónimo de belleza y juventud. Cuando descubrimos una foto de papá, parado en un sillón de mimbre, y al reverso la elegante caligrafía de su madre, que apuntaba: “Rolandito, a los quince meses, mil novecientos dieciocho” y no pudimos evitar sentir un nudo en la garganta ya que traspasa el papel la ternura de la joven que no alcanzó ver a su bebé convertido en un hombre excepcional.
La lozanía de tía Mosa en su fiesta de quince años y de sus catorce damas vestidas con tules quedó atrapada para recreación de la vista y del tacto, pues cuando pasábamos los dedos sobre sus largos trajes percibíamos el granulado de la cartulina que, de algún modo, comunicaba la sensación de las telas. Otra bastante apreciada era la de unas primas de papá que radicaban en México y acostumbraban usar sombrero y guantes, lo que nos parecía el colmo de la distinción.
También nos encantaba una donde estaban mis papás en una mesa con otras parejas, en lo que antes se conocía como Boite de Nuit y donde, no sabemos por qué, ansiábamos ver asomar por ahí a Ninón Sevilla. Había una de mamá a los tres años, montada en el emblemático león de piedra del Parque Centenario, zoológico que este año cumple los cien, y la preferida: la de los juveniles rostros de nuestros padres el día de su boda.
Esta colección de añejas imágenes fue rescatada en mi más reciente viaje a Mérida. Mamá pidió repasarlas todas; conforme avanzábamos fue entristeciendo al comprobar que la mayoría de amistades y familiares había fallecido. Ofelia dijo que podía quedarme con la caja, así que la empaqué.
De regreso a casa mostré las fotografías a mi hija, quien interrogaba con la mirada mientras iba viéndolas y comencé a explicarle: “El señor muy espigado de ojos claros es tu tatarabuelo… Aquí está tu tía en su memorable bicicleta… A este niño tan bonito le decíamos chinche…”
Así continuamos largo rato, acariciando recuerdos en blanco y negro que brindaron matices de frescura a un lluvioso día de verano.
Julio de 2010
Paloma Bello
Continuará la próxima semana…