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El canario rubio

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Letras y letrados

Álvaro Peniche Castellanos, poeta juvenil y orador literario en los años veinte e inicios de los treinta, vivió sus noventa años a lo largo de casi todo el siglo veinte, en cuyo primer tercio fue testigo u oyente de notables convulsiones sociales. Habitante y amante de Mérida desde su niñez, creció envuelto, sucesivamente por el impacto revolucionario nacional, los ecos de la primera guerra mundial y el entusiasmo de una sociedad yucateca en profunda transformación.

En ese período efervescente su adolescencia fue atrapada también por la poesía modernista y ultraísta, cuyo ímpetu renovador –tardío entre nosotros– lo llevó a fraternizar con sus condiscípulos del Instituto Literario, los noveles poetas y escritores de esa generación y, ya en la Facultad de Jurisprudencia, con el influyente grupo del Parque Hidalgo. Fue así como su inquieta juventud floreció literariamente bajo las protectoras sombras de Nervo y de Darío, y junto a la fuerza nueva de Lugones.

Paralelamente a su pluma culta, imaginativa y rítmica, también cultivó por aquellos años, en prestigiados proscenios y con elegante apostura y dicción, el versátil arte de la oratoria conceptuosa y literaria. Sin embargo, en los momentos más promisorios, el joven poeta canceló de pronto su ejercicio formal de las letras –escritas y orales–, y redujo el rico contacto con sus protagonistas, aquella pléyade de fecundos amigos…

¿Cómo se formó y se desenvolvió su vida literaria? ¿Y de qué manera se manifestó ésta en su edad adulta y mayor? Veámosla.

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Aunque espiteño por sus ancestros paternos –excepto su padre, Leocadio Peniche Méndez, oriundo de Sucilá y crecido en Mérida–, Álvaro Peniche Castellanos nació en la villa de Temax el dos de marzo de 1905. Antiguo solar de su bisabuelo Domingo Castellanos, original de Tenerife, pero avecindado y casado en Temax, de su abuelo Atanasio Castellanos León y de su madre Sofía Castellanos Acevedo –hermana de Domingo, Pastor y Tomás–. En ese próspero poblado henequenero discurrió su infancia; si bien campirana, estuvo escolarizada precozmente en la Escuela Filemón Villafaña, en donde el profesor Emilio Peniche Cabrera, primo de su padre, le enseño a los cinco años las primeras letras.

Su familia vino a Mérida en el año revolucionario de 1910 y se instaló en el suburbio de Santa Ana, donde Álvaro cursó la primaria elemental en la Escuela Municipal Lorenzo de Zavala (rebautizada como Andrés Quintana Roo) y la primaria superior en la Escuela Hidalgo, bajo el prestigiado maestro don Remigio Aguilar Sosa, quien lo distinguió siempre y le tomó cariño desde entonces hasta el final de su vida. En ella compartió mesabanco con los talentosos Carlos Torre Repetto y Cirilo Montes de Oca. Tengo entendido que en su generación se inauguró en Yucatán, durante el gobierno de Salvador Alvarado, la enseñanza primaria mixta, es decir, la presencia de varones y niñas en un mismo plantel.

Él siempre se consideró santiaguero porque desde 1917 se establecieron en la calle 72, frente al edificio de “La Sanidad” y, aun cambiando de casa, no abandonó el populoso y alegre suburbio sino hasta 1950. En esa época vivió y creció en su casa, enviado de su natal Sucilá, su contemporáneo exacto Esteban Durán Rosado, quien sería editorialista en la prensa nacional, reconocido cuentista y asesor mayista del doctor Jesús Amaro Gamboa; a partir de entonces lo unió con Álvaro por siempre una genuina fraternidad. También desde esos años púberes inició vitalicia amistad con su compañero de juegos callejeros y futuro artista notable Armando García Franchi.

Estudió la preparatoria –entonces de cinco años de duración– en el memorable Instituto Literario de Yucatán, en donde veneró a sus maestros don Nicolás Moguel, de historia universal, don Martín Medina Rosado, de raíces griegas y latinas, y don Joaquín Ancona Albertos, de cosmografía, de los cuales recibió formadora e inolvidable influencia; y compartió salón de clases con los futuros etnógrafo Alfonso Villa Rojas y escritor Miguel Ángel Menéndez Reyes, admirado amigo suyo por siempre. Recién fundada la Universidad del Sureste, sucesora del “abuelo” Instituto, los jóvenes Jesús Amaro Gamboa, Álvaro Peniche Castellanos y Francisco Canto Rosas crearon y dirigieron en el año 1922 el primer organismo estudiantil universitario yucateco: el Círculo de Estudiantes Preparatorianos de Yucatán, el cual cambió el primer nombre por el de “Liga”, según indicaciones del gobernador Felipe Carrillo Puerto, con quien los muchachos habían sostenido una emocionada entrevista.

Siendo todavía alumno en la Facultad de Jurisprudencia, realizó sus prácticas profesionales como escribiente en el Tribunal Superior de Justicia, adscrito –con mucha fortuna para él– al magistrado, pedagogo, poeta y dramaturgo Marcial Cervera Buenfil, figura determinante en el estímulo de sus inclinaciones literarias. Esto le llevaría, como se acostumbraba entonces, a declamar en distintos foros sus propios poemas, así como a publicarlos. Incluso formó parte de las directivas de las revistas Ultra y Azul –conforme asienta José Esquiven Pren en su conocida obra– y de la sociedad Literaria Jesús Urueta, fundada por él mismo y su condiscípulo e íntimo amigo de toda la vida, el mencionado Francisco Canto Rosas, su admirado “Pancho Canto”; compartían su devoción por Urueta, el brillante y supremo orador literario, poeta y prosista, recién fallecido entonces.

Concluyó sus estudios de derecho, ejerció cargos públicos y fue profesor de Oratoria Forense en la Facultad de Jurisprudencia, y de Lógica y de Historia del Movimiento Obrero en la Escuela Normal. En 1937 ingresó al Juzgado de Distrito, célula de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, institución para la que trabajó, en Yucatán y en otros estados de la Federación, hasta su jubilación, que sobrepasó treinta y seis años de servicio.

Todavía en Mérida –antes de su periplo, como él decía–, su rica experiencia en el ámbito jurisdiccional determinó que en 1947 retornara a la Universidad para hacerse cargo de la cátedra de Garantías y Amparo en la que, a lo largo de quince años ininterrumpidos, ilustraba –a decir de muchos de sus sucesivos alumnos– su galana exposición con múltiples y diversos ejemplos arrancados vívidamente de su tarea cotidiana en el juzgado federal.

Ya jubilado de la Corte, y después de residir por segunda ocasión en Cuernavaca, ahora enseñando Garantías y Amparo y Derecho Constitucional en la Universidad de Morelos, retornó a Yucatán. Tras presidir el Tribunal Superior de Justicia del Estado, en 1984 se retiró definitivamente. Entonces se dedicó de nuevo a la lectura literaria y a escudriñar por televisión viejas y nuevas lides de boxeo, deporte basado en la gimnasia bóxer que siempre le había cautivado, al grado de haber asistido entre 1930 y 1950 a la mayoría de las funciones de boxeo en el memorable Circo Teatro Yucateco. (Eran tales su afición y sus conocimientos que la Comisión Municipal de Boxeo lo designó juez de ring, función que desempeñó por casi un decenio; incluso redactó y firmó con seudónimo, a principios de los años cuarenta, breves comentarios boxísticos publicados en alguna gacetilla o volante.)

Por las tardes se esmeró en cuidar y regar sus árboles frutales, y por las noches en pulsar su entrañable guitarra, acompañándose él mismo en el arte de la canción romántica… Once años después moriría en su vieja casa de la Colonia Pensiones, el diez de noviembre de 1995, hace exactamente quince años.

Continuará la próxima semana…

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