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El círculo

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Entrar en un círculo gay es peligroso para tu relación. Permites que entre alguien más y puedes terminar perdiendo a tu pareja. Nosotras habíamos estado muy lejos de ese medio, totalmente al margen, pero siempre había sido algo que me había llamado la atención. Lorena y yo teníamos más de diez años juntas y nuestra relación se había instalado en la comodidad de un matrimonio viejo que se conoce todas las manías. Para mí era la tercera relación seria y la que más había durado. Con mi segundo amor, me cansé de esperar a que se decidiera a vivir conmigo, a que perdiera el miedo a sus padres, pero nunca fue así. Un día decidió tener un hijo y no pude evitar que se casara con el primer hombre que se lo propuso. Su matrimonio no duró mucho, el marido se fastidió de su frigidez y la abandonó con una niña que tuvo que criar sola. La busqué varias veces después de que la dejó su esposo, pero ya era inútil. Lo nuestro se había terminado y ella tuvo que colmar en su bebé todo su amor. Aún la veo, de lejos, en el supermercado o en la plaza, pero ya no me atrevo a acercarme; además, es otra la que va de mi mano. Mi primer amor se cansó rápidamente de mí, primero me engañó con un hombre y después me dejó por una mujer madura.

Con Lorena conocí no sólo el amor, sino también la libertad de amar. Claro que en ese tiempo la situación era diferente a la conducta que impera ahora. Los homosexuales no teníamos la libertad de andar como una pareja de heterosexuales; nuestros derechos eran restringidos por una sociedad conservadora. La libertad de amar me dio la posibilidad de vivir con Lorena sin problema; simplemente dejó su departamento y se fue conmigo. Ambas trabajábamos y pagábamos los gastos de la casa. En realidad, fui muy feliz con ella todos esos años. Creo que tenía todo, pero no me daba cuenta, siempre sentía que algo me hacía falta. Nuestros amigos eran conocidos del trabajo, vecinos y hasta parientes. Nuestras pláticas nunca tocaban la vida de gente como nosotras, creo que siempre fueron prudentes porque de alguna manera lo adivinaban.

No quería yo abrir nuestra relación a otras mujeres o a otras parejas; lo que deseaba era conocer gente con la que pudiera sentirme relajada para tomar la mano de mi mujer, para besarla en público si se me daba la gana. También quería, secretamente, conocer mujeres que no tuvieran miedo a exhibir su homosexualidad, con quienes pudiera identificarme. Así que el encuentro con Lilia, una antigua compañera del colegio, y su grupo de amigas fue algo más que nostálgico; fue refrescante y emocionante. Ella llevaba un par de años con su pareja, una locutora que tenía la afición de cantar en un bar donde la pianista también era gay, como la gerente y una de las meseras. Lilia nos invitó a su círculo de amistades.

Lorena no estaba convencida de ir, decía que no quería contaminar lo nuestro, pero le insistí tanto que accedió con la condición de que, si no le caían bien esas muchachas, entonces no volvería a ese círculo de amistades. Ella medio convencida, y yo con la expectativa de conocer a otras chicas lesbianas, fuimos la primera noche a casa de mi ex compañera, donde celebraban el cumpleaños de la pianista. Ahí estaban Lilia y su novia Juliana, Mercedes la pianista y su novia Sonia. “Dos nuevas adquisiciones,” dijo al vernos otra pareja más que se unió a la fiesta, lo cual repitieron otras dos chicas que llegaron al final con una bolsa llena de globos y regalos. Los nervios de Lorena se fueron desvaneciendo conforme pasaba el tiempo, mientras yo me instalaba cómodamente en la conversación, como si nos conociéramos de siempre.

Como me imaginé al salir de la reunión, al ver contenta a Lorena, quiso que siguiéramos frecuentando a Lilia y su círculo de amistades. Pronto, estas nuevas amigas sustituirían aquellos fines de semana con nuestros viejos amigos. Llenábamos el carro de gasolina y la hielera de cervezas y partíamos en dos autos a acampar a la playa, o a visitar un pueblo lleno de iglesias. Por las noches, nos íbamos al bar a oír a Juliana y Mercedes. Organizábamos algo en casa e iban todas a comer y beber. Nos divertíamos jugando cartas y viendo películas. Creo que esos primeros tiempos fueron los mejores. Me sentía feliz de haber logrado un equilibrio, por fin tenía a mi mujer y a un círculo de amigas que me comprendían, que tenían las mismas inquietudes que nosotras.

Entre las chicas que integraban ese círculo estaban Marcela y Gertrudis, quienes tenían varios años juntas, aunque interrumpidos por haberse separado en varias ocasiones. La otra pareja era la formada por Amalia y Josefina, dos jóvenes profesoras de primaria que se habían conocido en la Escuela Normal. Y ahora nosotras: Lorena y María Fernanda, las nuevas, las que habían aguantado más de diez años juntas y ahora estaban en busca de aventura. Bueno, eso último fue cómo nos presentó Lilia la primera vez, aunque Lorena nunca estuvo muy de acuerdo con eso de la aventura. En total, éramos cuatro parejas, hasta que llegó Paola con la historia de su gran amor que había dejado en tierras lejanas. Desde que la ví me gustaron sus ojitos rasgados, su piel morena y el tatuaje de su pantorrilla. Venía a quedarse un tiempo en casa de Lilia y Juliana; el trabajo la había traído a la ciudad y también el deseo de que su novia la extrañase por lo menos un tiempo con la esperanza de reavivar el amor. Me encantaba su buen humor, y escuchaba embelesada sus historias extraordinarias donde ella era la protagonista. La veía increíblemente libre, sin problemas de aceptación, feliz.

Me pareció extraño que Lorena no se percatara de que mis atenciones hacia Paola eran mucho más que cortesías a la recién llegada. Atribuí su falta de celos a una nueva mentalidad que la hacía una mujer más cosmopolita y moderna, eso en el fondo me gustó. Como no noté ningún impedimento o prohibición, decidí hacerle más caluroso el recibimiento a Paola y pronto me convertí en su chofer y dama de compañía. Ella era incansable y recorríamos tiendas de autoservicio, boutiques y cafés varias veces a la semana. Lorena seguía sin decir nada, pero aun así justifiqué mis salidas con Paola como bienintencionadas. Todo estaba bien hasta que la noticia de que Rosa Isela, su novia, la dejaba por otra cambió todo. Paola regresó esa misma noche a su casa, yo la llevé al aeropuerto y traté de ser la amiga comprensiva que le hacía falta.

Las dos semanas que estuvo ausente Paola me parecieron meses, aunque cada noche me comunicaba con ella por teléfono para escuchar sus llantos y para que ella oyera mis no-te-preocupes. Rosa Isela se llevó sus cosas y se instaló con una nueva mujer, ni siquiera le había dejado una carta y no quería tomar sus llamadas. Su trabajo le reclamaba y tuvo que regresar a la capital a terminar su contrato. Fui por ella, contenta de verla nuevamente. La recibí y lloró en mis brazos. La llevé a casa de Lilia y Juliana, quienes habían salido el fin de semana. No quiso que la dejara sola. No sabía qué hacer, ya que Lorena ni siquiera sabía que había ido al aeropuerto. Hablé con ella y le mentí diciéndole que estaba con unos amigos y llegaría más tarde. Preparé de cenar a Paola y apenas tocó la comida. Bebimos un poco de vino y escuché su historia. Nunca he sido buena para aconsejar ni para consolar. De todos modos, no tuve que hablar mucho, Paola no dejaba de hablar y lloriquear. Después de terminarnos casi la botella, le pedí que se metiera en la cama y la ayudé a arroparse. Comencé a despedirme para dejarla descansar, pero no me dejó partir. Me jaló a la cama y me cubrió con las cobijas. Me quité los zapatos y decidí esperar a que se durmiera. Sollozaba y comenzaba a dormitar. Pensé que sería rápido, pero se acurrucó en mi cuerpo y se adueñó de mis caderas, de mis labios. No pensé nada, simplemente di rienda suelta a mis deseos que se acumularon desde que la conocí. Se durmió después del orgasmo y yo tuve que tomar mis cosas e irme, deseando que Lorena también durmiera.

Al día siguiente no hubo reclamos, sólo me preguntó si me había divertido. Yo inventé una noche aburrida y el compromiso de quedarme. Nada sospechó y me dió un poco de remordimiento. Buscando pretextos, salí esa mañana para ir a buscar a Paola y llevarla a desayunar. Pensé que las cosas con ella iban a ser distintas pero no, me recibió con un abrazo y mientras desayunábamos en un restaurante me contó nuevamente su historia con Rosa Isela. Después de los hot cakes ya conocía todo sobre ella: desde sus gustos hasta sus alergias, desde su talla hasta la hora en que nació en una tarde lluviosa de noviembre. De lo que pasó entre nosotras no dijo nada hasta que la llevé de regreso a la casa. Tan sólo un “fue muy lindo” y ya. Me dio un beso rápido en la boca y nos despedimos.

Todos los días de esa semana estuve esperando que me llamara, que me necesitara, aunque fuera para llevarla al trabajo, de compras al supermercado o al menos para contarme de su romance frustrado, pero nada. Intenté comunicarme con ella, pero Lilia me decía que tenía mucho trabajo y no sabía a qué hora regresaría. Le dejé recados inútilmente. Lorena me invitó el miércoles al cine y cenamos en su restaurante favorito. El resto de las tardes de la semana salió con amigas del trabajo, fue a visitar a sus parientes y sólo nos veíamos en la noche para cenar y ver abrazadas el noticiero. Finalmente, el viernes por la noche Paola me llamó para que la invitara a cenar. Me arreglé lo suficiente para que Lorena no se diera cuenta de que quería quedar bien, pero en realidad ni me vió porque salió temprano con Marcela, quien seguramente, pensé, quería contarle algo de Gertrudis. No sabía que eran confidentes. Me imaginé a Lorena hablando de mí, pensé que podría ser bueno porque ella nunca había confiado en alguien para hablar de nuestra relación y mucho menos de sí misma.

La cena estuvo deliciosa, sobre todo por su compañía; pero, aun a cientos de kilómetros, Rosa Isela era una invitada más, alguien que construía Paola con sus relatos, sus anécdotas. Ella había intentado buscarla por teléfono pero por más que insistió no pudo localizarla. Por momentos, Rosa Isela era la mujer más maravillosa del mundo para después ser una despiadada, egoísta e infiel. Pero estaba dispuesta a olvidarla, se repetía mientras brindaba. Cuando el restaurante cerró, nos fuimos a un nuevo bar gay. Yo no estaba muy segura de ir porque corría el riesgo de que alguien fuera a contarle a Lorena. Pensar en ese peligro hacía más interesante la aventura y me fui siguiendo a esa mujer despechada cuyo andar me enloquecía.

Llegamos al bar y estaba repleto. Nunca me había atrevido a ir porque a Lorena no le gustaban esas cosas, aunque pensé que tal vez podríamos ir con las muchachas, todas juntas, en pareja, y entonces Lorena se atrevería a acompañarme. Había muchas parejas jóvenes, la mayoría de hombres, y me sorprendió ver a varios conocidos. A las chicas gay las veía felices, sin inhibiciones. Bebimos y bailamos al ritmo de la música de reggae. Por fin veía a Paola contenta, como la había conocido. Rosa Isela no había venido, la dejamos en el auto, me dije, lo que me hizo reír. Con las manos en su cadera y moviendo yo misma mi cintura, me acercaba a su nuca para oler su perfume entre sus rizos.

Las cervezas hicieron su efecto y fui al tocador. Había un par de muchachas lindas que esperaban; otra más, vestida con pantalón y chamarra de piel, de pelo corto y pintado de las puntas, golpeaba la puerta del sanitario exigiendo que la que estaba adentro –supuse que su novia– saliera de inmediato. Ella parecía llorar dentro. Volteé a ver a las chicas y con mirada cómplice sonreí con ellas. Esperamos unos minutos entre los gritos de la chica de cuero. A mí me urgía, por eso me quedé, las otras dos se retiraron sin pasar al baño. Un minuto más y salió la chica del sanitario, la otra sin más la sujetó del brazo y la abofeteó. Iba a decir algo cuando llegó una amiga de ellas y trató de calmar a la agresiva. Aproveché para entrar al baño con un “disculpen” por delante. Bien a bien, no capté el porqué de la pelea, pero al salir aún estaban allí.

Regresé a la mesa con la idea de contarle a Paola lo chocante de la escena, pero no se lo dije porque ya no estaba sola, una pelirroja artificial le hacía compañía. Como la intrusa ocupó el lugar que dejé por ir al baño, me tuve que sentar en el otro extremo de la mesa, desde donde se me hacía difícil seguir la conversación. Paola reía y hablaba, incluso me hacía olvidar su corazón roto y a la dueña de su pensamiento que a esa hora estaría haciendo el amor muy lejos. Paola se levantó para bailar y con ella la pelirroja, yo no me quise quedar a un lado y también me incorporé, pero me sentía rara bailando sola mientras ellas estrujaban sus cuerpos. Así estuvimos un buen rato hasta que empezó el show de los travestis. Paola se fue al baño y, aunque me ofrecí a acompañarla, la pelirroja dijo que ella también tenía que ir. Se fueron y a mí me trajeron la otra ronda de cervezas. Me tomé la mía y ellas no habían regresado. Me imaginé que la chica de cuero y su terrible novia llorosa aún estaban ahí en plena crisis. A la impaciencia se sumó la preocupación y me dirigí al baño. Como el show había comenzado, no había nadie esperando, pero tampoco la pelirroja ni Paola. Estaba a punto de irme cuando escuché quejidos en el sanitario. Me asomé debajo de la puerta y reconocí los zapatos de Paola y las botas de gamuza de la pelirroja. Recordé la escena de la chica de cuero y pensé que, si yo fuese ella, en ese momento estaría a punto de tirar la puerta del sanitario. Di la media vuelta y salí del baño. Regresé a la mesa, bebí las dos cervezas rápidamente y pagué la cuenta de las dos. Las que se tomó la pelirroja, que las pague ella, le aclaré a la mesera.

Regresé a la casa y Lorena no había vuelto. Me di un baño y saqué mi ropa a orear en el tendedero, no quería que me preguntara por qué apestaba a cigarro. Vi los aburridos programas de ventas de la madrugada hasta que llegó Lorena. Al escuchar un auto que se detuvo me asomé por la ventana. Apenas distinguí a Marcela, pensé salir a saludarla, pero Lorena se bajó rápidamente y enseguida entró a la casa. No podía dormir, mentí. No me hizo plática y enseguida se durmió.

Estaba tan desengañada de Paola que no la busqué por días. Incluso no supe nada de ella hasta que el siguiente fin de semana, cuando salimos con Lilia y las muchachas, ella me contó que había regresado a su casa porque terminó su trabajo aquí y era probable que no volviera por lo menos en unos meses. No hice más comentario que el de siempre: “qué bueno”. Por días anduve sin ganas de salir y me dediqué a arreglar mis pendientes en la casa. Lorena anduvo muy ocupada en las semanas siguientes.

Las cosas volvieron a la normalidad para mí poco a poco, Recibíamos visitas en casa, muchas de ellas de Marcela, por lo regular inesperadas. Me parecía que ella se refugiaba mucho en Lorena para platicarle de sus problemas con Gertrudis. Yo las dejaba solas para no cohibir a nuestra amiga y me iba a mi estudio a trabajar. Otras veces íbamos a casa de Mercedes, donde ella y Juliana se estaban preparando para dar un show más profesional en un café cantante. Fue en esas reuniones donde se sumó Alejandra, una veterinaria que había hecho una especialidad en toros de lidia, cosa por demás curiosa y por lo cual le pusimos el mote de “La Torera”.

Los ensayos se volvieron verdaderas veladas bohemias donde corrían el tequila y la cerveza. Mercedes era una gran pianista y Juliana tenía un estilo propio, las dos nos deleitaban con su música. En la casa de Mercedes y Sonia había un piano que ocupaba gran parte de la sala. Ambas trabajaban una al lado de la otra para sacar cada una de las canciones de su repertorio. Cuando nos dejaban, hacíamos los coros y todas nos divertíamos. Nosotros estábamos en medio círculo, sentadas en la alfombra por detrás del piano; así no distraíamos a las artistas y teníamos al alcance el refrigerador de la cocina. Verdaderamente, disfrutábamos de esos momentos. Mi amistad con Lilia se fortaleció y nos platicábamos todo con una cerveza en la mano mientras la música seguía. A Lorena la veía más cerca de Marcela y a Gertrudis la notaba cada día más ausente.

La llegada de Alejandra modificó el ritmo de la velada. Ella llegaba con su voz grave a querer dirigir la repartición del alcohol y a sugerir las canciones, además de incorporar su vozarrón a la voz melodiosa de Mercedes, quien varias veces se tuvo que levantar a callarla. Rápido entró en confianza La Torera, tan rápido que era la única a la que la dueña de la casa, Sonia, le había mostrado hasta la última de las recámaras. Así, Alejandra se hizo un lugar justo atrás del banquillo de Mercedes, junto a Sonia. En un principio, ese acercamiento tuvo el milagroso efecto de lograr callar a La Torera. No sé si las demás se percataban, pero poco a poco vi cómo las manos de ellas dos se juntaban, para después pasar a las caricias juguetonas de Alejandra, cosa de la que Mercedes no se daba cuenta. Me parecía muy mal que Sonia se prestara a ese juego con La Torera a las espaldas, literalmente, de su mujer. Nada pasaba y ellas cada día estaban más descaradas, al grado de abrazarse para escuchar la música romántica de Mercedes.

Le comenté todo esto a Lorena y su respuesta fue que exageraba, sólo Lilia coincidió conmigo. Pero me extraña que lo hayas notado, resaltó, si tú no te das cuenta de nada, comadre. Qué quieres decir, le pregunté, pero algo nos interrumpió y no pudimos seguir la conversación. Esa noche Lorena volvió a salir con Marcela, no quiso que las acompañara porque dijo que era rápido. Una hora después regresó a casa a buscar sus cosas, se iba con Marcela, aclaró. Pensé que todo era una broma, pero sabía que ella no era de esas que bromean. Pero qué pasó, qué hice mal, le interrogué. Nada, no fuiste tú, contestó, ni siquiera te reclamo por tu aventurilla con Paola, afirmó. Me sorprendí que estuviera al corriente de lo que pasó, pero más sorprendida estaba de que yo misma no me hubiera dado cuenta de cómo Marcela me fue robando poco a poco a mi mujer. La quise detener, pero fue inútil. Ni siquiera me dejó salir a reclamarle a Marcela. No escuchó mis súplicas. De nada sirvió decir que habíamos construido algo juntas, que valía más que cualquier calentura pasajera. No quiso escuchar nada y se fue con algunas cosas, diciendo que enviaría a alguien por todo lo que le faltaba.

Lorena y Marcela siguieron juntas por mucho tiempo, al parecer, muy felices. De su vida sé lo que me cuenta Lilia, con quien sigo en comunicación. Alejandra se terminó llevando a Sonia fuera de la vida de Mercedes, quien junto con Juliana han tenido éxito en todos los lugares en que se han presentado. Le costó trabajo a la pianista recuperarse del abandono de su mujer, como a mí. Un año pasó para que me hiciera a la idea de que Lorena no iba a regresar. Con Lilia y Juliana conocí a otras amigas gays. Salí ocasionalmente con Isabel, una chica que quería comerse el mundo, pero aún con muchos problemas, así que la relación no maduró. Después encontré a Olivia, también una antigua compañera del colegio. Con ella inicié una relación y ahora estamos juntas. Es mi mujer y cuido que sus manos estén siempre cerca de las mías.

Patricia Gorostieta

Continuará la próxima semana…

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