Letras
Jorge Pacheco Zavala
Eran los tiempos en que las mujeres se cuidaban del viento, como si tuviera el poder de enfermarlas, poseerlas y hasta preñarlas.
El viento. Elemento vital que nos vuela los pensamientos cuando caminamos. Nos eleva y nos deja caer cual Dios enojado un día cualquiera.
Ella, directa y tajante, mueve rítmicamente sus caderas al caminar, sin prestar atención más que a la bandeja que carga sobre la cabeza; adentro (de la bandeja) no está su futuro, está su destino inmediato…
Luego de lavar el hato de ropa, tendrá que plancharla y doblarla, para luego entregarla y cobrar la suma de dinero que le alcanzará para vivir tan solo dos días. Mientras tanto, habrá de hilvanar ocho prendas de organdí; mientras las termina, cocinará para la familia González, que nunca está en casa, a fin de que cuando lleguen puedan comer juntos, en familia.
Al volver a la calle, el viento la esperará. Ella no le demostrará temor alguno; antes bien, pondrá de por medio la sombrilla que usa cuando lleva libre una mano. Como ahora, que va al mercado y lleva en una mano la bolsa naranja entretejida, y en la otra la sombrilla blanca con relieves japoneses. El viento la seguirá hasta que ella se adentre en lo profundo del mercado, ahí el viento tendrá miedo de extraviarse en los pasillos, de diluirse entre los gritos de los vendedores.
Ella sabe que el viento es temeroso. Por eso aprovecha para escabullirse entre el interminable laberinto construido de verduras, frutas y carnes de todo animal. Se tomará la mañana para oler, sentir y degustar las delicias que produce la tierra… Luego, con un giro violento, hará que su pelo deje un aroma indefinible mientras se encamina sin prisa a la salida contigua, donde el viento no se encuentra. Lo tomará por sorpresa y avanzará un par de calles, hasta que el mismo aroma abandonado en el mercado vuelva a su dueña, la persiga y la delate. Entonces el viento irá tras sus pasos hasta provocarle un escalofrío. No podrá evitar sentirse perseguida, observada. Apresurará sus pasos hasta entrar a su pequeña habitación donde vive sola. Notará sin querer que, por las rendijas, el viento se asoma, husmea y trata de infiltrarse sin conseguirlo.
Por las noches, solo en aquellas en que el cielo está nublado y amenaza lluvia, el viento se trepará al techo y lo recorrerá, esperando que las grandes gotas de agua continua y voraz lo introduzcan a la fuerza, con violencia. Pero, a pesar de ello, el agua resbalará por las tejas y el viento quedará chorreante entre las baldosas.
Al día siguiente, ya seco, volverá a su empresa de conseguir entrar a la humanidad de ella. Ella lo sabrá, sabrá que el viento querrá penetrarla, buscará, hacerla suya. El viento ignora que ella conoce las tácticas de los voyeristas y depravados, sabe cómo neutralizar cada intento y convertirlo en fracaso.
Ella dormirá plácidamente; en cambio, el viento deambulará en su insomnio eterno, tratando sin éxito de profanar el santo templo femenino. Al amanecer, ambos se mirarán frente a la ventana: ella adentro, el viento afuera. El cristal será el mediador, el interlocutor. Sus gestos serán distintos, pero no habrá sorpresas, el juego será el mismo: ella se dispondrá a salir, y el viento se preparará para perseguirla.
Quizá esto nunca vaya a terminar, y es que ambos se han acostumbrado; es un hecho evidente que poco sentido tendrá la vida de ella sin el viento, y de nada valdrá ser viento si ella no existe en ese mundo apenas imaginado…
Excelente cuento. Puedo ver al viento como algo vivo.