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El Viene-viene

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“¡Apúrate! ¡Vamos ya, que la tripa ya aprieta!” palabras de aliento que mi novia pronunciaba a todo pulmón para apresurar mi estancia taciturna y meditabunda en el baño.

Terminé mi encomienda, no sin haberme tomado todo mi tiempo. Tomé mis cosas y nos encaminamos a una reunión con un grupo de amigos. Bueno, realmente no eran amigos directamente míos, sino de ella. Fui de acompañante, para no quedarme en casa y disfrutar de una velada romántica de videojuegos, que tanto me encantan.

Sin embargo, asistí, saludé cortésmente –como es mi tradición– y me senté a mirar el menú.

La plática se comenzó a tejer y desdoblar en una tanto inocua y banal a la cual no presté tanta importancia. Me dejé llevar, aportando de tiempo en tiempo algunos breves comentarios.

Así, mientras llegaba el banquete, la velada transcurría de manera normal.

Me puncé (ingesté) una deliciosa torta de mil cosas, cuyo tamaño no era procesable sin partirla a la mitad, y un buen caldo de pavo especial con harto chile habanero, acompañado de una bebida de color negro más dulce que “Candy, Candy” cuando miraba a su príncipe de las rosas.

Mentiría si digo que no me gustó: brutalmente bueno, realmente delicioso, aunque se aleje de lo que pueda ser una comida sana. Son pequeños pecados que valen el purgatorio.

En el fondo del lugar se escuchaba una grata versión de “Perfume de Gardenias”, del cantautor puertorriqueño “El Jibarito”, pero enmarcada con las educadas guitarras y melodiosa voz del “trío” que amenizaba la noche.

Una vez completada la ingesta “ligera” de carbohidratos que mi cuerpo podía tolerar en una sola exhibición, me dieron ganas de aventarme unas buenas bocanadas de un marlboro, para tratar de mitigar con nicotina la carga energética que estaba a punto de detonar en mi “mal de puerco” característico.

Dispuesto a ello, salí a la terraza del restaurant a consumar mi antojo.

Casi en la banqueta, me entretuve con el transitar de los autos: unos que venían, otros que se iban.

A través del humo que se desprendía de mi cigarrillo y de mi respirar, pude observar a un personaje muy particular.

Lo primero que llamó mi atención fueron sus manos, más que ellas como tales, el libro que sostenían: viejo, desgastado, podía verse en el ejemplar los años que le habían pasado encima, un libro muy descuidado. A pesar de todo, lo leía con mucha enjundia y pasión,

Este peculiar personaje portaba sobre el hombro derecho una «franela roja», ropa desgastada, raída, y una gorra de las mismas características mostrando, aunque solo si te fijabas muy bien, el logotipo de un partido político. No se veía sucio ni desaliñado en su vestir; eso también llamó mi atención.

En un principio me dediqué a observarlo.

Bocanada tras bocanada de mi pitillo pude observar el trabajo del señor, sí: el “viene-viene», como se le llama en el argot coloquial a las personas que se dedican a las funciones de «Parking Assistant». Mostrando siempre una sonrisa, apoyaba en todo a las personas, buscando el mejor lugar para aquellos que apenas llegaban, orientando y ejecutando su labor de manera minuciosa, abriéndole la puerta tanto a las damas como a los caballeros, ofertando su ayuda y sus menesteres de la misma manera a los que se iban a retirar, siempre raudo, y con una disposición de ayuda que hacía mucho no veía.

Rompí mi estática y, alejándome de la bella melodía que escuchaba, me aproximé al señor.

Le calculé unos 60 años. De cabello escaso bajo la gorra, y una abundante barba de plata, conforme me iba acercando pude ver en sus ojos una alegría y una sed de conocimiento que me empezaba a encantar.

Tenía que saber qué libro leía, tenía que saber quién era ese personaje.

Apenas sintió mi presencia, separó su mirada del libro y la levantó hacia mí. Con una sonrisa y un “Buenas noches, caballero, ¿en qué le puedo ayudar?” me recibió.

“Buenas noches, señor. Disculpe que lo moleste, pero sentí curiosidad sobre el libro que está leyendo,” contesté con una sonrisa en la boca.

“Rebelión en la granja, de Orwell,” me contestó con una sonrisa. “¿Lo ha leído?”

“No, señor,” contesté con cierta pena, mientras bajaba la cabeza en señal de ignorancia.

“El hombre es la única criatura que consume y no produce. No da leche, no pone huevos, no tiene fuerzas para tirar el arado, no puede correr lo suficientemente rápido para cazar conejos; y sin embargo es amo y señor de todos los animales,» citó.

Intenté tratar de discernir y entender las palabras que me había dicho, no sin antes encontrarme totalmente sorprendido por ello. No dio tiempo a que balbuceara palabra alguna.

Como activado por las mejores pilas, comenzó a relatarme y a darme una reseña del ejemplar. Me habló de Napoleón y SnowBall, del gran Cerdo y de cada uno de los personajes que intervienen en la obra.

Yo lo miraba y escuchaba con creciente asombro. Debo admitir que no esperaba encontrar ese cofre de sabiduría que relucía de aquel misterioso personaje.

Continuó exponiendo la obra: “Es un libro corto que trata de una granja de animales, nos va narrando como después del discurso de un viejo cerdo, en el que les abre los ojos sobre cómo los animales trabajan como esclavos y no reciben ningún beneficio, los cerdos lideran una revolución que termina con la expulsión de los humanos. Al principio todo es color de rosa, pero los principales líderes, Snowball y Napoleón, cada vez pelean más; ambos quieren tener el control de la granja y eso hace que las cosas no funcionen como todos esperan.”

“¿Entonces trata de una rebelión de los animales hacia sus amos “humanos” opresores?” pregunté mientras inconscientemente se me entrecerraba un párpado (eso me pasa cuando algo llama mi atención, pero espero un poco más de argumentos para estar del todo convencido).

Pareciera que entendió mi expresión, ya que inmediatamente comenzó a hablarme un poco de su interpretación de la obra, partiendo desde las bases sociopolíticas de la extinta URSS, haciendo énfasis en la historia de Lenin y Stalin, el desarrollo de la misma, con lo que me hizo quedar enganchado y con ganas de adquirir el ejemplar que tanto me había explicado.

Charlamos de política, de educación, de religiones, temas que realmente no esperaba tocar.

Pequé de menosprecio.

Mi arrepentimiento me salvó del purgatorio y me acercaba al cielo del conocimiento y el aprendizaje en esa noche.

Él nunca dejó de trabajar, constantemente interrumpía la plática: siempre estaba pendiente de nuevas personas que llegaban o partían del lugar:

“Disculpe, señor, debo trabajar. ¿Me espera unos minutos?”

Yo asentía y lo esperaba con cada interrupción, cada vez con más ansias de escucharlo. Tenía todo el tiempo del mundo.

Terminamos hablando de algoritmos de encriptación, pasando por los simétricos y asimétricos, protocolos de comunicación, lenguajes de programación, la evolución de la tecnología y las tendencias “bruto-sociales” producto del cambio de era y de la educación de las nuevas “de-generaciones”.

El grito de mi nombre desde el restaurante, emitido por mi bella acompañante, me volvió a la realidad.

La plática tuvo que llegar a su fin. Ya era hora de partir.

Fue poco más de una hora que tardó mi cigarro, pero fue un cigarro que valió la velada entera.

Al regresar a despedirme, reunidos todos los compañeros de la velada, ya con sus estómagos saciados, mi novia, no de muy buen humor y con un tono un tanto enérgico, me preguntó: “¿Qué tanto hacías allá afuera?”

“Platicaba con un señor que conocí, el que ayuda a acomodar los vehículos. Se sorprenderían de lo mucho que he aprendido hoy. Creo que vendré a comer más seguido a este lugar,” contesté, esbozando una sonrisa, esa misma que dicen que es sarcástica, pero yo no lo creo, y si lo es, creo que lo hago sin querer, es algo que me sale de manera natural, casi casi como el levantar mi dedo meñique al tomar una bebida.

Nos despedimos.

Ya en mi vehículo, me quedé reflexionando, analizando y tratando de entender el porqué de las cosas, haciéndome algunos cuestionamientos y compartiéndolos con mi novia, la cual no estaba muy contenta que digamos.

Arribé a una conclusión y una única interrogante: Teniendo tantos conocimientos, ¿por qué estaría trabajando así, dedicado a esta actividad? La duda me acompañó durante el resto de la noche, revestida de una mezcla de intriga y tristeza.

La siguiente semana regresé al lugar.

Tenía muchas ganas de volver a platicar con él, de tratar de entender y ayudarlo a obtener un trabajo mejor. Desde mi perspectiva, pensé que necesitaría un poco de ayuda.

Para mi sorpresa no lo encontré. Él ya no estaba más. En su lugar había un «Parking Assistant” tradicional, de esos que se sientan y desde una esquina “sacuden” su trapito rojo, corriendo a tu alcance cuando te vas para que les des unas monedas.

Me acerqué al restaurante para preguntar sobre el “viene-viene” que estaba la semana pasada.

El capitán de meseros, mientras señalaba con el índice de la mano derecha al viene-viene que había visto unos momentos atrás, me respondió: “Ese muchacho lleva ya casi un año acá. No ha habido ningún otro desde ese tiempo, y menos con la descripción que me indica. ¿Desea ordenar algo?”

Aún impactado, tomé asiento y permití que mis oídos captaran “Estoy perdido” de Víctor Manuel Mato, interpretado por el mismo trío que había escuchado una semana antes. Mis sentidos no registraron nada más, tan solo el deleite musical que fondeaba al restaurante.

“Señor, ¿desea ordenar algo?” volvió a preguntar el capitán.

“No, disculpe. Tenga una linda noche,” respondí al tiempo que me retiraba del lugar.

Encendí un cigarrillo y caminé hasta mi auto, aún metido en mis pensamientos.

Con cierta intriga y miedo, comencé a considerar que estaba quedando loco.

Así llegué hasta mi vehículo.

Sobre el techo yacía un libro antiguo, viejo, desgastado…

Isaías Solís Aranda

yahves@gmail.com

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