José Juan Cervera
El amor es foco de atención en diversos escenarios de la vida. Cobra forma en la esfera del arte y en los tópicos de la mercadotecnia. Especialistas y legos lo describen y lo examinan, lo representan en símbolos o lo desfiguran apresuradamente. Unos exaltan su presencia y otros anhelan experimentarlo de modo distinto a como lo han conocido. Crece, gira o languidece, brilla como bien intangible y es nombrado con tal insistencia que puede inspirar fundadas sospechas. Su faz cambiante discurre con la historia de la humanidad.
Su tratamiento literario ha sido variado y sugestivo. El científico francés Blaise Pascal hizo una pausa en sus complejos cálculos matemáticos para ocuparse de él desde su lejano siglo XVII, dando como resultado su pequeña obra Discurso sobre las pasiones del amor. Julio Torri preparó una versión al castellano que en 1942 apareció con el sello de Editorial Séneca, empresa que fundó el poeta español José Bergamín durante su exilio en México. Su colega y compatriota Emilio Prados estuvo a cargo de la edición en los respectivos talleres tipográficos.
Pascal plantea la idea de que, entre las grandes pasiones, el amor compite con la ambición aun cuando sea común relacionarlas entre sí. El sentimiento amoroso al que prefiere referirse es el que deriva de la grandeza de espíritu, el que se expresa con ardor y busca realizarse en lo agradable y lo bello. A su concepto de belleza añade el componente moral que se refleja en los actos y en las palabras. Otro factor decisivo para él es la sutileza: “Con todo cuando poseemos una amplia visión, amamos hasta las cosas mínimas, lo que no es posible a los demás.” La calidad delicada de este amor lo hace más firme y duradero.
Beatriz Espejo llama la atención acerca de las traducciones de Torri, señalando las licencias que se concedió al efectuarlas. Se refiere tanto a la de la obra de Pascal como a la de Las noches florentinas, de Heine: “Las hizo con una prosa acertada que corre sin dificultades y que, si se coteja con los originales, parece excelente, aunque quizá nunca sea muy rigurosa.” Para sustentar su aserto, cita la carta que Torri dirige a Pedro Henríquez Ureña en mayo de 1911, en la que reconoce no ser un traductor del todo fiel en los días en que ejecutaba lo propio con una obra de Óscar Wilde. Sin embargo, entre esta labor de juventud y la versión publicada de Pascal transcurrió poco más de un cuarto de siglo. Del mismo modo, es preciso recordar que un traductor no se constriñe al conocimiento de una lengua extranjera, sino que se atiene también al dictado de su sensibilidad, ejerce la riqueza de sus dotes intuitivas para explorar una región en la que por igual echa raíces. Puede pensarse que éste fue, por lo menos, el caso del escritor coahuilense.
Vale suponer que Torri tradujo el opúsculo de Pascal porque significó para él una lectura deleitosa, aun sin concordar estrictamente con su pensamiento y tal vez identificándose con algunos de sus pasajes. Su propia obra, escasa y pulcra, contiene alusiones al amor que en ocasiones pueden leerse, como sugiere Serge Zaitzeff, a modo de recreaciones de su experiencia sentimental, y en otras basta apreciarlas a la manera de textos tamizados por su tendencia a la hipérbole para compartir su mirada escéptica e irónica.
Personajes como el celoso que con su empecinamiento atrae el infortunio para su amada y para sí mismo, y el infame seductor que rinde honores póstumos a la muchacha que no exigió de él más que la fugacidad de un encuentro amoroso, encarnan los daños de pasiones insanas. Junto a ellos puede situarse el raptor dispuesto a imponer su voluntad por encima de cualquier límite, incluso sin ser correspondido. Semejante desmesura no apuntaba del lado del temperamento de Torri, y por eso la exhibía como un espectáculo grotesco.
No es que el notable prosista fuese incapaz de dejarse envolver en los ásperos vericuetos de una pasión tempestuosa, sino que prefirió organizar su vida de tal forma que recurrió a las relaciones, estímulos y sensaciones que tuvo a su alcance, aun convirtiéndose en un “galán de barriada” como lo llama Fernando Curiel.
Torri dice en uno de sus aforismos: “En el amor más espiritual hay algo de sensual. En el más sensual hay mucho de espiritualidad.” Postular este equilibrio y vivirlo es un don superior a todas las pretensiones vanas y a las apariencias que confunden el juicio.