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El Santo Bebedor: la leyenda sibilina

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“Todo hombre que se respete a si mismo debería de emborracharse

tal y como dicta la vieja costumbre: a la menor provocación,

y de preferencia en cualquier ceremonia pública.”

Mark Twain

Aída López

Los libros guardan caminos mágicos para llegar al lector. No abundaré cómo llegó a mí “La leyenda del Santo Bebedor” (1939), de un escritor por demás prolífico e imprescindible para conocer una época cuando “futbolistas y boxeadores eran la élite” (mofa), sus costumbres, las guerras que se libraban y que marcarían la historia de nuestro tiempo. Joseph Roth, calificado por sus biógrafos como manirroto, codicioso, disoluto, informal, pobre y bebedor, creó su leyenda, misma que plasmó de manera autobiográfica en su última nouvelle como un testamento, donde de manera irónica se burla de sí mismo con un sabor dulce-amargo como la absenta que corría por su sangre y con la que vivió hasta sus cuarenta y cuatro años.

Hijo de judíos nacido en Galitzia, región anexa al Imperio Austrohúngaro, vivió bajo el estigma de su raza. Se alistó en el ejército austriaco durante la Primera Guerra Mundial, y a la caída del Imperio se exilió, abandonado sus estudios de filosofía y literatura, dedicándose al periodismo, destacando como cronista en Polonia, Italia, Unión Soviética, entre otros países. Fiel a su ideología de que la literatura es la sinceridad y la única expresión verdadera de la vida, podemos encontrar en sus textos esa vida aciaga, desventurada y alejada de sus raíces que marcaron su sentimiento de pérdida de la patria.

Quizá el lector se formule la misma pregunta que yo, ¿puede haber santos bebedores? La palabra “Santo” en el título de la novela es irónica, como se puede constatar a medida que avanza la lectura. Escrita de manera sencilla, libre de recursos literarios, sin atmósferas ni paisajes y uno que otro viso de la época en la que se sitúa la narración, el “Santo Bebedor” es un clochard, un vagabundo que vive debajo de los muelles del río Sena cobijándose con periódicos, esto después de estar dos años en la cárcel por asesinar a un hombre. Sin entrar en detalles, Roth nos presenta al astroso protagonista Andreas Kartak y con quienes va interactuando hasta su deceso. Calles, bebidas, antros, hoteles, bistrós, sin faltar las iglesias, son algunos de los sitios que frecuenta este hombre sin oficio ni beneficio, pero a quien le sonríe la Diosa Fortuna.

Historia de azar y destino es la de Andreas. Siendo “Santo”, no es quien realiza los milagros, como se esperaría, sino quien los recibe. La primera esperanza rumbo a la reivindicación es cuando, una tarde de primavera, un hombre maduro, bien trajeado, recientemente convertido al cristianismo, con la misión de ayudar a la regeneración de los indigentes, le ofrece doscientos francos con la promesa de devolverlo en la iglesia de Sainte Marie des Batignolles, donde se encuentra santa Teresa de Lisieux -Santa Teresita de Jesús-, quien lo transformó después de leer su historia.

El camino al infierno está lleno de buenas intenciones y es precisamente lo que le sucede al “Santo Bebedor”, quien en varias ocasiones intenta devolver el dinero, ya que él se califica como un hombre de honor, pero “el Diablo Verde” o sea, la absenta, lo aparta del camino y lo hace perder el dinero para saldar su deuda una y otra vez. Pero no es solo la santísima bebida trinitaria de ajenjo, hinojo y anís que lo aparta del camino del bien: la mujer por quien asesinó, una prostituta que se hace pasar por bailarina de un casino de Cannes, un amigo trácala del antiguo trabajo, son algunos de los personajes que distraen la buena voluntad del nefelibata.

En el bar ruso-armenio TariBari, ubicado en la rue des Quatre Vents, Andreas celebra su cumpleaños con un café arrosé rhum –con piquete, diríamos– y una rebanada de pan con mantequilla, fecha azarosa derivada de recordar el día de su nacimiento en jueves y de comprar un periódico fechado en jueves, coincidencia suficiente para festejar donde los milagros económicos surgirán al calor del ron y la absenta, tan codiciada por los artistas parisinos de principios del siglo XX, representada por pintores como Picasso, Degas, Manet, entre otros.

El clochard describe a los personajes con sorna, como esta de un hombre que le ofrece trabajo: “Tenía los ojos brillantes, un rostro infantil, rosado, y justo en el centro un bigote negro…gordo” y la esposa de este, quien permanecía de pie, vestida de abrigo, guantes, sombrero, bolso y paraguas “a pesar de que hubiera debido saber que todavía permanecería en aquella casa todo el día y la noche e incluso el día siguiente. De tiempo en tiempo la mujer se veía obligada a pintarse los labios: Andreas lo comprendía muy bien, pues al fin y al cabo se trataba de una dama.”

En la sucesión de hechos encadenados y azarosos, Andreas asistió al cine, a tabernas en Montmartre con colegas del vino en las alegres noches parisinas que “se desplegaban como un desierto sin puntos de referencia”, bistrós burgueses, recuerdos de mejores tiempos de cuando llegó de Olschowice de la Silesia polaca a Francia para trabajar en las minas de Quebecque y donde perpetró el asesinato del esposo de Caroline, de quien se enamoró cuando estaba “lozana y apetecible”, aunque a la luz del día y la sobriedad, a la postre la descubriera envejecida, pálida, hinchada, “durmiendo el sueño de las mujeres que envejecen.”

Kartak es un ser que se desconoce al mirarse en el espejo de un restaurante por primera vez después de varios años; no recuerda su fecha de nacimiento ni su apellido hasta que encuentra el permiso caduco que lo llevó a Francia, momento en el que reconoce que su permanencia es ilegal y puede ser expulsado de París. Sin embargo, ya cree en los milagros y en la suerte que lo ha cobijado desde que recibió los primeros doscientos francos: “…era un milagro, y dentro del milagro no hay nada extraño.”

Bien dijo Roth que la orfandad te da la oportunidad de crear al progenitor, y así lo hizo. Con la mitomanía que lo caracterizaba, contó diversas versiones de su padre –por el apellido Roth (rojo) se deduce que contaba con recursos para pagar por el apellido de un color, ya que los judíos llevaban el del lugar de su nacimiento–, quien los abandonó a su madre y a él antes de cumplir los dos años de edad. En La leyenda del Santo Bebedor, el protagonista tiene un sueño donde se manifiesta él mismo como el padre: “Por qué no fuiste a verme el domingo pasado” y la pequeña santa ofrecía el mismo aspecto que, muchos años atrás, se había imaginado él para su propia hija. ¡Y  eso que no tenía ninguna hija! En ese sueño le contestó a Teresita: ¿Cómo te atreves a hablarme así?  ¿Has  olvidado que soy tu padre?

Si bien la nouvelle refiere las acciones de un alcohólico a quien doscientos francos le devuelven el ánimo, la dignidad y el deseo de bañarse para volver a disfrutar de la vida entre hoteles, bistrós y tabernas, en compañía de mujeres y amigos, además de desencadenar una sucesión de milagros que va normalizando “porque no hay nada a los que más fácilmente se acostumbra una persona que a los milagros, cuando los ha conocido una, dos o tres veces,” la vida de Roth en similares circunstancias no tuvo el desenlace feliz de su protagonista.

Los últimos años los vivió en hoteles, alcoholizado, enfermo y lúcido, después de que su esposa fue internada por esquizofrenia. A partir de las seis de la tarde, una mesa del café Tournon en el Barrio Latino era lugar de recepción de colegas, amigos y seguidores en tres turnos, hasta el amanecer. En esa misma mesa escribió “La leyenda del Santo Bebedor”, profética, publicada unos meses después de su muerte. En esa misma mesa comenzó su trágico desenlace al enterarse del suicidio de su amigo, el poeta judío Ernst Toller, el 22 de mayo de 1939 en un hotel de Nueva York. Joseph Roth colapsó, fue internado en un hospital público en donde los médicos, al ignorar su condición alcohólica, le provocaron Delirium Trémens que cinco días después lo condujo a la muerte.

En esa simbiosis macabra entre la última obra del autor y su muerte, bien podría el deceso de Roth ser el epílogo del “Santo Bebedor” o un final alterno menos benevolente para Andreas, quien murió en la sacristía de la iglesia creyendo que estaba frente a Santa Teresita, el último milagro, exclamando: “Denos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte,” muerte en mucho alejada de la belleza y la ligereza con la que expiró el escritor.

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