De José Castillo Torre
Ricardo Mimenza Castillo
(Especial para el Diario del Sureste)
A don Salvador Rosado
La tierra del Mayab cuenta con un cálido y multilírico elogio e interpretación sagaz con este libro. Su autor lo confiesa: es un himnario a su sabiduría, a su rota estirpe, a su mutilada tradición, víctima del Tiempo y de los hombres, de la Conquista y de su decadencia racial.
La gargantilla de perlas de Yukalpetén ciñe el tanagrino y esbelto cuello de la musa del orador dilecto, y luce, arrostrando los iris de la luz por su magnificencia y oriente.
A este libro hay que comentarlo por incisos y salmos de poesía. Su mismo autor confiesa apartarse en él de las severas teorías matemáticas y escuetas de los arqueólogos de gabinete, para impulsar su navicela de Argonautas del Pasado por el océano de las mil encontradas hipótesis del origen del Mayab rutilador.
Se basa en Churchward y su libro primigenio El perdido continente de Mu, y a este discípulo de Brasseur y de los orientalistas acude a buscar en la Atlántida o en la Pacífida, los dos continentes inmersos e ignotos de ambos océanos, la tierra original de itzalanos y mayas.
Ornamenta de misterio y de grandeza a aquellos paraísos terrenales de los Adán-Kadmons de la raza y se complace en describir sus migraciones que a través de nueve mil millas –que fuera cuna de los dioses impasibles de la estirpe– se allegan a la península, a la coralina tierra del faisán policromado y del ciervo más veloz que Huay-Tul.
Las raras analogías entre las arquitecturas del Cambodge y de Java, las mutaciones de los dioses asiáticos y sus avatares, sus dogmas sombríos, cree verlos reflejados en aquellas torres de piedra que encerraban el altar redondo de los sacrificios y el zompantli con hileras de cráneos roídos que los mesnaderos de Hernández de Córdoba encontraron al dar el primer paso en las tierras yucatanenses del mar Caribe.
“Partamos hacia los campos del Ensueño, a vagar por esas azuladas colinas en donde se levanta el Índice abandonado de los Sobrenatural” –así le urge el numen, como tábano del trópico.
Y uniendo ciencia y poesía, verdad e imaginación, canta las gestas de las tierras rojas que se mecían en su virginidad sobre las aguas del mar infinito, a quien dedica el maravilloso capítulo evocador intitulado folclóricamente “Playas de cocos y anacahuitas”.
En “Las grutas solitarias del Mayab” –igual que Thompson y Byron Gordon, pero por otro modo– va a desentrañar el enigma etnológico de los mayas, su psicología de silencio y de misterio, su impasibilidad hierática que desafía toda investigación, toda curiosidad, alma cerrada a lo extranjero, como valva marina que guarda avaramente su secreción que es perla magnífica, digna de los príncipes de los hierofantes y de la divinidad.
En “Los subterráneos de la ciudad blanca” nos habla de aquellos callejones de catacumba que unían diversos sectores de Mérida, bajo su pavimento de siglos y que comunicaban templos y monasterios –probablemente construidos aprovechando los laberintos del subsuelo de los indios– sus caminos de defensa y de escapatoria a sus desastres, sólo conocidos de sus nacones y sacerdotes.
Ahí cree Castillo Torre que puede ser hallada en algún recodo, nicho o columbario la Tradición, quizá la Historia primitiva de los mayas, escrita por algún ignorado misionero o sometido cacique y soterrada cuando la extinción de las órdenes pías al advenimiento del orto de la Libertad, cuando la lámpara que ardiera por tres siglos en la Casa de los Franciscanos fue extinta en imponente ceremonia de expiación y de “adiós…”
El itinerario de los mayas, su idioma protohistórico, sus inscripciones, sus lazos antiquísimos con la civilización de Tiahuanaco en el Perú, el Ramayana y nuestras cosas, la Moneda de Amón-Rá que la fantasía de don Rafael de Regil extrajo de Cozumel a donde no llegaron los egipcios, las serpientes divinizadas de piedra que son símbolos de la eterna y esotérica Sabiduría del Mayab, los granos sagrados del maíz –emperador de las simientes aborígenes y base de la civilización india porque la hizo sedentaria y agricultora de nómada y frugívora, y también base de los agüeros y adivinaciones del hmen o augur–, y la resurrección del ídolo que vertía por los labios solemne caudal de piedras preciosas –símbolo de la sabiduría del Mayab cuando torne a alimentar la ente de los hombres–; y su capítulo final de “¿Hasta cuándo bajarán los indios de su cruz?”, henchido de verdades sociológicas con respecto a la incorporación de las razas muertas al afán de la vida civilizada –capítulo que debieran meditar nuestros renovadores y políticos de médula– (que para los de paja, toda meditación holgaría por su impotencia mental) forman la trama multicolora donde se asienta el gallardo desfile de vestales, guerreros, civilizadores, profetas y deidades de nuestro Mayab eterno y fascinante… siempre enigmático y siempre inmortal por voluntad de sus dioses y de su destino… Bien puede el Mayab estar pletórico e hiperdúlico de gozo, por este libro exaltador de su estirpe.
Diario del Sureste. Mérida, 17 de marzo de 1935, p. 3.
[Compilación de José Juan Cervera Fernández]