Usualmente Toño no era de los que huían, pero a veces uno debe ser lo suficientemente intuitivo y saber que no se puede vencer a puño limpio a cuatro sujetos –dos de los cuales te superan de tamaño– sin terminar siendo una masa de carne golpeada; eso asumiendo que fueras capaz de sobrevivir.
Ese último pensamiento, acompañado de su imagen tirado en el asfalto en un charco de sangre, lo impulsó a brincar el muro que separaba la preparatoria donde asistía de la secundaria de junto.
Ya era pasado el mediodía. La ausencia de actividad en la escuela se notaba en el eco de sus pasos en los pasillos y terrazas de piedra.
Toño atravesó el campo de fútbol que dividía la escuela en dos, dirigiéndose a los edificios del otro lado, pegados al muro norte que daba al estacionamiento.
Miró hacia atrás, justo en el momento que tres de los cuatro sujetos saltaban el muro, ayudándose para subir y luego descender.
Una fracción de segundo después, esperando que no lo hubieran visto, Toño dio vuelta por una esquina para desaparecer de su vista, corriendo a todo lo que podía hacia el muro a varios metros de él. A mitad del camino, volteó hacia la otra esquina, hacia uno de los edificios más pequeños que parecía ser usado como un vestuario por los equipos de futbol.
Se las ingenió para entrar por una de las pequeñas ventanas en lo alto del muro del cuarto, si se puede llamar ventana un pequeño rectángulo de unos centímetros sin cristal. Con trabajo logró meterse, maldiciendo el fuerte ruido que sus pies hicieron al aterrizar.
Se quedó quieto un momento, escuchando. Los pasos del grupo se acercaban a donde estaba. Se detuvieron y hubo silencio de nuevo. Un momento y varias maldiciones después, escuchó al grupo acercarse. Mierda. Esperaba que la maniobra hubiera funcionado y los pendejos hubieran creído que otra vez había saltado el muro para salir. Ahora estaba sin escapatoria, o eso creyó.
En la poca luz naranja de la tarde que entraba por las ventanas, vio con un poco más de claridad su alrededor. Era tal como había adivinado: un vestuario, uno que parecía haber estado sin uso por mucho tiempo. No recordó haber visto un candado en la puerta, aunque no estaba seguro de ello –el apuro le había hecho entrar por el primer hueco que vio– pero era obvio que nadie había entrado hacía tiempo.
Había un par de bancas largas que ocupaban el centro del cuarto; a un lado, una fila de casilleros, todos abiertos y vacíos, unos cuantos más al fondo, todos desacomodados y un par incluso en el suelo, sin nada en su interior.
Toño no lo pensó dos veces. Se dirigió a estos últimos haciendo el menor ruido posible hasta llegar al casillero que estaba más al fondo, pegado a la pared. Abrió la puerta y lo encontró vacío. Sin más tiempo que perder, entró y cerró con suavidad la puerta.
“Pero qué mierda de situación,” se dijo, sentándose para que sus piernas adoloridas descansaran un poco.
Había tenidos riñas con otras bandas en el pasado, pero usualmente era un enfrentamiento justo, o sea, cuando tenía más personas de su lado. Era siempre cuidadoso de elegir sus peleas, eso le permitió asegurar sus victorias sobre los pobres diablos que se atrevían a cuestionar lo que hacía o a quién.
Todo esto ocurrió por una perra cualquiera. Carajo, ¡ni siquiera recordaba su nombre! ¿Jeny? ¿Jeremy? ¿Janice? ¡Janice, eso era! No… no, esa era otra Janice. Bah, el punto era que la tipa se le había acercado a él y Toño había respondido como se debe ¿Se suponía que él debía saber que tenía novio y que era uno de los líderes de la banda del parque del centro? La pequeña zorra tenía tanta culpa como él; por supuesto, solo él se llevaría el peso de las acusaciones. Rio imaginando que la perra debía tener cierto control sobre el sujeto para que le pasara por alto la afrenta; eso o era que la tipa era buena follando, algo que ya había comprobado.
Le molestaba saber que esto era lo que lo iba terminar matando. No la vez que le quitó un arma a un viejo policía y se las ingenió para escaparse de la patrulla antimotines; ni la vez que le rompió la cara a un maestro por pasarse de listo con él; ni cuando jodió a la novia de un amigo y este trató de apuñalarlo sin éxito. Carajo, ni siquiera esa vez que se llevó a un par de estudiantes de esta misma secundaria a un hotel, y uno de los hermanos trató de embestirlo al encontrarlo solo, terminando golpeado hasta la inconciencia por él y sus amigos. No, nada de eso. ESTO era lo que lo iba a matar: el novio celoso de una perra.
Se mantuvo sentado, con las rodillas pegadas a su pecho y los brazos a sus lados, prestando atención a los pasos que iban y venían del exterior. No estaba seguro de que sus tenis no hubieran dejado huellas en la pared cuando subió por la ventana. Esperó que, de haber, los idiotas no la notaran.
Pasaron varios minutos. Tratando de pensar en algo más, echó una mirada a su alrededor y lo vio. A solo unos centímetros de su cara había unas marcas en el metal del casillero. Pensó que eran marcas de garras de algún animal, un perro o algo así; cuando las observó a detalle se dio cuenta de que eran en realidad cuatro marcas perfectamente en línea que habían sido raspadas en el metal.
¿Cómo las habrían hecho? Era cierto que era uno de esos casilleros baratos que las escuelas compran por decenas, pero seguían siendo bastante duraderos, al punto de que era difícil rasparlos con una moneda o un pedazo de metal. Además, pese a estar rectas y en fila, parecían tener esa forma limpia que deja el corte de una uña.
Puso uno de sus dedos encima de las líneas y lo quitó de inmediato: el metal estaba helado. Registró que ahora todo se sentía mucho más frío. Su camisa, empapada de sudor, ahora estaba seca y fría. Rodeó su cuerpo con sus brazos para calentarse ante el repentino frío.
Justo cuando empezó a preguntarse qué pasaba, se paralizó al escuchar el primer murmullo. Pensó que lo habían descubierto, pero eso no tenía sentido ya que no había oído a nadie entrar al cuarto. Incluso si hubieran entrado por la puerta sin hacer ruido, los hubiera visto venir por las ranuras de la puerta del casillero: la luz se bloquearía de inmediato.
Se quedó quieto por un largo momento, esperando que la puerta se abriera de golpe… Nada. Esperó un poco más. Revisó la rendija: era obvio que no eran ellos, de hecho, ya hace un rato se habían dejade de oír los pasos.
Y sin embargo, el susurro continuaba, quedo, pero perceptible en ese pequeño lugar. Casi como si la boca de la que proviniera estuviera detrás de él.
Trató de voltearse, sin éxito. No podía moverse en absoluto. Todo su cuerpo se sentía de repente como una roca sólida. Observó fijamente la luz de la tarde por las rendijas volverse cada vez más oscura.
Trató y luchó. No pudo hacer nada al respecto, era como cuando “se te subía el muerto”: eras consciente de que estabas inmóvil dentro de tu cuerpo, sin la posibilidad de hacer nada al respecto.
No era capaz de abrir la boca para gritar.
La sensación llegó primero por su brazo derecho. Crepitó por la piel, palpando la extremidad, entumecida ya por el frío. Desde sus codos, ahora se dirigía a sus muñecas, lentamente, por debajo de las mangas de su camisa.
No importaba cuanto trataba no pensar: el tacto era inconfundible, era el mismo que sentía cuando sus amigos del barrio le tomaban el brazo para medir fuerzas, el mismo cuando sus compañeras de clase tomaban su mano para llamar su atención.
Toño, en silencio, se sorprendió con horror cuando vio la pálida mano salir de su propia manga para rodear la suya. Lo mismo sucedió con la otra.
A continuación, sintió presión en la espalda. La sensación de alguien o algo apoyando todo su peso encima de su… no… No, no encima. Debajo de su camisa.
Al tratar de mover su cuello se percató de lo peor: algo, no sabía qué –no quería saber– estaba detrás de su cabeza, cubriendo su nuca. Como si su cabeza estuviera hundida en una almohada o una pelota desinflada, lo que fuera, tenía algo como un semblante de alguna clase. No quería usar la palabra rostro, porque no podía serlo.
Y sin embargo seguía experimentando esa sensación en su nuca que le indicaba que la cosa tenía al menos un par de ojos y nariz que él estaba aplastando y hundiendo de alguna manera en su propia… en su propia cara. Cuando tensaba el cuello con todas sus fuerzas para intentar mover la cabeza, podía jurar que el pescuezo de esta cosa salía del cuello mismo de la camiseta.
No podía hacer nada. Ni hablar, ni levantarse, ni correr, ni mearse, ni llorar. No había nada por hacer.
Cuando la cosa detrás de él presionó sus labios sobre su cuello mientras miraba la luz a través de las rejillas del casillero alejarse centímetros, metros y luego kilómetros, lo único que Toño pensó es que nunca más en su vida deseaba gritar.
***
Eduardo –Eduardito, para las maestras– corrió de la cancha de juego antes de que su compañero de aula empezara a contar “diez”. Todos sus demás compañeros salieron disparados a varias direcciones. Él ya sabía dónde se dirigiría.
Los maestros y prefectos siempre advertían a los alumnos no ir por los edificios posteriores, sobre todo a los de primer año como él.
Eduardo estaba dispuesto a ganar este juego de pescado. Era raro convencer a sus amigos de jugar. Gracias a Felipe, el maestro de matemáticas, que les había confiscado todos los celulares que devolvería hasta el final del día, lo logró. Ayudaba también apostar algo de dinero de verdad.
Sin perder tiempo, Eduardo corrió por un pasillo hasta el edificio que usaban los conserjes para guardar mesabancos y casilleros rotos. Entró con facilidad por la puerta sin seguro y se adentró al caos de casilleros hasta llegar al que estaba más lejano de la puerta. Abrió, entró y cerró la puerta.
Había esperado con ansia usar este casillero como escondite desde que lo vio la primera vez cuando una maestra le pidió llamar a uno de los conserjes que fumaba por ahí.
Se quedó mirando por las rendijas, riéndose de su propia brillantez cuando notó algo en el metal del costado del casillero.
Eran cuatro marcas en línea recta más una gran marca que la atravesaba.
No estaba seguro qué significaba.
Eduardo se sentó y esperó. Ansiaba ver la cara de sus compañeros cuando saliera de último como ganador del juego.
Esperaba que no tardaran mucho. Casi acababa el recreo y empezaba a hacer un poco de frío allí adentro.
HUGO PAT