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El “diablo de animal” ya era mi amiga

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Vivencias Ejemplares. Apuntes de un Maestro Rural.

VivenciasXXXI_1

XXXI

El “diablo de animal” ya era mi amiga

La yegua daba unos pasos y se detenía. Avanzaba otros pasos y se paraba de nuevo, alerta. Su mirada penetrante lo escudriñaba todo, y sus pequeñas orejas giraban en todas direcciones.

Nosotros casi ni respirábamos.

Su manada detrás de ella la seguía obediente. Al fin llegaron junto al salitre y el agua. Los otros caballos comieron primero, mientras ella vigilaba. Al fin se inclinó a comer, pero puso la pata en el lazo. Casi automáticamente Nicolás pegó el tirón, y el lazo se cerró sobre el casco del animal. En el mismo instante, ella se paró con las manos hendiendo el aire para soltarse. Giró violentamente sobre sus patas y salió en estampida hacia donde había llegado. Al tensarse la cuerda, dio un traspiés del que se repuso rápidamente, y siguió corriendo, arrastrando aquel pesado obstáculo. En algún lugar se había de atorar.

Mis amigos, en tanto, se lanzaron tras ella con los lazos en alto, perdiéndose entre el polvo y el ruido imponente de aquella caballada. Al rato, tras larguísimos minutos de espera, de entre la selva de nopales aparecieron con su presa formidable.

¡Ya era mía!

Nico llevaba la “riata” amarrada a la manzana de su silla, y los otros iban detrás de ella para que no se frenara.

Cuando llegaron, hombres y animales bañados de sudor, y la yegua temblando por el esfuerzo, la tensión y la rabia, me acerqué un poco y mis amigos me pararon: –“¡No se acerque, profe!”

Confieso que, contemplando admirado a aquella preciosa bestia, me sentí malo. ¿Con qué derecho le privaba de su libertad? Pero ya era un hecho.

El regreso fue penoso. Nico pudo amarrarla al carro, pero ella se negaba a caminar y lo frenaba. Nuestros otros amigos se habían adelantado, y yo tuve que caminar detrás para que no se parara.

En la noche llegamos al pueblito y, no obstante el frío y la obscuridad, algunos vecinos nos esperaban. No se explicaban mi locura y seguramente pensaban en mis dificultades futuras. Doña Félix estaba asustada y don Aurelio Domínguez sonreía con su sonrisa traviesa; ladeando la cabeza sólo dijo: –“¡Ah, que mi profe!”

Al amanecer, apenas clareando, antes del desayuno escolar, le llevé su tasole –pastura– y la conducía, caminando junto a ella, a beber agua; la devolvía a su caballeriza, y en la tarde la sacaba a caminar, a comer pastito junto al canal, y otra vez a beber agua. Varios niños solían acompañarme. Y, ya se sabe: Yo era inmensamente feliz.

Dentro de la cabelleriza se veía enorme. Mi cabeza apenas sobresalía de su lomo. Yo le hablaba tiernamente. Al principio, temblaba por mi presencia y yo sentía miedo, pero poco a poco me fue aceptando hasta que un día la acaricié… Ella levantó la cabeza sorprendida, pero a poco siguió comiendo, y yo la volvía a acariciar. ¡Ya éramos amigos!

Un día le pedí a Don Aure que me recomendara a alguien que me la domara. –“Ande, profe. ¿Quién va a querer?” me contestó. “¿No ve que es el vivo demonio? Usted todavía no la conoce. Ya regañamos al Nico por habérsela vendido.”

–“Mire,” continuó. “Uno de estos días a ver cómo le ponemos un freno y la amarramos de un huizache. Se va a defender y se va a lastimar con el bocado, pero precisamente porque duele acabará por calmarse y aceptarlo.”

–“No, don Aure. Eso no. Yo no quiero que se lastime.”

–“Oh, mi profe. Pero si es un animal. No la consienta. Así es como aprenden. Pero si no quiere…, pos hay uno que a lo mejor se atreve. Sólo que… pos no sé… Casi nunca viene y la gente le tiene un poco de miedo… Dicen que anda en malos pasos…, Si quiere, pos cuando yo sepa que anda por aquí le aviso…”

–“Claro, don Aure. Se lo voy a agradecer.”

Tiempo después, cuando casi había olvidado el asunto, me dijo: –“Profe, parece que el amigo aquel está en el rancho. Mire, vive allá en esa esquina. Es papá de su alumna X. Si va a ir, hágalo con cuidado.”

Y allá voy. Llego y pregunto por él. La señora, que me apreciaba mucho, se puso bien tensa. Mi alumnita me saludó y también asustada se fue a esconder.

Tuve la impresión de que la señora me lo quiso negar, pero acabó por preguntarme para qué era bueno. –“Es que compré una yegua y me dicen que sólo él le podría poner la silla.”

Y de pronto, detrás de la señora, se asoma el hombre más impresionante que yo hubiera visto en mi vida. Mi pobre corazón por poco deja de latir y sentí deseos de salir corriendo.

MTRO. JUAN ALBERTO BERMEJO SUASTE

 Continuará la próxima semana…

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