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El imperio de la luz

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José Juan Cervera

Al primer llamado de la aurora acuden sombras espesas para trocarse en rocío, brotes y trinos, sin prisa que se traduzca en congojas tempranas.

Quien madruga y sin mirarte se envuelve en ti, emite densa neblina en el linaje de tu atmósfera.

La mar asienta en sus aguas el reflejo de la aurora que humedece su rubor en frescura movediza.

El amanecer circunda tu puerta y penetra en tu ventana, se filtra en tus poros y sella una alianza inadvertida que augura la llegada de potencias germinales.

La novedad del día llega con el júbilo creador que a veces tuerce el rumbo por caminos secundarios.

Si el pantano dejase de poner cerco a la fuente cristalina, los frutos del valle no tendrían razón de proclamar exuberancias que brotan de fuerzas entremezcladas.

La conciencia abre paso a la sustancia cuando se envuelve en el aliento fresco que esparce la lozanía del día.

Los días funden su novedad efímera en el molde intemporal de la conciencia. Ella destila en sus frutos esplendores y lozanías.

La más firme profesión de fe cuaja al hálito de la alborada.

Muy temprano, en el día señalado, la madurez llega junto con el alumbramiento.

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