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El canario rubio (II)

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II

Letras y letrados

Continuación…

…Pero, ¿y la poesía? ¿En dónde había quedado su poesía, aquella que no hizo mal papel en los años juveniles? La trasladó, de algún modo, a otros moldes, ejercicios y ocupaciones.

Desde adolescente fue un lector voraz, y lo siguió siendo toda la vida. Decían sus hermanos que en las vacaciones escolares y los carnavales consumía materialmente sus días en absorta lectura. Historia, sociología, crónicas de viaje pero, sobre todo, literatura, y antes que nada, poesía, aunque también novela. Estamos hablando, ya en plena juventud, de Darío por encima de todos; en segundo lugar, Villaespesa, Nervo (no todo), Rebolledo (todo), López Velarde y Lugones. Desde luego Mediz y Mimenza, aunque el vínculo directo –a través del grupo del Parque Hidalgo, al lado de sus valiosos integrantes, ex condiscípulos suyos– era don Luis Rosado Vega, mentor por todos reconocido. La Canción del Estudiante de Augusto Cárdenas Pinelo sobre un poema de Rosado Vega la estrenó aquel en el Teatro Peón Contreras durante la velada del dos de octubre de 1926 en la que Peniche Castellanos, en el número siguiente al de “Guty”, tuvo a su cargo la declamación de un poema suyo, según registra Gonzalo Cámara Zavala en su Historia del Teatro Peón Contreras. Aquella noche leyeron también poemas propios sus amigos Humberto Lara y Lara y Alberto Bolio Ávila.

Dos años antes, y en el mismo coliseo, había recitado el poema Granada de su ilustre modelo Francisco Villaespesa, compartiendo escenario con el famoso declamador, actor y cantante de ópera Manuel Bernal, y con el director del Instituto Literario, doctor Conrado Menéndez Mena. Allí mismo, el 5 de diciembre de 1929, en ocasión de la clausura de cátedras universitarias –acto presidido por el gobernador y por el rector, e inaugurado con la alocución del director de la Facultad de Jurisprudencia, el director Santiago Burgos Brito–, “el joven pasante de derecho don Álvaro Peniche Castellanos pronunció un elocuente discurso en nombre de la grey estudiantil universitaria que, consciente del papel que desempeña en el seno de las sociedades modernas, se apresta a descubrir nuevos horizontes, a trazar nuevos que –añadió– serán otros  mañana, cuando florezca otra generación estudiosa” (Boletín de la Universidad Nacional del Sureste, julio de 1929 a enero de 1930).

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En prosa poética –que aquí encontraremos de su pluma dos ejemplos– fue lector de Vargas Vila, Gabriel Miró, Valle Inclán, Julio Sesto, Mediz, Henestrosa, Arciniegas, y asiduo del ecuatoriano Raúl Andrade. Entre los ensayistas, estuvo seducido por Renán, Rodó, Papini, Malaparte; los novelistas Flaubert, Queiroz, D’Annunzio, Galdós, Pardo Bazán, Blasco Ibáñez, Rivera, Romero, Urquizo, Frías, Iduarte; los biógrafos Ludwig, Zweig, Camín; y el viajero Gómez Carrillo, todos ellos puntales de su biblioteca literaria. La influencia de estos géneros prosísticos lo condujo tiempo después hacia el entusiasmo epistolar. Escribió con una prosa clara y elegante, nimbada generalmente por un fino halo de humor, inolvidables cartas amistosas y familiares que nunca recuperó, excepto tres o cuatro. Una de ellas, de inolvidables adjetivos y sonora y deliberadamente hiperbólica, figura en este pequeño libro junto a otra, evocativa y tierna, así como un breve fragmento de una más, expresamente geográfica y paisajista, goteo que aparece asimismo en las dos anteriores.

Esta misma influencia actuó en su eterna devoción por la teoría y la práctica de la sintaxis, que de un modo no sólo gramatical sino prosístico se manifestaba siempre en la pulcra redacción de los “considerandos y resultandos” judiciales de sus impecables sentencias, virtud señalada siempre, y más aún en el calificado foro de Sonora, por los cultos abogados postulantes de entonces, especie ya prácticamente desaparecida. Él les decía: “Nada tiene esto de extraño ya que la materia prima del trabajo jurídico es el idioma, la palabra; y por eso durante mucho tiempo se nos llamó ‘letrados’.”

También vertió su nostalgia poética en el gusto vocal y musical por la recitación, ahora solamente en la discreción del hogar. Su interés por la declamación se había acentuado con el propio Bernal, que permaneció tres meses en Yucatán, y con el que perfeccionó la dicción y la moderada entonación. Llegó a declamar ejemplarmente “Gloria y Paz” de Nervo, “Cortés” de Santos Chocano, “Abuelita” de Mimenza, “El Amante” de Julio Flórez, “Los camellos” de Guillermo Valencia, y ni qué decir de su interpretación del erótico y extraño poema –no el de Tablada– “El Vampiro”.

La seducción por la guitarra y los valores rítmicos de la poesía lo encaminaron a las inspiradas letras y melodías de las canciones yucatecas y cubanas, y las de Lara, Curiel, Federico Baena y Núñez de Borbón; canciones que, en casa y con su esposa, muchas veces cantaba y tocaba en su guitarra valenciana, con dominada digitación y precioso empleo de disonantes, grata voz y personalidad. Muchos años antes había mejorado su desempeño gracias a su maestro contemporáneo, el fino compositor y guitarrista Chucho Herrera.

Ya sesentón y viviendo en Sonora, le dio por confeccionar melodiosos ovillejos, dictados por la añoranza del verso medido –ahora en juguete literario– y la suave sátira amistosa con los colegas de la oficina. Dos de aquellas composiciones aparecen aquí.

Otro rastro de la poesía lo encarnaban sus viejos camaradas que también la habían cultivado desde la juventud, y que continuaron visitándolo en la tranquilidad de su casa hasta los penúltimos años de su vida. Recuerdo especialmente a los poetas Gonzalo Amaro Ávila y Gustavo Vega Ibarra, abogado también, que falleciera antes que él, y que lo instaba, en cada despedida, a abandonar la judicatura.

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Formalmente, desde mediados de los años treinta él había suspendido su escritura de poesía. Había ya completado una libreta –esas libretas de antaño, con lomo curvo, tapas de cartón y hojas numeradas en azul– con más de cuarenta poemas, de estirpe modernista más de la mitad de ellos, y de índole ultraísta el saldo: los primeros mayormente amatorios, y los otros en una vertiente social. Aquella libreta la retenía consigo y nunca la abandonaba. Muchos años después, todavía en su “periplo” solía releerla de vez en cuando, solo o en compañía de mi madre, amante siempre de sus palabras, habladas o escritas.

Desgraciadamente, con tantos viajes y cambios geográficos de domicilio, transportando muebles y decenas de cajas de libros, en algún menaje infortunado la libreta de versos se extravió para siempre. Nunca volvió él a hablar del asunto, pero jamás se repuso de esa tragedia. Transcurridos varios años, gracias a su envidiable memoria y ayudado por mi madre, pudo recordar y recuperar algunos poemas. Son el puñado que aparece hoy en el presente opúsculo…

Al lector enamorado de aquellos hervores en tiempos del modernismo –revolucionarios del lenguaje poético en conceptos y tono, imágenes y melodía– del que fue Rubén Darío el sumo sacerdote, no le defraudarán estos versos de Peniche Castellanos, herederos de aquella escuela fulgurante.

A mi entender, y al de sus cautivos lectores y escuchas Hernán Rosas Novelo y Fausto Hijuelos Febles, Álvaro Peniche consigue producir en su momento, gracias a un impecable oído musical, uno de los más puros ritmos y sonoridades rubendarianos. Haberse iniciado, en este sentido con el pie derecho apenas a los dieciséis años de edad –con la composición lírica al ave dorada y musical– fue muy estimulante. Y, más tarde, ya con ideas, figuras y espíritu maduros, haber manejado con soltura modernista la belleza del endecasílabo y de la silva significó –según el poeta Amaro Ávila– un olvidado pero interesante aporte a la creación poética yucateca de aquellos años.

Continuará la próxima semana…

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