“Me observan en silencio mientras escribo”
Roberto Bolaño
Rocío Prieto Valdivia
A mi pequeño hijo le gustaba mucho ir al muelle, cada vez que no tenía clases nos pedía ir.
Era una delicia verlo sonreír. Aún recuerdo el verano que lo vio por primera vez. Tenía escasos cinco años, y su carita se tornó sorprendida ante el gran mamífero: su piel era brillante, tenía unos grandes bigotes, y ese par de aletas que parecían aplaudir fueron un gran regocijo para mi pequeño, que lo señalaba con su dedo y corría de un lado para otro, viendo al mamífero zambullirse muy cerca de las piedras, en busca de su presa.
Los pescadores en el muelle bajaban de sus embarcaciones, sus rostros curtidos por el sol. Sus baldes llenos de pescado eran el motivo para que el mamífero estuviera ahí, a la espera de algún rico botín que ellos en agradecimiento por volver al puerto le aventaban. Estaba gordo y no se cansaba de aplaudir, ni de zambullirse en las heladas aguas del pequeño muelle.
Mi hijo quiso unirse al festejo y mi esposo le dijo: «Anda, ve y busca a ‘Petrita'», una dulce anciana que se paseaba en las inmediaciones del muelle con un pequeño baldecito rojo, repleto de bolsitas de sardinas chiquitinas.
El niño regresó corriendo con la bolsa de pescaditos. Los observé disfrutando ese momento juntos entre risas y juegos.
—¡Avienta más alto el pescadito, Fernando!
—No puedo, papá.
—!Claro que puedes! ¡Mira: así!
Mi esposo alzó al niño en sus brazos y el pescado voló por el aire hasta caer en mi cara.
Ellos con la mirada lo habían seguido. Dudaron por un momento en soltar la carcajada, se miraron a los ojos en complicidad… y soltaron la risa.
Mientras, a mí el pescado seguía viéndome a los ojos, y el mamífero no dejaba de aplaudir.