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CAPÍTULO II
EL DESAGRAVIO
–Un mal viento recorre la nación de los cruzo’ob. En el mar y en los sagrados cenotes se forman extraños remolinos; dicen las abuelas que eso ocurre porque K’u’ukulkaan enfureció por la afrenta sufrida; aúlla el viento y las aves caen muertas sin ninguna explicación. Un llanto silencioso se apodera de todos los hombres y mujeres del maíz. Los grandes jalaches de los centros ceremoniales se preguntan si el corazón de María resistirá la mayor pena que puede sufrir una mujer: la muerte de su semilla. En las noches discuten cuál será su destino, se preguntan si en verdad ella tendrá el valor y el coraje para seguir guiándolos. Como rompiendo la penumbra, llegó un mensaje a todos los pueblos que a la letra dice:
“Los santos patrones piden que no perdamos la fe. Nos recuerdan que la muerte es el único camino para la vida eterna y la destrucción es necesaria cuando nace un mundo nuevo. Nuestros amados padres nos convocan a todos a ir al santuario de Tulum a escuchar las órdenes que les transmitió la Santísima: su mensaje renovará seguramente la esperanza de los cruzo’ob.”
Imox, líder de los wi’ites, arenga a sus hermanos:
–Los ts’ulo’ob no sólo nos ofendieron a los wi’ites, también a los puts’es y mestizos quienes, como nosotros, ven en María el retorno a nuestra grandeza antigua; estamos todos indignados y enfurecidos. Yuum Bernardino ha dicho que es hora de cortar calabacines otra vez. Iremos con él y con los otros jalaches que renuevan la esperanza de vivir donde nos plazca en esta nuestra inmensa tierra.
“Los yucatecos no midieron consecuencias ni repararon lo que echan a perder: sin más protección que nuestros taparrabos, el cabello al viento, con nuestras armas y nuestros corazones, caeremos como un gigantesco brazo justiciero sobre ellos porque quieren seguir despojándonos de nuestra tierra. Aquí en nuestro país hay lugar y riqueza para todos, pero no lo entendieron cuando llegaron ni lo entienden todavía; al contrario, se engañan ellos mismos diciéndose que esta comarca es baldía y al mismo tiempo procuran nuestro exterminio. Con esta acción alejada de la voluntad de Dios lo que hacen es apostar por su muerte, por su propio exterminio.
“No temamos a sus balas. Recuerden que hace tiempo nuestros abuelos perdieron el miedo a su estampa: han pasado ya trescientos años de su llegada.
“Ellos, aunque no viven ni aman a la tierra como nosotros, sí pueden sufrir y morir como todos. Además, somos los hijos del Ajaw Creador que nos vió nacer en Ichkaantijoo, Mayapán, Saci, Cochuah, Uaymil y Ekab; él nos regaló esta tierra para vivir bien y en paz, esta tierra nuestra que hemos recuperado junto con los rebeldes huidos de las haciendas y ranchos para hacer la guerra contra los ts’ulo’ob. Levantemos nuestros machetes bien empuñados y deseosos de volar por el aire antes de cortar de un tajo las míseras figuras de los que ofendieron a nuestra reina María Uicab. No habrá perdón, vengaremos al hijo de la santa patrona y a los hijos y nietos de todos los que, como el de ella, fueron vejados.
Sus palabras retumbaron en medio de la montaña y en las cabezas de sus seguidores. Fue así como los cruzo’ob sobrevivientes de Tulum se reagruparon, y la renovada adhesión de wi’ites, puts’es y mestizos ocurrió como gran torrente pues había enojo, mucha furia en ellos.
Preparándose para este nuevo episodio sangriento, el santo patrón Ignacio Chablé, sumido en sus pensamientos, miró a su muy amada María con su negro cabello trenzado unido en el pecho con hilos dorados. Ella lucía su hipil bordado donde pequeñas figuras geométricas formaban aves. Los ojos almendrados en su rostro moreno miraban fijamente las pequeñas olas que se estrellan en la roca. Ensimismada se pregunta cómo es posible que se encuentren ahí, en ese amanecer donde cantan alegres las aves, donde el sol ilumina el mar turquesa y su lecho de blanca arena, cuando su corazón fue convertido en roca al arrebatarle lo que más ama.
La noche anterior había dicho a Ignacio las dudas que la agobiaban y que cada atardecer un dolor extraño dañaba su pecho, que en esas horas melancólicas se preguntaba si podrían detener a los que amenazaban con apoderarse del territorio heredado de sus abuelos.
“Si esos salvajes logran destruir el camino sagrado de los mayas que se inicia precisamente en Tulum, muy cerca del lugar que nos conecta con el Xilbabá, ese será nuestro final,” pensó María.
Cuando parecía que la obscuridad devoraría toda esperanza, una sonrisa adornó su pequeña boca, ahora se veía encendida por sus labios marrones. Ignacio le dió un beso y acarició su vientre, llegando luego muy cerca de donde su semilla germinaba, en el obscuro y húmedo templo divino de donde surge la vida. María rompió el silencio y le dijo con determinación:
–No nos dejaremos vencer tan fácilmente: lo juro.
Ella era la transmisora de la voluntad de dios padre-madre, la sacerdotisa, santa patrona, quien junto con Ignacio y los jalaches de los pueblos combatirían a esos malvados, sin preocuparse de los daños y el sufrimiento de sus cuerpos. En el fragor de la batalla no se darán cuenta de sus muertes, continuarán luchando desde el cielo usando las nubes como trincheras y seguirán guiando a su pueblo hasta el día que el mundo recupere su centro.
Esa noche, Ignacio y María durmieron también satisfechos por el amor ofrendado. Despertaron radiantes, seguros. Llegó el día anunciado.
Tomados de la mano subieron a un montículo; al llegar al dintel del sagrado templo, dirigieron miradas tiernas al pueblo reunido en la explanada. Adelante estaba Crescencio Poot, más alto y esbelto que la mayoría; era fácil ubicarlo por el reflejo de una medalla de oro que le cuelga del pecho. A pocos metros de ellos está Bernardino Cen, más bajo, pero mucho más fuerte, de labios carnosos siempre preparados para dejar salir sus sentencias; el arete que lleva en la oreja izquierda y su fiera mirada lo distinguen como el más bravo de los jefes guerrilleros.
En el rostro de Ignacio se veía reflejado el gozo por ver a las mujeres arregladas con sus mejores vestimentas de lindos bordados, entre ellas se distingue a las que llegaron provenientes de las costas con sus largos cabellos trenzados unidos en sus espaldas con cintas de colores, de aquéllas que escaparon de las haciendas yucatecas que visten bordados floridos en sus ropas y por la forma en que se arreglan los cabellos haciendo un t’uuch adornado con cintas y flores.
Al mirarlas, pensó lo equivocados que están los que creen, como los yucatecos, que los mayas odian a las personas diferentes a ellos. Entre la multitud reunida están los May de piel blanca y ojos azules, que cambiaron sus apellidos españoles para fundirse con los mayas; aquí están Josefa y también Pastora: yucatecas unidas a Bernardino y Crescencio, los más leales comandantes. Quienes algún día se atrevan a escribir nuestra historia deben saber que la verdadera razón por la que luchamos no es el odio a los demás; es más bien nuestro amor por los montes, nuestra descendencia y por nuestro Ajaw Creador. Nos une la fe, somos cruzo’ob, los elegidos de Dios que protegemos el corazón del mundo, el que late debajo de este lugar y permite que la vida resurja una y otra vez, musitó en sus adentros.
Aún tomados de la mano, María y su marido se dirigieron a la multitud que esperaba ansiosa las ordenanzas de las Santas Cruces. Se escucharon antes tenues y gratos silbidos desde los cuatro puntos, todos se hincaron y guardaron silencio. Fue entonces cuando el santo patrono transmitió el mensaje de las Santas Cruces hermanas:
–Ellas manifestaron su voluntad, saben lo que hemos sufrido, que aún lloramos a nuestro amado príncipe y a todos los hijos, padres, madres, abuelos y abuelas que fueron asesinadas cruelmente por esos desalmados que vinieron a robar, matar y destruir su santuario en Tulum. Nos dicen que Ki’ichpam maam, preocupada por el dolor y muerte causada a sus hijos, guió a nuestros seres amados hacia el Xibalbá como premio por la valiente defensa que hicieron de Tulum, que fueron convertidos en garzas blancas y pasean por sus sagrados ríos que desembocan en el mar. Al volar, les dijo, los miran desde el cielo y estarán con nosotros hasta el día que nos toque seguir el mismo camino.
Luego, habló la santa patrona a su pueblo:
–Mis queridos hijos, en las palabras transmitidas por las Santas Cruces también está la advertencia de que antes de poder acompañar a nuestros seres amados por el camino sagrado, debemos castigar a los que vinieron a destruir el templo de la Santísima. Ordenan a sus amados hijos que reunamos las armas necesarias para combatir a los ts’ulo’ob.
“No tengan miedo: nosotros somos sus hijos amados, sus elegidos. Nos piden que sigamos unidos porque si las envidias y divisiones rompen nuestros sagrados lazos, entonces seremos castigados. Ya saben que algunos, cansados de luchar, embrutecidos por el alcohol, seducidos por el oro y las dádivas de nuestros enemigos podrían traicionarnos. Si esto ocurriera, seríamos derrotados, humillados, despojados, empobrecidos y expulsados nuevamente de nuestra tierra con nuestros hijos y nietos. El castigo se mantendría por nueve generaciones y sólo tendría fin el día en que nuevos guerreros y santos patrones renazcan en nuestra descendencia y reinicien la guerra –clamó con fuerza María.
La arenga fue larga y recordó que su pueblo fue elegido para ser guardián del monte, del mar y las lagunas; protectores de las criaturas que las habitan, de todas las creaciones de dios padre-madre. Si eran cobardes o reinaba la traición todo sería destruido:
–Llegarán los kisines que, sin pedir permiso a nuestra gran madre, talarán los montes y provocarán grandes incendios, la tierra ya no podrá respirar y sus venas se convertirán en ríos muertos. Si llega ese día, nuestros templos serán convertidos en muladares, faltará la lluvia y la diosa Ix k’uj kaab y las abejas que hacen crecer el monte serán exterminadas por un viento envenenado. Será entonces cuando con ellas mueran todos los demás –como brotando de su misma alma salían cada una de sus palabras, claras y con resonancia–. Esos que nos quieren gobernar desde Jo’ desprecian la vida y se creen superiores a nosotros, los máasewales, pero desconocen que todos estamos formados por el mismo aliento divino. No entienden que siguen el camino de su misma destrucción, que arrastran al mundo hacia su muerte. Por eso, dios padre-madre nos pide no tener miedo, que sigamos sus sagradas órdenes, Ki’ichpam maam irá por delante en los combates para evitar que seamos derrotados.
–¡Guerra a los ts’ulo’ob! ¡Vivan las Santas Cruces! ¡Alabada sea nuestra gran madre! –gritaron juntos los cruzo’ob y se escucharon luego nuevamente los tenues y armoniosos silbidos a los que se unieron fuertes sonidos de tunk’ules y caracoles en medio de un bravo maayapax. Sus voces hicieron renacer en todos la esperanza: la lucha continuaría.
Presumiendo su furia y apartado el dolor, los santos patrones organizaron con sus lugartenientes las acciones militares. Ordenaron a Crescencio Poot atacar poblaciones yucatecas, pero los resultados no les parecieron satisfactorios por lo que llamaron a Bernardino Cen, el más fiero de los jalaches mayas rebeldes, y le ordenaron atacar e incendiar Chemax. Luego, en julio de 1872, los indómitos de la costa caribeña, siguiendo también su orden atacaron Kantunilkin. Juan de la Cruz Pomol, líder de San Antonio Muyil, los guió, saqueando y quemando el lugar al igual que los ranchos azucareros que había a su alrededor.
Los líderes cruzo’ob se daban tiempo para arengar y lograban convencer a muchos pobladores indígenas, –quienes al inicio los enfrentaban–, para que se unieran a sus filas guerrilleras. Pronto vino la respuesta de los ts’ulo’ob, recuperaron Kantunilkin e invadieron San Antonio Muyil. Se había reanudado la guerra. Resuenan caracoles y tunk’ules, la máayapax anima a los combatientes mayas; el Ajaw Creador y la Santísima los acompañan, los protegen en las batallas. Pero ningún bando quedó satisfecho, ninguno, ni los ts’ulo’ob ni los cruzo’ob lograron su objetivo de aniquilar al enemigo….
Georgina Rosado – Carlos Chablé
Continuará la próxima semana…