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El labio roto de Ruth

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Letras

Rocío Prieto Valdivia

“Tantas veces las mujeres necesitamos ese sadomasoquismo que todo hombre tiene dentro”

Una tarde de noviembre, mientras amamantaba al pequeño Rodrigo y Gonzalo leía, Ruth se empezó a sentir triste. Veía sus manos tan delgadas, los pantalones le habían empezado a quedar enormes; de sus anchas caderas que tuviera al embarazarse, ya no quedaba nada, sólo esas fotografías que meses antes se había tomado junto a sus compañeras de trabajo.

Tal vez era esa estúpida crisis que algunas mujeres recién paridas pasan llamada síndrome posparto en la que algunas mujeres odian a sus críos y otras se sienten terriblemente entristecidas.

A Ruth siempre le habían gustado las emociones fuertes, la adrenalina corriendo por sus venas. Aún cuándo su médico había indicado una cesárea, ella quiso que se le rompiera la fuente, sentir como sus caderas se iban abriendo, que sus entrañas se hacían pedazos.

Fue Gonzalo quien, al verla sufrir tanto, pidió que la sedaran y la metieran al quirófano para que su hijo no sufriera. Sabía que su mujer no era una santa. En múltiples ocasiones lo había hecho perder la compostura, pero había hecho una promesa a la Virgen del Carmen: si el pequeño Rodrigo nacía sano y rozagante, no volvería a tocar a su mujer.

Había pasado meses esquivando los constantes cuadros patéticos de celos, los reclamos irónicos, esas madres que las mujeres cuando recién paren presentan. A Gonzalo ganas no le faltaban de romperle su madre a Ruth, pero cuando un macho alfa promete algo a la Virgen del Carmen, lo cumple a toda ley.

Ruth se vio al espejo. Tenía el semblante demacrado. Se veía tan ridícula, tan ordinaria. Gonzalo, en cambio, estaba feliz a su lado.

Sin más miramientos, ella lo empezó a golpear con el puño. Le fastidiaba que su hombre no se inmutara de su cuerpo esquelético, de sus estúpidas pijamas en las cuales andaba noche y día.

Gonzalo esquivó los golpes, uno a uno. Ruth, con tanta ira circulando en su sangre, estalló en llanto y cólera.

– Es que ya no me amas. Por eso esquivas mis puñetazos.

Gonzalo la miró sin decir una sola palabra.

Ruth, en un arranque de rabia, tomó el abrecartas que estaba sobre el pequeño escritorio donde Gonzalo se encontraba sentado, tecleando uno de sus escritos. Con saña intentó apuñalar a su hombre. La adrenalina le corría por las venas.

-¿Qué te pasa?, ¿estás loca, mujer?

– Tú serás el culpable de que yo me convierta en asesina.

– Cállate. Suelta el abrecartas.

– Te he dicho que no.

En el forcejeo, Ruth hirió a su hombre en el estómago. Lo vio pedir auxilio. Ella estaba extasiada con la escena.

– Anda, corderito mío: bésame.

Gonzalo, con las pocas fuerzas que tenía, le aventó un juguete de Rodrigo, rompiéndole el labio.

Fueron cinco lentos minutos de agonía para el hombre que yacía en el suelo, desangrándose.

Rodrigo lloraba hacía ya veinte minutos. Las vecinas de al lado tocaban insistentes la puerta del pequeño departamento.

– ¿Qué ha pasado, chicos?

– No puedo abrir. Gonzalo me ha golpeado de nuevo.

– ¿Dónde estás, cariño?

Al abrir la puerta las vecinas se horrorizaron: ahí estaba Ruth, con el niño en brazos y el labio roto.

Minutos más tarde se escucharon las sirenas. Los paramédicos encontraron aún con vida a Gonzalo; en su mano sostenía la estampita de la Virgen del Carmen.

– Ella te salvó, chaval.

-Sólo te quedará una cicatriz enorme.

Gonzalo había librado la muerte, pero no la prisión.

Cada mes, puntual, Ruth lo visita junto con Rodrigo, “asegurándole que siempre estarán juntos”.

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