Aída López Sosa
Mujeres misteriosas, extrañas semidiosas de tiempos remotos. Feas y viejas, o jóvenes y hermosas, las brujas han fascinado desde el principio de la humanidad. La personalidad intrigante y mágica de estos seres, a quienes se les atribuyen poderes para transformar y transformarse, está presente en el arte. La seducción que emanan las habitantes de la oscuridad ha hechizado lo mismo a pintores que a músicos o a escritores. Protagonistas de aquelarres y pactos satánicos, las brujas, en el imaginario, son sabias, conocedoras de los secretos de la tierra y las hierbas con los que curaban enfermedades y preparaban pociones, ungüentos, brebajes y filtros para atraer al ser amado.
La tradición en torno a las brujas europeas de la Edad Media viene de las leyendas celtas. Aunque la figura de la bruja no se concebía como en la actualidad, existían seres cargados de magia, como las sacerdotisas. Antes del cristianismo, las brujas ejercían libres su sexualidad, después se les acusó de enemigas de la fe. Atravesaron los cielos en escoba y llegaron a América, como otras tantas cosas que vinieron del Nuevo Mundo. África, América y Asia concibieron a sus hechiceras. Adoraron a sus dioses protectores a través de rituales y amuletos para el destino.
La oscuridad atemorizó seductoramente el arte inglés. William Blake la representó en “El círculo de los lujuriosos” o “El torbellino de los amantes” (1827), una de las 102 acuarelas alusivas a “La Divina Comedia” de Dante Alighieri. La paleta monocromática crea remolinos de cuerpos que en un momento son arrojados del éxtasis donde se recrean gozosos. El sol incandescente, en cuyo centro se abrazan desnudos los amantes, atestigua la expulsión al infierno.
El francés Gustave Doré, en su óleo “Las océanides” (1860), romantizó la figura de la brujas al representarlas desnudas sobre una roca en medio del mar, en cuya cúspide se encuentra encadenado Prometeo -obra de Esquilo 460 y 450 a.C. La paleta de azules fondea el cielo y el océano presentando un grupo de mujeres, dramáticamente iluminadas, sosegadas después de ser arrastradas por la corriente. En la cúspide de la piedra el titán las observa, mientras cumple la condena impuesta por Zeus por robarse una chispa del fuego de los dioses para darlo a los hombres.
El español Luis Ricardo Falero representó al Sabbat en “Brujas yendo al Sabbat” (1878). En el óleo se advierte la composición matemática por la espiral áurica -desde un punto central se expande-. El dinamismo hipnótico entre la niebla está conformado por brujas desnudas, esbeltas, con expresiones de placer y posesión demoniaca, observadas desde una esquina por una bruja montada en su escoba -elemento fálico-. El enigmático macho cabrío lleva en su lomo a una de las brujas. Completan la escena una salamandra, un gato negro, un pelícano y un murciélago, rumbo al jardín del diablo. Es evidente la fascinación que las brujas ejercían en Falero: dos años después pintó “Bruja yendo al aquelarre” (1880), como testigo la luna llena por donde cruza un murciélago, animal nocturno que sale de la cueva para acompañar los rituales.
Lovis Corinth, pintor alemán, representó el carácter sexual de estos seres en “Brujas” (1897). En el fondo claroscuro, un grupo de brujas ancianas realiza un ritual para la bruja joven y bella por medio del cual le transmiten sus poderes y secretos. Los conocimientos ancestrales se pasaban entre generaciones, aunque las que poseían poderes especiales inventaban sus propios hechizos.
Las congregaciones de brujas estaban presididas por un Gran Brujo o la reina del Sabbat; ellos recepcionaban a las mujeres que deseaban sellar sus votos con el maligno a través de ritos de iniciación. La ceremonia se completaba con el osculum obscenum -beso en el ano del oficiante-. Varias ilustraciones que Martin van Maële realizó para el libro de Jules Michelet “La Bruja” representan la ceremonia de entrega a Satán.
“Biblis” (1884), del pintor francés William A. Bouguereau, representa a la iniciada desnuda en el momento que se entrega a Lucifer durante el Bautismo Satánico. Túnica negra, amuletos, brasero con carbón, incienso, velas, música, tierra y agua salada, era lo necesario para que la debutante, vestida de blanco, renunciara a sus creencias y se despojara del estorbo de su ropaje.
El suizo John Henry Fuseli volcó su pasión por las brujas y demonios en varios de sus óleos. “La bruja de la noche visitando a las brujas de Laponia” (1796), ilustra un pasaje del Paraíso Perdido. La bruja viaja por los aires atraída por la sangre infantil. En “Kate, la loca” (1807), Fuseli representa a una mujer trastornada por los poderes del más allá, y en “Pesadilla nocturna” un demonio se posa sobre la mujer que duerme tendida. Sin duda, la figura de la bruja lo hechizó.
La Edad de las Brujas se ubica entre la Edad Media y la Moderna, tanto por el impacto social como por su proliferación, paradójicamente, resultado del cristianismo que las visibilizó y confrontó. Lo público se volvió oculto, objeto de persecución y pena de muerte para quienes se entregaban a los placeres con el Príncipe de la Noche.