Los casos de la senda
Carlos Duarte Moreno
(Especial para el Diario del Sureste)
La homeopatía, la alopatía, la hidroterapia, la botánica… ¡hasta la hechicería! Todo había fracasado. El mismo insomnio de siempre, la misma fatiga mental, la misma disnea, el mismo color de yema de huevo en el semblante; el mismo temblor involuntario de las manos; la misma capa de sarro amargo en la lengua; y la jaqueca prendida en las sienes con su latir de vientre de sapo y sus diez mil puntas endiabladas de alfileres agudizados en las noches… Y aquella su vista empeñada en sorprenderlo todo circundado de un verde espinoso que tiraba al amarillo. Y su hipercloridia en una alza y baja de azogue de termómetro, recorriendo su esófago caldeado de ácidos. ¡La ciencia era un fracaso para él! Era verdaderamente un condenado a cadena perpetua; un espíritu escapado de un tatuaje de desesperación incurable.
–¡Usted no tiene nada!
Había sido la respuesta eterna de los médicos, de los naturistas, de los hechiceros, después de análisis, de sistemas, de ensayos, de dietas, de baños, de cocimientos de hojas, de conservaciones de amuletos. “¡Usted no tiene nada!” ¡Pero si se estaba muriendo poco a poco!
Volvamos los ojos hacia el pasado del hombre enfermo. Ambición desmedida a la notoriedad… ¡pero ausencia completa de quilates, de potencias para salir avante en la gran competencia humana! Colegios; maestros; libros; exámenes; reprobaciones; repeticiones de curso… Y el tiempo pasando y pasando sobre la inútil terquedad del ciego empeño en ver la luz. Por fin, ¡la mayoría de edad! ¡La sociedad, el mundo que se abre con sus salones, con sus periódicos, con sus exhibiciones múltiples…! Y la nulidad cantando su canto de sepulcro. Y la Vida enseñando la victoria del empeño bien dirigido, de la validez del pensamiento, de la acción… Y cada hora, la hondura de la incertidumbre incrustándose en la carne y diciendo al oído, con las brujas clásicas: “¡Tú no serás nada!” Y comienzo de un desvanecimiento, del mareo que comenzaba a subir de los pies a las sienes, principio de los amaneceres con la cabeza en atolondramiento y la boca con gusto y consistencia de barro molido con hiel. Y aparición repentina del temblor involuntario de las manos. Y repulsión, odio para aquellos a quienes veía pasar por la calle y a quienes sabía triunfadores silenciosos en la justa de todos los días…
Vida perra. Incapacidad sabida por todos. Digestiones borrascosas. Ojeras violáceas en los párpados hidrópicos de urea. Noches en vela como viendo fantasmas, como escuchando ruidos, como oyendo voces de aquelarres. Pupilas de buey, agrandadas y salientes, sorprendiendo extrañas y vaporosas sombras en el ambiente. Y una realidad de coco hueco en su cabeza. Y una desesperación por ser algo que, con la disnea, lo hacía escupir el corazón. ¡Y el reloj de arena cayendo una vez y otra marcando el tiempo…!
Murió al atravesar una calle. Lo aplastó un automóvil que iba a carrera abierta. Cuando lo recogieron, apenas pudo decir:
–¡Que salga bien visible la noticia en los periódicos!
Y expiró. Un amigo suyo dio, impiadosamente, la clave. Era un pobre diablo; un cero a la izquierda de las sumas de la validez humana; un retazo de carne en forma de hombre, en el camino de los hombres. Incapaz de salir de la tara del rebaño por su nulidad, se dedicó a envidiar a los otros, a odiar la gloria ajena, el lauro de los demás. Hasta que un chofer acabó con sus hipercloridias, con sus insomnios y con sus temblores, es decir, con su envidia.
Y sabiendo que este hombre enfermo de envidia y muerto de atropello forma legión de legiones como el Peer Gynt de Ibsen, desconsuela pensar que se pierdan tantas carreras locas de autos…
Mérida, 8 de noviembre de 1934.
Diario del Sureste. Mérida, 10 de noviembre de 1934, p. 3.
[Compilación de José Juan Cervera Fernández]