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Elisio Duch

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Letras

Ermilo Abreu Gómez

A los hombres de la guerra, a los héroes de armas, se les levantan estatuas ecuestres, con sus arreos militares. A la memoria de poetas y artistas se colocan bustos o medallas en lugares propicios, así se honra la labor que han realizado. Pero junto con estos hombres preclaros, de fama resonante, existen otros modestos, que pasaron sus vidas en silencio sin más mérito que la bondad de sus corazones. A estos señores no se les erigen monumentos en ninguna parte.

Pero la justicia tiene sus razones de ser y se venga del desdén de los humanos. A estos seres que pasaron por la vida entregando con las manos y el espíritu el tesoro limpio de sus corazones se les recuerda en lo más íntimo.

Se les recuerda con inquebrantable veneración. Pasan los años, pasan los siglos y las generaciones van repitiendo sus nombres como si se tratara de algo sagrado. Y así debe ser. Es la consagración que la familia humana dedica a sus predilectos hijos.

Tal es el caso de Elisio Duch. Elisio Duch no fue ni escritor, ni escultor, ni músico y nada que pudiera estar relacionado con las artes. Nunca habló de estas cosas, aunque nada del arte le fue extraño, pues tenía una profunda sensibilidad intuitiva para apreciar las manifestaciones espirituales.

Elisio pasó por la vida haciendo el bien, casi sin darse cuenta. Para todos tenía una palabra amable o un consejo sincero. Si encontraba un necesitado, se desvivía por aliviar una penuria o un momento de desasosiego.

Lo traté por muchos años tanto en Mérida como en México. Cada vez que iba a la capital la primera visita me la dedicaba. Con qué alegría, con qué bondad se llegaba a mi casa. Y no eran las suyas visitas de cumplido ni de protocolo. Sus visitas eran las de un amigo entrañable. Llegaba por la mañana; nos abrazaba a todos con tan franco cariño que quedábamos cohibidos con aquella manifestación de amistad. Se sentaba en mi biblioteca. Le gustaba ocupar el sillón grande junto a la ventana del patio; y así se estaba horas de horas, charla que charla entre recuerdos y entre evocaciones de amigos y de conocidos distantes. Llegaba la hora de comer y, como si estuviera en su casa (y estaba en su casa), nos acompañaba a la mesa. Como no era hombre de copas, un trago de cualquier licor era ya bastante para que estuviera contento. Tornábamos a la biblioteca. Luego salíamos a recorrer las calles y las callejas del viejo y colonial San Ángel. Le encantaba visitar las capillas y las iglesias viejas, pero muy particularmente los claustros del convento del Carmen. Ya al atardecer volvíamos a la casa a merendar. En la merienda se mostraba parco. Nos decía:

–Para mí un chocolatito, un pedazo de queso (si hay) y nada más.

Merendaba muy despacio. Y ya de sobremesa nos daba la medianoche. Salíamos en grupo toda la familia y lo acompañábamos para que tomara su tren para volver a la ciudad.

Y esta sencillez, esta cordialidad no era en Elisio –como queda dicho– ni cortesía ni cosa de protocolo, era algo que le salía del alma.

Cuando supe su muerte (el mismo día que salí de Mérida) sentí como un mazazo en el corazón. Me quedé mudo. No podía creer semejante desgracia.

Surgieron, en un instante, todos estos y otros muchos más recuerdos. Volví a sentir su mano tibia, franca, de gran amigo. Volví a oír su voz incapaz de doblez ni de engaño. Sentí, en una palabra, la magnitud de su buen corazón.

Y así me digo ahora: “Elisio no tendrá ni estatuas, ni bustos, ni medallones, pero tendrá en los corazones de los amigos de Yucatán, para toda la vida, el más profundo cariño, el más indestructible cariño.”

Con el tiempo se dirá y se repetirá:

“En esta tierra, en esta vieja ciudad de Mérida, vivió un hombre que sólo supo hacer el bien”.

 

Diario del Sureste. Mérida, 24 de octubre de 1970, pp. 3, 9.

[Compilación y transcripción de José Juan Cervera Fernández]

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