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El temor de Justino

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                          FERNANDO AUGUSTO RIVAS CASTILLO

Cuando Justino nació, siempre fue sobreprotegido por Raquel, su madre.

Al cumplir seis años de edad, lo inscribieron en una escuela de gobierno.

Raquel, siempre con el temor reflejado en el rostro, le decía a su hijo: “¡Justino! Nunca te sueltes de mi mano.” Cuando, en un descuido, ella soltaba a Justino, el niño de inmediato se colgaba de su falda.

Justino fue creciendo con muchos temores, todo lo asustaba, el niño padecía de diarrea crónica nerviosa.

Por las noches no podía dormir, se reflejaban por la ventana las sombras de camiones y automóviles que por ahí pasaban a gran velocidad, a veces se escuchaban horribles frenazos de los que no conservaban su distancia. El niño se cubría la cara con su vieja colcha, el pánico se apoderaba de él. En ese instante el pobre Justino se ponía a rezar.

Así transcurrieron los años.

Su madre seguía con sus recomendaciones: “¡Justino, fíjate bien cuando cruces la calle! Los que manejan jamás te cederán el paso, ni siquiera en los estacionamientos de las grandes tiendas. Hay quien tratará de atropellarte, sin importarle quién seas.”

Loa años pasaron. Justino sentía que algún automóvil estaba escondido esperando verlo para atropellarlo y darle muerte. Cuando cruzaba una calle, todos sus sentidos estaban en alerta, sentía que un sudor frío le invadía el cuerpo.

 Llegó el día en que no pudo soportar el temor que le había infundido su madre.

Al no soportar caminar por las calles, pidió permiso para entrar al monasterio. Estaba decidido a convertirse en monje y refugiarse tras los muros del convento, lejos del ruido mundanal propiciado por miles de automotores, con conductores a veces ebrios o hablando por celular. El refugio en el convento lo protegería de que algún carro lo quisiera atropellar. Quería vivir sin temores, dedicado a la meditación, trabajo y oración.

Doña Raquel, el día de visita, lo acompañó entre lágrimas a su celda, lo besó y le dio su bendición. Sintió un enorme dolor cuando las gruesas puertas del convento se cerraron. Llorando se preguntó: “¿Será que yo me tuve la culpa por sobreprotegerlo y esto orilló a que se metiera al convento?”

Cuando el fraile Justino se encontraba en sus labores, o bien en su celda, ya no sentía ningún temor, estos habían desaparecido.

Por las tardes, a la hora destinada a la oración, se hincaba en la dura losa y rezaba: “¡Gracias, Señor, por haberme brindado tu casa, y por la paz que siento en ella! Te pido que cuides a los peatones, minusválidos, ciclistas, motociclistas y todos aquellos que arriesgan sus vidas sin defensa alguna de aquellos conductores de automóviles, camiones, tráileres, camionetas, que manejan por las calles como seres endemoniados y el cerebro lo tienen en el pedal del acelerador, o en un celular. Señor, brinda tu protección a los peatones.”

Una noche, Justino se sintió mal y, a pesar de los esfuerzos y oraciones de los frailes, nada se pudo hacer para salvarlo. Había contraído dengue hemorrágico.

Su madre fue avisada por el superior del convento. Por la mañana se le hizo una misa de cuerpo presente en la pequeña capilla.

Posteriormente, unos frailes cargaron sobre sus hombros el féretro hasta la salida del convento, donde esperaba la carroza de la funeraria.

Las enormes puertas del monasterio se volvieron a cerrar. Sólo interrumpía el silencio el llanto de Doña Raquel y el triste tañido de una campana que hicieron sonar los monjes en señal de despedida.

La carroza tenía que atravesar el pueblo para llegar al cementerio que se encontraba en una loma. Por ese lugar pasaba la carretera internacional, que unía a los pueblos circunvecinos con la capital del estado y otros lugares del país.

En el momento de subir la loma, en una curva muy cerrada, la puerta de la carroza se abrió y el ataúd de Justino salió disparado, quedando en la carretera en el preciso instante que pasaba a gran velocidad un tráiler, que no pudo evitar pasarle encima.

Doña Raquel, pegando de gritos y bañada en llanto, gritaba: “¡Justino, Justino, hijito de mi alma! Lo sabía, lo sabía: tarde o temprano algún maldito te atropellaría.”

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