Rocío Prieto Valdivia
Cada que abordamos un taxi las historias saltan.
Muchas veces eras tú el que conducía mi vida… pero no esta vez.
Reinicié mi vida después de discutir aquella fría mañana de febrero.
En mi primera salida a casa de mi madre, Agustín estaba al volante. Ese hombre no paró de contarme cómo esa navidad del 2020 había que tenido pedir prestado para la cena, todo para terminar echado de su casa sin un solo trapo; cómo fue que su endeudamiento le costó perder su reputación y hasta el trabajo.
Ahora se encontraba tras el volante de ese nuevo auto último modelo en el que, para colmo de males, ese día la mayoría de sus viajes incluían descuento.
Yo sonreí con una sonrisa de maldad: dentro de mí sentía esa felicidad que dan las venganzas.
Al bajar del vehículo leí en sus labios: «Otra pinche vieja amargada que no dijo ni una sola palabra, y yo de idiota contando mis penas… Bueno, al menos me ahorré el psicólogo.»
Caminé a casa de mi madre por ese pasillo mientras Agustín se marchaba.
Los días pasaron y, como maldición, al visitar nuevamente a mi madre me volvió a tocar viaje con Agustín.
Esta vez fui yo la que habló sin parar mientras él enmudeció, o tal vez no necesitaba descargar nada.
El semáforo cambió a verde cuando me miró por el retrovisor.
Sentí vergüenza: ¿Cómo era posible que le estuviera contando mis penurias a un desconocido, habiendo tanta inseguridad en la ciudad?
Al bajarme del taxi, Agustín me proporcionó una tarjeta.
— Si llegas a necesitar una charla, llámame.
Recorrí el pasillo hacia casa de mi madre con una carga menos: Al fin podía decir que estabas roto, que no servías para nada.
Los años pasaron.
Mis constantes viajes eran historias para recordar.
No volví a encontrarme con Agustín como una pasajera más.
Ahora, cada martes abordamos ambos el mismo vehículo, nos tomamos de la mano y nos contamos nuestro día…
Recorremos ese pasillo juntos, mientras el taxi y el chófer se pierden por las calles de esta ciudad.