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El mendigo que fue soldado

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Paralelos humanos

Carlos Duarte Moreno

(Especial para el Diario del Sureste)

Cojo, cuajada de nieve la cabeza y con una cicatriz profunda en la mejilla derecha, el mendigo ha tocado a mi puerta para pedir un poco de agua. Miro su rostro lelo y dulce, y apiadado le digo que pase. Hago que se siente junto a la mesa en que mis libros y papeles descansan. Sus pies desnudos están llenos de polvo. Lleva un morral mugriento y un bastón sin talla. Respira fuerte. Está cansado de caminar por la ciudad. Se muestra sorprendido de que yo le hubiese invitado a pasar. Sus ojos parpadean, perplejos. Comprendo y lo acaricio con una mirada. Toma un periódico de la mesa y con esfuerzo lo recorre con la vista, casi pegando el papel a los párpados.

–¿Está usted viendo lo que dice aquí?

Curioso, miro lo que me señala. Es el título de un artículo.

–¿Pero ya vio usted lo que dice aquí?

–Sí, ya lo vi: “El sacrificio por la patria”.

–¡Pues eso es…!

Y deja caer la mano con el periódico y queda un momento como extático, mirando hacia arriba… Luego vuelve de su ensimismamiento y se transfigura. Me da la sorpresa. Habla con calor, con vehemencia, con sentimiento bien expresado. Con ansiedad que lo hace temblar saca del bolsillo unos papeles amarillentos, casi destruidos por el tiempo. Son despachos con el escudo de la República. Este mendigo es veterano de la Guerra de Castas y luchó contra el Imperio, en defensa de la patria. Y hoy pide limosna. Lo interrogo. Nunca quiso nada. Se conformó con cumplir con el deber. Por eso pasó inadvertido y camina hacia la muerte, viviendo de la caridad pública. Me doy cuenta entonces de su sugerencia dolorosa y plácida al mostrarme el título del artículo.

–¡El sacrificio por la patria!

Maquinalmente lo he dicho. Y el mendigo me contempla como dándose cuenta de que su intención ha quedado en mi alma. Le traigo el agua. Le doy algo de mi alforja de peregrino. Parece que me han magullado el corazón. Lo veo partir, trabajoso. Al salir, un perro vagabundo lo ladra. Figura triste, su silueta es un grito de miseria en el barrio. Toca a la puerta vecina y yo cierro la mía y me siento en el mismo sitio en el que él descansó unos minutos Vuelvo a tomar el periódico y mis ojos, con mi alma, se pegan en el título oportuno. Mi gato se arquea y maúlla completando el cuadro de mi cuarto desolado de paz. ¡Verdaderamente da vergüenza contemplar a un anciano encorvado, demandando limosna, cuando sirvió a la patria, cuando fue a ofrecerse para salvar la nacionalidad! ¿De qué le sirven esos despachos amarillentos llenos de refuerzos engomados? ¿Qué le importa a nuestra ciudadanía de hoy, en la realidad del aprecio y del socorro, esa documentación en que la tinta con que fueron escritas las firmas ya está en fuga de tono? Pobre viejo trashumante y pedilón que no ha querido poner su miseria bajo el control oficial y que camina todavía por los barrios pidiendo pedazos de pan y alguna ropa vieja con qué cubrirse, guarda resignado aquellas constancias de su valor ofrecido al deber; y, pacífico y entristecido en cordura, no espera nada de los hombres ni les reclama ni los fustiga. Tal vez se ha cruzado por la calle con algún hombre que no fue a la Guerra de Castas ni a luchar contra el Imperio porque tuvo en cuenta que otro lo harían, y al extenderle la mano anciana demandando ayuda, sólo recibió una mirada de enojo por aquella libertad… ¡Pero así son las cosas de la vida! Nos volveríamos locos de tanto pensar esa absurda injusticia de los hechos humanos que convierten en paradoja la racionalidad. No esperar recompensa es el mejor apoyo del espíritu contra el desengaño que viene después del sacrificio consumado. Darse, sencillamente, cuando hable el deber, haciendo sorda la conveniencia, sin importarnos que luego de consumirnos en el fuego del sacrificio el agua sea para los que se cruzaron de brazos ante la obra, seguramente es antídoto contra los venenos torturadores de la indiferencia social o del desprecio público. Por eso no hay que pensar que algo vendrá a beneficiarnos si pasamos una noche sin sueño o sufrimos en holocausto de los hombres. Es mejor la convicción de que ahí donde terminó nuestro deber cumplido terminó toda consecuencia; y así, si la suerte, de suyo tornadiza y caprichosa, quiere darnos espigas de remuneración, será regocijo inusitado para nuestra vida. Creer que nos espera un trono después de la acción heroica, del hecho noble, de la consumación laudable lograda por nuestras manos, es llevar el corazón hacia la desilusión más aplastante. Tener como cierto que en pos de la conducta luminosa viene a veces el destierro, el hambre, el hospital, el cadalso y, sin embargo, seguir en la gesta que nos marque nuestra aptitud y nuestro empuje y cumplir como buenos cuando la hora lo demande, es marchar acorazados y limpios de ambición impura, y destellar maravillosamente. El mendigo que fue soldado no es más que calca de otros soldados de la Vida que necesitan pedir para vivir no solamente en la vejez de su cuerpo sino en la vejez de su alma sin esperanza. Es uno más, en la realidad ambiente social, que acudió a ocupar su puesto en el instante decisivo que llenó el hueco que lo llamaba en las filas combatientes, que dio sus mejores empujes, que entregó sus mejores arrestos al reclamo del cumplimiento del deber, y que hoy va de puerta en puerta de casas, y de espíritus, buscando pan y mantas para cubrirse…

31 de enero, 1935.

 

Diario del Sureste. Mérida, 5 de febrero de 1935, p. 3.

 

[Compilación de José Juan Cervera Fernández]

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