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El secreto de los pájaros – I

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V. El secreto de los pájaros I

 

Era de madrugada. Adentro de la casa, techada de palmas y cubierta por un muro hecho de palos y lodo seco con mezcla de zacate, podía oír los repentinos suspiros de mis primos y del abuelo Gregorio. A ratos, colándose entre las rendijas de la puerta principal, el aire nos obsequiaba el olor penetrante de un árbol de guayaba, que en verano mostraba su pesada carga de frutos verdes y amarillos.

Ahora que todos están dormidos e ignoran que permanezco despierto, recuerdo aquellas mañanas cuando, al dirigirme a la escuela del pueblo, caminaba de la choza del abuelo al portón que da a la calle, oliendo gratamente la suave fragancia de jazmines y naranjos en flor, mecidos ligeramente por un enjambre de abejas, mientras emitían un sonido parecido a la terminación de cánticos en latín, que oíamos durante la celebración de las misas oficiadas por el sacerdote de la parroquia del pueblo.

Éste era el sonido:

Mmmmmmmmmmmmmmmm…

Lo recuerdo.

Sí, era de madrugada cuando el batir de las alas y el canto de los gallos, confundiéndose con el repique de las campanas, no habían interrumpido aún el descanso del abuelo.

Sí, ahora que estoy despierto y solitario, recuerdo el conocimiento que el abuelo tenía acerca del paso que del tiempo, obtenido algunas veces de manera inesperada, consistía en interpretar la sombra proyectada por los árboles; en escuchar con atención el canto o la queja de las aves, emitidos ya sea de día o de noche; en observar detenidamente la dirección que seguía el paso de las hormigas y el tendido de la red de las arañas; en leer los colores del halo de la Luna, en noches de plenilunio, y en descubrir otros lenguajes de la naturaleza, que mi abuelo consideraba la depositaria de la sabiduría del Universo.

Era de madrugada… y cuando el alba estaba a punto de levantar sus pestañas de nubes encendidas, el abuelo despertó. Al darse cuenta de que me movía en la hamaca, me dijo:

–¡Niño! ¡Levántate! Hoy saldremos en busca de los primeros silbidos de un ave canora.

Desconcertado pregunté:

–Abuelo, ¿y para qué me servirá conocer el silbido de ese pajarillo?

Él respondió:

–Hace tres meses me dijiste que al despertar recordaste una palabra que habías oído durante un sueño. Esa palabra indica que debes encontrar a cinco pájaros que silban y trinan de manera diferente. Si reunimos los cinco silbidos hallaremos un nombre. Ese nombre encierra o posee la fuerza de un canto, que es para ti.

Yo repliqué:

–Y ¿para qué quiero esa fuerza?, ¿para qué habrá de servirme ese canto?

Él explicó:

–Al nacer, un hombre necesita de un protector. Tener a los padres, a los hermanos y a otros miembros de la familia no es suficiente. El techo, la alimentación y los cuidados que nos dan nuestros padres, hermanos y abuelos, nos ayudan a crecer. Pero la protección y la necesidad de contar con una fuerza que avive tu alma son asuntos personales. Aunque nos parezcamos unos a otros y tengamos como familia algo en común, cada hombre o mujer es diferente.

“La protección de la que te hablo puede ser una palabra, un sonido, un canto, una oración; una piedra, una estrella; una hierba, un árbol, una flor, una semilla; una lagartija, un perro, un pájaro; un viento, un color, un lugar determinado, un camino; el agua de un pozo, de una aguada, de un río o de un manantial.

“Hombre o mujer, si no conocen esta protección, corren muchos peligros. Mmmm… estos objetos, palabras o partes de una planta son fuerza y protección, y cada uno de nosotros debe hallarlo… guiado por alguien que sabe.”

Hizo una breve pausa y me dio la espalda. En silencio descolgó su hamaca y la guardó en un viejo cofre que chirrió al cerrarlo, luego dijo:

–Hay personas que no creen estas cosas. Debemos ser respetuosos de sus creencias; también hay personas que no las necesitan, o creen no necesitarlas… Tú sí las necesitas, porque la palabra que recordaste de aquel sueño dice que tu protección es un canto, y ese canto es tu fuerza.

Salimos a la enramada que servía de cocina. Allí, levantando la cafetera de peltre, me indicó que le acercara dos jícaras para llenarlas con agua caliente.

A su jícara le añadió café y azúcar. Yo sólo tomé agua caliente.

Después ordenó:

–Anda, ¡apúrate! Tenemos que encaminarnos antes que canten los gallos. Date prisa en arreglar tu morral… y no te pongas las alpargatas.

“Toma el calabazo pequeño que está colgado en el alero de la cocina. Tiene agua que sólo a ti te pertenece. Dentro de tres horas podrás volver a beber otro trago de agua.”

Al pasar por la cocina apagó el fogón echándole agua en abundancia. El humo provocado por el agua al caer sobre los leños me hizo toser fuertemente. Cuando creí que me ahogaba, el abuelo me golpeó la espalda y recobré la tranquilidad.

Enseguida advirtió:

–Nuestro destino puede ser corto o largo, y puede que encontremos, el día de hoy, al pájaro que responda a nuestros silbidos. Si al llamarlo emite cinco trinos sin interrumpirse, y después responde a otros silbidos que emitamos, ése será el pájaro que buscamos.

Antes de colocarse el sombrero, que descolgó de un palo sobresaliente del muro de la cocina, precisó:

–Luego de escuchar el silbido de cada pájaro, debes aprender su trino. Forma parte del canto del pájaro que andamos buscando.

“Te advierto que, si tenemos que caminar mucho y sientes hambre, no comerás ni beberás a escondidas. El ayuno y el que tengas presente al pájaro que llamaremos, te servirá para atraerlo. “Concéntrate bien. No sea que por tu distracción tengamos una larga caminata. Gran parte de la responsabilidad para encontrar al pájaro depende de ti. Yo sólo estoy para servirte de guía en el camino de tu búsqueda.

“Recuerda que esta vez vamos en busca de un ave matinal. Si te esfuerzas en llamar al pájaro con todo el poder de tu corazón, puede aparecerse y obsequiamos su canto, pero si transcurre el mediodía y no lo encontramos tendremos que salir nuevamente el día de mañana.”

Mis primos dormían cuando, sin provocar ruidos, abandonamos la choza.

Ya sobre la marcha, el abuelo iba adelante de mí. En su mano derecha llevaba un machete encorvado, en su mano izquierda traía una vara puntiaguda. Vestía un pantalón y una camisa blanca sin cuello. Un sombrero con una cinta roja, ajado por el exceso de uso, ceñía su cabeza erguida. Los dos íbamos descalzos.

En el camino pasamos por un patio enmontado de limonarias olorosas. Allí, en ese terreno, estaban las colmenas de abejas. Después brincamos a horcajadas la cerca de piedras del corral y nos enfilamos por una vereda lóbrega de arbustos hasta que salimos al camino grande.

En silencio y sin apurar el paso, como el abuelo había advertido, avanzamos en dirección Oriente.

Esta vez no nos acompañaron, como en otras ocasiones, los perros guardianes de la huerta. Parecía que, a esas horas de la madrugada, se habían ido a otra parte o que merodeaban en grupo a una perra en brama.

De tanto caminar e ir llamando silenciosamente desde mis adentros a un pájaro que mi abuelo me había dicho cómo era, no me di cuenta del transcurso del tiempo.

Al cabo de un buen rato, y cuando habíamos pasado los empedrados montículos de descanso, lugares conocidos como Pequeño Chicozapote y Gran Tierra Roja, llegamos a un crucero. Ahí, el abuelo, sin pensarlo mucho, orientó el paso hacia los montes de Chunts’alam.1 Al llegar a este sitio, se detuvo a cortar unas ramas que dejó en la tierra como señal.

Empezaba a clarear cuando me pareció oír en la lejanía un silbido monótono. Sin dudarlo, estuve cierto de que provenía del pájaro que traía en la mente.

–Juuuuuuuuuuuuuuuuuuu.

Quise seguir caminando, pero ya no pude. El silbido me había paralizado por completo. Ahí, inmóvil, otra vez escuché:

–Juuuuuuuuuuuuuuuuuuu.

Entonces el abuelo, que iba adelante de mí, volteó la cara y, mirándome silencioso y sereno, me ordenó:

–¡Arrodíllate! Besa la tierra, antes que el pájaro emita por quinta vez su silbido. ¡Apúrate!, las oropéndolas pueden alejarlo.

De inmediato, y sin perder tiempo, obedecí. Me arrodillé para besar la tierra y con la frente en alto escuché a mi derecha.

–Juuuuuuuuuuuuuuuuuuu… juuuuuuuuuuuuuuuuuuu…

Iba a levantarme para preguntarle al abuelo qué debía hacer, pero un silbido me detuvo. Esta vez escuché:

–Ch’ujuk, ch’ujuk, ch’ujuk.

Sobre mi cabeza, como a un metro de distancia, un colibrí de colores verde, azul y rojo aleteaba y, suspendido arriba de una flor amarilla, repetía:

–Ch’ujuk, ch’ujuk, ch’ujuk.

De pronto atrás de mí, escuché:

–Uts’… uts’… uts’… uts’… uts’… uts’… uts’….

Aturdido busqué al pájaro que emitía ese sonido y vi a un zopilote negro con sus alas extendidas parado sobre unas ramas de pitaya.2

Entonces, aún arrodillado, pude ver y escuchar con claridad a un pájaro rojo situado frente a mí que emitía un trino hermoso:

–Buk pulishh… buk pulishh… buk pulishh.

Al rato, y después de haber escuchado a los pájaros, localicé a mi abuelo. Él, al igual que yo, estaba arrodillado en medio del camino. Al levantarse, volteó a verme y, con un gesto, me ordenó que siguiera caminando en silencio. Me sentí cansado, pero no protesté. Caminamos por una vereda con bastante zacate; luego subimos un pequeño cerro y cuando empezábamos a bajarlo, se abrió ante nosotros un valle poblado de unos árboles llamados nance. Íbamos emparejándonos en ese camino, cuando a mi lado izquierdo escuché:

–Uuuuuuuuuuuujú… uuuuuuuujú… uuuuuuuuujú… uuuuuuujú… uuuuujú.

Silbido que se repitió en eco por todo el valle y me hizo sentir muy contento.

Fue entonces cuando el abuelo permitió que lo alcanzara. Caminando a su lado le pregunté por la hora.

Él respondió:

–Han pasado más de tres horas. Debajo de la sombra de ese árbol de jícara3 –señaló con el dedo índice de su mano derecha– tomaremos agua y miel. Después podrás recoger los frutos amarillos del árbol de nance. Antes, presta atención a lo que te diré.

Y severamente me explicó:

–Tienes mucha suerte. El último pájaro que escuchaste, y cuyo trino retumbó por todas las direcciones de la llanura, es el pájaro que oíste en tus sueños. Aquí, en esta tierra, se le conoce con el nombre de Sakpakal, paloma blanca. Pero tú no recuerdas haber visto en tus sueños que esa paloma cantaba en un árbol de jícara. El canto del colibrí y las alas abiertas del zopilote en dirección del Oriente nos dieron las señales para llegar a donde estaba la paloma.

“El colibrí nos dijo en su trino: ch’ujuk, que significa dulce; el zopilote negro que pronunció el sonido uts’, uts’, dijo: bueno, bueno. Ambos nos comunicaron que de ahora en adelante lo que está contigo será dulce y bueno. Por eso cuando llegamos a este lugar, encontramos a la derecha del camino a la paloma cantando de alegría porque has encontrado el canto de los cinco pájaros, que es tu fuerza y protección.”

–Y el primer pájaro, ¿qué me dijo?

Él me explicó:

–Ese pájaro se llama Nom;4 es tu pájaro guía en el monte. A través de su canto nunca perderás el camino de tu vida. Si te fijas bien, la terminación de su nombre se parece al último sonido de tu apellido paterno; además, el amarillo oro, dominante en el plumaje de las yuyas que acompañaban al pájaro Nom cuando éste emitía su canto, es el color que te servirá para atraer la buena suerte. Pero tu pájaro protector, ahora que eres niño, será el pequeño colibrí, que significa la dulzura, no por su canto, sino porque su corazón representa el cariño entre los hombres y las mujeres. Tienes mucha suerte –reiteró– porque en un solo día encontraste los cinco trinos de los pájaros. A mí me costó tres largos años buscar mi protección.

De regreso a la huerta y cuando el sol comenzaba a declinar, le pregunté al abuelo.

–Abuelo, ¿qué son los pájaros?

–Te lo voy a decir, pero no te distraigas, porque entonces te vas a quedar atrás de mí, y yo terminaré hablando solo.

–Te prometo que no lo haré.

Entonces él, satisfecho, me respondió:

–Los pájaros son libres cometas ambulantes que, al posarse en el ramaje de los árboles, nos regalan cantos y plegarias: la voz primera de la creación.

–¿Sólo eso, abuelo?

–No. En cada trino y en cada color de su plumaje está escrito el oculto nombre del Creador del Universo.

De ahora en adelante sabrás que el nombre del Creador está en el dulce trino de veinte pájaros y en trece colores del plumaje de ellos. Con estos rastros podrás conocer la revelación del nombre que buscas.

–Entonces, ¿cómo podré pedirles a los pájaros que me revelen el oculto nombre del creador?

–Para ello, para que los pájaros te revelen el nombre del creador, necesitas despertar… Despertar por las madrugadas, y oír la dulce y suave armonía de las palabras de un pájaro que habita dentro de tu corazón. Si le prestas atención, oirás las palabras suplicantes de un ave presa que añora libertad.

–Abuelo, ¿podré algún día contemplar a ese pájaro que late y vive dentro de mí?

–No. Porque dentro de ti existe un pájaro rojo que al cantar te prolonga la vida, y fuera de ti será un pájaro blanco que te llevará al regazo del Creador cuando llegue el día en que tu cuerpecito abandone la Tierra.

–Abuelo, yo quiero ser ese libre pájaro rojo que aprenda el nombre del Creador del Universo para decírtelo a ti, a mi padre, a mi madre, a mis hermanos y a todos los habitantes de la Tierra.

“O, ¿es que los hombres prefieren vivir ignorando el sagrado nombre de quien han recibido la vida?”

Pasaron unos segundos, pero mi abuelo ya no me escuchaba.

–¡Abuelo! ¡Abuelo! ¿Por qué no me contestas? ¡Abuelo! ¡Abuelo! ¿Por qué te quedas callado?…

Quise insistir con más preguntas, pero, al mirarlo pensativo, opté por guardar silencio mientras caminábamos por las veredas que nos conducirían a la huerta.

Al atardecer de ese mismo día llegamos a la plantación de frutales. El abuelo, cansado por la larga caminata de la madrugada, que concluyó poco después del mediodía, dispuso que no lo molestáramos porque quería dormir un rato en la casa de mampostería, localizada junto al sembradío de palmas.

Aprovechando que mis tíos no me ocuparían en labores de la huerta salí a la calle a jugar kimbomba5 en compañía de mis primos y hermanos.

A un costado del portón de la huerta donde jugábamos, estaban estacionadas carretas cargadas de sacos de maíz recién cosechado por agricultores procedentes de los montes cercanos a Uxmal. Aquello era una romería: mulas comiendo zacate; caballos tomando agua de las cubetas de latón; perros guarecidos del sol debajo de las carretas, o en disputa escandalosa por un mendrugo de tortilla; hombres comiendo mientras platicaban en lengua maya.

Cuando estábamos más entretenidos midiendo qué tanto había recorrido la punta de la kimbomba, por el camino por donde habían llegado las carretas vimos venir a Manuel Millán, amigo y compañero de la escuela, quien, diestro en atrapar aves canoras y de bello plumaje, traía dos jaulas con pajarillos saltando en su interior.

Atraído por el alboroto que se armó con mis primos, los dueños de las carretas y el propietario de los pájaros presos, me preguntaba en silencio: “¿Por qué el abuelo, que me había preparado en el cultivo de la tierra, en el cuidado de los animales de la huerta y en otras labores agrícolas, no me había enseñado a construir jaulas?”

Al retirarse el pajarero al pueblo, tomé la decisión de ir en busca del abuelo para reclamarle por qué no me había enseñado cómo atrapar pajarillos.

Cuando lo encontré, vi que criaba a los perros en la entrada de la cocina de su casa.

Poco después de escuchar el reclamo, respondió:

–El que quiera disfrutar del canto de los pájaros no necesita construir jaulas, sino sembrar árboles. El canto de los pájaros pertenece a todos, nadie es su propietario.

“El canto de los pájaros en libertad es la palabra del Creador del Universo; este canto, al igual que la libertad del hombre, no se vende. No es una mercancía…”

Repentinamente, el ladrido de un par de perros, que se disputaban pedazos de tortillas revueltas con caldo de frijol, interrumpió las palabras del abuelo. Después de aplacar con regaños el encono de los rijosos, agregó:

–¿De qué sirve escuchar el canto de los pájaros en las jaulas si en prisión no se expresa la alegría de vivir? Si quieres disfrutar del colorido plumaje y el canto de los pájaros, no aprisiones el lenguaje libertario de la naturaleza. El mejor atril de la música de las aves son las ramas de los árboles. No olvides que quien le pone rejas a la libertad le pone candados a su conciencia, silencia su palabra y condena para siempre su dignidad…

Después de haber escuchado con atención las últimas palabras del abuelo en torno a la libertad de los pájaros, sin darnos cuenta, la noche se nos vino encima con su manto de estrellas y luciérnagas.

Antes de retirarnos de aquel sitio, le pedí que me disculpara por el tono enérgico de mi reclamo y, con sus reflexiones que me dejaron satisfecho, abandoné la plantación de frutales con destino al pueblo en donde vivía con mis padres.

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1 Lugar de cultivo situado al Oriente de Calkiní. La palabra está compuesta de dos palabras mayas: chun, tronco u origen; y ts’alam, un árbol maderable.

2 Planta parásita que produce frutos redondos, comestibles, de color rosa.

3 Palabra náhuatl. En maya a este árbol se le llama luch–ché.

4 Perdiz.

5 Juego infantil tradicional.

 

Jorge Miguel Cocom Pech

Continuará la próxima semana…

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