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EL diario personal de Josefa, la conversa

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Letras

V

CAPÍTULO III

En este encierro, vigilada mañana y noche, la soledad me agobia. Sobre todo cuando terminado el día mi nana Cati se retira a descansar a la pequeña casa, reservada para ella y los suyos en el fondo de mi hacienda Kancabchén. Es por eso que rescaté, entre mis antiguas pertenencias, la pequeña libreta en donde por las noches escribo mis recuerdos.

Amé la lectura: si volviera a nacer, leería y leería sin cansarme jamás. Leer me hizo libre; creo que por eso pude entender lo que vendría. Aunque debo aceptar también que las historias de amores eternos hicieron que no mellara mi corazón aquella realidad que lastimaba a otros seres en el mundo. Absorta en mis libros, fui indiferente a los dolores sufridos por aquellos que trabajaban al servicio de mi familia.

En los libros conocí fuertes y contundentes discursos novelados, poemas generadores de suspiros y alientos ahogados que hacían que los hombres me parecieran héroes. Finalmente comprobé que muchos son falsos, como Manuel: pura buhonería salía de su boca, era de ésos que juraban poder enamorarse a la primera, de una vez y para siempre, así me dijo, pero realmente hombres como él son solo cazuelas llenas de mentiras. Así de hermosas parecían aquellas lecturas; eran como brillantes cristales de colores que empobrecían ante mis ojos la realidad, así me atraían, de tal manera, como el fuego a las polillas. Ésa fue mi desgracia.

Por eso le creí cuando me juró amor, pero luego descubrí que el mentecato estaba enamorado, pero no de mí, sino de la magnífica hacienda heredada de mis abuelos y que él, Manuel, como mi legítimo esposo administraría mientras yo viviera. Muy tarde supe de sus enredos con Rosaura. Pasada nuestra luna de miel se paseó sin pudor con ella por las calles de Tunkás a vista y paciencia de todos, dejándome en vergüenza. Le reclamé, claro que sí, y el muy infame, como respuesta quiso golpearme tratando de imponer a la fuerza su presumida hombría. Pero yo no soy mujer sumisa: por mis venas moriscas corre sangre guerrera, así que no sólo le devolví los golpes, sino que le dejé marcado el rostro con mis muy bien cuidadas uñas. A partir de entonces no compartí nuevamente mi lecho con él y así comenzó una vida de infierno, de gritos, golpes y espejos rotos.

A pesar de todo aquello, esa noche supliqué a Manuel que no se fuera, pero insistió en que debía cumplir su deber acudiendo en ayuda de aquellos que defendían la plaza del pueblo atacada por los indios bárbaros de oriente. Finalmente, se llevó a sus mejores hombres y dejó a unos pocos a cargo de la hacienda. Me enfurecí con él, pues sabía que en el pueblo vivía su amante, sí, el muy canalla prefirió ir a salvarla a ella antes que quedarse a protegerme.

Nada pude hacer cuando escuché los gritos de aquellos indios entrando a la hacienda. Alcancé a esconderme en mi ropero y fue ahí donde me encontró aquel hombre que luego supe se llamaba Bernardino. Pálida me habré visto por el susto cuando abrió la puerta del mueble y me miró sorprendido; pese a la arrebatada manera de abrir el estante para saquearlo, posó detenidamente su mirada en mí y no sé por qué, pero supe que no me haría daño. Así, como si se tratara en realidad de mi salvador, envolví su cuello con mis brazos y permití que ése, uno de los tantos salvajes que invadió mi hacienda, me cargara y sacara del refugio en el que me creí a salvo. A partir de ese momento me tomó muy firme del brazo.

En medio de los gritos, ayes e insultos, entre el olor a pólvora y sangre, cerrando los ojos para no ver, una voz en mis adentros decía relampagueante que era preferible morir a manos de esos bárbaros a seguir soportando el desprecio y las humillaciones de Manuel. Sabía además que al muy canalla de mi marido le encantaría deshacerse de mí y no movería ni un dedo para rescatarme en caso de ser raptada. Así que, sin resistencia, me dejé llevar por aquel hombre recio que me apretaba del brazo sin dejar de voltear a ver a cada rato mi rostro, abriéndose paso entre el tumulto como si fuera el jefe de la hueste invasora. Al escuchar los ruegos y llantos de mi hermana y las mujeres de la servidumbre, sin pensarlo y como pude, sin saber si me entendería, zafé mi brazo de su manaza y le exigí a gritos que no violaran a mi hermana y a las demás mujeres. Por primera vez observé entonces la encarnada sonrisa de quien sería luego el más grande amor de mi vida. Ordenó casi enseguida a su gente no hacer daño a las mujeres y dejarlas libres.

Recuerdo esa noche que cabalgamos con su tropa… Aquella hermosa luna llena iluminaba el camino y permitió que notara la manera en que su gente lo obedecía, con mucha veneración, como si se tratara de un rey. No olvido que, sin saber adónde iban, me apreté a su espalda; recuerdo bien cuando antes de emprender el camino le escuché ordenar que degollaran a Plutarco, el capataz, y a los dos hombres que estaban a su servicio. No cerré los ojos; por encima de su hombro miré cómo los pusieron de rodillas. A lo lejos se escuchaba una extraña melodía con violines y tambores. Levantaron sus cabezas jalándolas por el pelo hasta que Bernardino hizo una señal y los machetes cortaron suavemente los cuellos de esos infelices. Al mayocol y a sus ayudantes los degollaron de un solo tajo, con música de fondo.

Pero esos tres fueron las únicas personas que mataron los mayas, luego del breve enfrentamiento con los escasos defensores de la hacienda. Tiempo después, Bernardino me contó sobre su orden dada: si alguien pedía clemencia hincado e invocaba a la virgen no se les dañaría; se les dejaba con vida y libres. Sorprendida me di cuenta que ese hombre y quienes lo obedecían no eran salvajes ni tan desalmados como me habían hecho creer. Lo que sí es cierto es que no perdonaron a los favorecidos por el patrón, mi marido, quienes eran aborrecidos por los peones. Así, en medio de llantos, varios abrazaron las piernas del líder agradeciéndole haberlos dejado con vida y, liberados, suplicaron que les permitiera unirse a su gente.

Lo ocurrido esa noche –tanto susto, tantas emociones, los lamentos y el olor a pólvora– debió despertar en mí alguna parte dormida, algún desconocido sentimiento escondido tiempo atrás. Quizá tenían razón esas mujeres presumidas que me miraban con desdén, quienes decían que, a pesar de mi piel clara heredada de mi madre o de mi fortuna obtenida gracias al comercio, yo no era castiza porque mis cejas pobladas y mi nariz delatan el origen moro de mi padre.

Recuerdo que de niña mi impaciente madre me hacía llorar cuando trataba de desbaratar los nudos de mi ensortijado cabello, era entonces cuando mi nana Caty la apartaba suavemente y arreglaba mi pelo mulix con su peineta que siempre creí era mágica porque resbalaba por mi cabello sin causarme ningún dolor y en un pestañeo podía hacer que mis rizos lucieran. Fue mi querida nana. la que con sus palabras logró que el dolor se fuera de mi pecho cuando me encontró observando en el espejo los vellos que en mi adolescencia empezaban a cubrir partes de mi cuerpo, incluyendo los bordes de mi rostro, ocasionando que mis primos se burlaran de mí. Acariciando mis mejillas me dijo: “me gusta tu piel, parece terciopelo: eres una hermosa niña.” Lo sé, mi sangre es mestiza como la de aquellos hombres que invadieron la hacienda, por eso participo de sus afanes de libertad y de desquite.

Bernardino no me violó ni permitió que lo hicieran a las otras mujeres; fui yo la que enloquecí, lo confieso, y rompí el decoro. Pronto me di cuenta de que le gustaba y que podría ser dueña de su corazón. Así lo confirmé cuando, cabalgando hacia rumbo desconocido, abrazada a su espalda, se me ocurrió morder con fuerza uno de sus hombros, él se mantuvo impávido y no hubo queja.

No me avergüenza. Por eso escribo lo sucedido después de esa noche que considero como la de mi rescate. Muchas horas después, ya entrada la tarde del día siguiente, la columna guerrillera salió de la brecha y se detuvo a descansar en los alrededores de una fresca casa con piso de tierra y techo de huano. Cuando casi todos dormían en el improvisado campamento que protegía la vivienda, poco antes de que el sol renaciera, sentí por primera vez la ternura de sus manos en mi cuerpo. Se acercó despacio, tomó mi cintura y sin decir nada, acarició mi pelo; sentí su mano recorrer suave y libremente mis espacios secretos. Sedienta estaba yo luego de mucha sequía. Mi cuerpo y mente, relajados se dejaron llevar en lo que se convirtió en un apasionado encuentro; anduvo la humedad por mi sexo. No dejé que lo hiciera; lo hicimos, lo gozamos, fue una entrega mutua. Tal vez en ese momento me ganó la idea de que nadie podría juzgarme siendo una mujer raptada por los bárbaros. Al principio fue un poco extraño sentir su cuerpo ya desnudo. No hubo sábana blanca como era menester para hacer el amor en las casas de la gente de bien. Sentí un enorme placer cuando un rico aroma a cacao y aguamiel despertó mis sentidos, quedamos lubricados por el sudor, sumergidos de extraña manera en la hamaca mientras sus grandes manos acariciaban mi pecho, cintura y caderas. Por mi mente pasó un pensamiento torpe y fugaz: ¿Así fornicarían Manuel y Rosaura en sus encuentros amorosos? Sentí coraje, no por su infidelidad sino porque el muy canalla me privó mucho tiempo del placer que seguramente reservó para su xk’eech. Me liberé de esa inoportuna alucinación y besé con gran excitación aquellos gruesos labios que me correspondían también desenfrenadamente. Bernardino me penetró una y otra vez, llegando juntos a una esplendorosa culminación de lo que fue el primer encuentro apasionado, hasta terminar con espaciados suspiros de satisfacción y dormí aliviada, complacida por aquel casi desconocido de cuerpo musculoso tumbado junto a mí.

Georgina Rosado – Carlos Chablé

Continuará la próxima semana…

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