Inicio Portada Embellecido retrato de un gobernante ruinoso

Embellecido retrato de un gobernante ruinoso

10
0

Visitas: 0

La Sublevación del Brujo Jacinto Canek

II

 

EMBELLECIDO RETRATO DE UN GOBERNANTE RUINOSO

Ya muy viejo asume José Crespo y Honorato (brigadier de los Reales Ejércitos) el gobierno de Yucatán. Trae de la Madre Patria (aparte un viscoso ceceo), la pluralidad de achaques propios de la edad, y una incorregible aversión por los indios.

Es un personaje secundario (a second-rate character) de alguna ópera buffa del buen Mozart si nos ajustamos al ditirámbico retrato que le ha sido plasmado en pago de haber restituido (como verá el lector) la paz a la provincia. Esa embellecida efigie nos descubre, aparte los rudimentos obligados de la relamida delicadeza del Siglo de las luces, una condición hidrópica. El rostro es una digresión del cuerpo: guarnecida bajo la empolvada peluca dieciochesca, la insuficiente cabeza del gobernador apenas puede afrontar la excesiva contención de unos ojos desmesurados, la trivial nariz roma, las cejas profusas (seguramente ennegrecidas por el pintor); un mostacho del color de la ceniza decora los inexorables labios lineales. El autor del retrato –un europeo que ha hecho viaje a la provincia exclusivamente para pintar esa acicalada efigie– ha posado a su modelo a la manera de ciertos irritantes retratos académicos, con un báculo (símbolo de venerabilidad) en la mano izquierda, y un libro (símbolo del conocimiento) en la derecha.

LOS HABITOS INALTERABLES

En rigurosas conversaciones, el gobernador suele abrumar a sus oyentes con largas relaciones de sus homéricas batallas. Por razón de su propasada edad y de su desvaída salud, le están vedados los excesos gastronómicos, por lo que raramente tiene acceso a la condimentada cocina yucateca.

Sus inalterables hábitos diurnos (oír misa, comer con austeridad, leer la correspondencia, atender los enfadosos asuntos de su incumbencia en las Casas Reales) rematan con la mortecina siesta del mediodía. Por las tardes practica la superflua rutina de los capitanes generales de entonces: recorrer la ciudad empinado en un trotón, custodiado por una pareja de dragones. Desmonta ante los mesones, ensaya vulgares fórmulas de cortesía con los viajeros, les desea feliz estancia en la provincia más apacible de América (“Aquí no ocurre nada”, repite). Nunca se despide sin recomendar cierta fonda del lugar donde degustar la copiosa sapidez de una paella valenciana o de algún picadillo de costrada, y un tranquilo vaso de vino.

LAS CURACIONES BIZARRAS

A veces se resuelve ascender hasta las encumbradas atalayas de la ciudadela. Asomado a esas alturas vertiginosas contempla puntualmente la ciudad donde suspiro por entregar el alma al Creador. A la noche retorna a las Casas Reales para entregarse a las manos inclementes de doctores españoles y herbolarios nativos que impugnarán sus padecimientos con embarazosos remedios que suelen aquietar sus dolencias. Más tarde se dispone a dormir en su barroca cama de baldaquines de seda (desprecia la hamaca, cama de indios) acompañado de su esposa. En el monótono recuadro de la ventana de su cuarto suele contemplar, antes de conciliar el sueño, el rostro de la luna meridana que ejerce su atribulado resplandor sobre la durmiente ciudad, abismada en la letanía infinita del coro de los grillos. Ese trémulo recital nocturno es apenas diferido por algún ladrido lejano o por los inmoderados maullidos de lascivos felinos retozando en los techos de las casas.

LA JORNADA AL PUEBLO DE QUISTEIL

Jacinto Canek parte al pueblo de Quisteil, acompañado de muchos indios, una madrugada del mes de noviembre de 1761. Ostentan en las manos esos hombres una muchedumbre de escopetas de caza, flechas y machetes que ocultarán en cavernas cómplices de esa remota población. Los planes no han variado: la fecha precisada sigue siendo la Navidad. Arriban a Quisteil con el sol inexorable del mediodía. Extenuados por la fatigosa jornada se derrumban en hamacas de cáñamo y duermen hasta el atardecer. A las cinco salen a festejar: el fervoroso trayecto tabernero y el consumo irracional de bebidas espirituosas. Miran con escaso entusiasmo los hacinados tendajos de baratillos, las abigarradas buhonerías y los puestos de fritangas apestados de lardo. Por un momento los seduce la ruda atmósfera de la corrida (un desfallecido combate entre ruinosos toros y matadores) que arrebata a una chusma intoxicada. Una desaliñada murga atruena esa antigua tarde otoñal con deplorables variaciones de un reiterado Degollete.

La fiesta, en homenaje a la Santa Patrona del lugar, sustenta su condición estrepitosa: en ruidosos corrillos, los incontables ebrios agotan las postreras horas del sol enfrascados en la ripiosa palabrería del borracho.

LA LAPIDACIÓN DE UN TABERNERO IMPRUDENTE

Hay un irrecuperable instante (cuyo punto no está configurado en el esquema de la sublevación) que anticipa (y de algún modo malogra) el destino de la conflagración: el linchamiento de un tabernero español que se ha emperrado en negarle aguardiente a una borracha chusma de indios. Las versiones históricas difieren en la proposición de los hechos, pero convienen en que el tabernero Diego Pacheco fue lapidado por los amotinados. El suceso se inscribe con esta fecha: 19 de noviembre de 1761. Pacheco (afirman ciertas de esas versiones) no sólo se negó a procurarles la codiciada caña a los indios, sino que los agredió de palabra y obra. Manipuló un rebenque para azotarlos y esa acción afrentosa rubricó su homicidio.

LA ARENGA MAGISTRAL

La sangre española del tabernero acaba por enardecer el electrizado ánimo de los indios. Jacinto Canek los mira profundamente a los ojos: escudriña en ellos un añejo rencor de centurias, un odio alerta y renovado, una recóndita emoción por la venganza. Comprende, confirmado por esas miradas impiadosas, que acaba de romperse la inercia, que los hechos se han adelantado y que la Guerra Santa ha sido declarada. Se apresura, sin perder un instante, por conducir a sus hombres al atribulado cementerio del lugar. Ahí, sumergido en el penetrante silencio de sepulcros empolvados de siglos respira sustanciosa inspiración. Ahí dictará, con magistral estilo, su magistral arenga. Serían las impasibles horas del crepúsculo: unos doscientos hombres lloraron al escuchar la ruda ternura de su Voz: “Os sujetan los postreros lazos de vuestra servidumbre. Hoy, amados hermanos míos, está por determinarse el espíritu de nuestra libertad. Yo he caminado por toda la provincia y pude mirar el sol y pude interrogar a los astros. He escuchado el grito de los pájaros que lloran y la voz insondable (voz-sin-voz) de los dioses remotos. He formulado pactos indisolubles con los Brujos del Agua, con el Roció del Cielo, con la Venerable Serpiente Emplumada. Nos guardan el Señor del Agua y el temible Ah Nacon Balam, el Brujo Sacrificador que saca corazones, y los ángeles y arcángeles del cielo. Nos ampara el Señor Universal, Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo… Penetré, no sin trabajoso esfuerzo, no sin atroz agonía, sus signos inviolables. Vi mudar de piel a la serpiente, vi mudar de piel al venado. El viento me confirió la sabiduría de los sacerdotes crepusculares que hoy comparto con quince eminentes brujos chilames prestos a presidir la rebelión. Ha prescrito el tiempo: ha advenido el instante de romper la cadena brutal que nos oprime. He aquí los hechos inmediatos: asumiremos la ciudad, ocuparemos el perverso Castillo, arrasaremos las Casas Reales. Emplead vuestros machetes en esta santa causa: devastad con ellos los cuerpos de vuestros infames amos. Disparad vuestras armas en las malas entrañas de los encomenderos y del Juez de Tributos que es mil veces protervo. En el corazón de la contienda tocaré la venerable trompeta a los cuatro vientos: irrumpirán entonces multitudes de combatientes ingleses prontos a ayudarnos a recobrar nuestra tierra.

(Canek probó sus poderes mágicos muchas veces durante su alocución. Hizo cambiar el rumbo del viento; colmó, sin escribir una letra, páginas enteras con mensajes arcanos y terribles; produjo, en vistosas prestidigitaciones, innumerables insectos para ejemplificar el vasto número de ingleses dispuestos al combate contra el adversario español).

Feneceréis muchos en la lucha –prosiguió– mas no temáis, que seréis resucitados mediante este óleo mágico que yo poseo. Queda, por último, algo impensado: nuestro derrumbe, una odiosa victoria de nuestros enemigos. Si esto ocurre, amados hermanos míos, si ésta es la Voluntad del Corazón del Cielo, la aceptaremos sin recelo, la toleraremos con humildad. Dispondré entonces el abandono total de nuestras tierras para acogernos a países extraños, para hacernos invisibles en el viento, para esfumarnos calladamente en los signos del olvido…

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.