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EL HOMBRE EMBRUJADO DE PETO
Corría el año de 1960 en el pueblo de Oxkutzcab, Yucatán, distante de Maní nueve kilómetros, paso obligado de muchos viajeros que van a ese pueblo de indios, antigua Sede del linaje real de los Tutul Xiu, y donde aún perdura la sapiencia milenaria de los H’menes y Ah Pul Yahes, cuya sabiduría ha bajado escondida en la tradición de padres e hijos, desde que el inquisidor Fray Diego de Landa inició, por el año de 1562, una cruel persecución de suplicios y muertes contra aquellos indios que profesaban el culto idolátrico a sus antiguos dioses; mismos que todavía invocan en sus ritmos ceremoniales. Antes, mucho antes, Maní era el sitio escogido para la consagración de los brujos por ser esta la última ciudad de aquel gran imperio de los mayas de Yucatán donde se guardaba y registraban las historias de estos pueblos y reinos precolombinos del Mayab.
En Oxkutzcab, como hemos dicho, llegaba gentes de todas partes con sus enfermos para llevarlos a curar a Maní, lugar donde por aquellas épocas vivía el más famoso de los yerbateros mayas llamado Cruz Chan, cuyos rezos e invocaciones esotéricas para sanar a sus pacientes le provenían de la más antigua tradición de sus antepasados, que también fueron H’menoboo y poseían el arte de la incorporación o médium para hablar con los espíritus, conjugando el viento y la energía cósmica que envolvían sus cuerpos que parecían gravitar o flotar durante sus trances hacia otros espacios siderales.
Por eso, su fama de H’men (sacerdote) ya había recorrido todos los lugares de la península yucateca. Su nombre era ya una leyenda diciéndose de él que con solo el pase de sus manos sobre sus enfermos, sanaban. La pequeña casita donde estaba su consultorio era de paja, huano y embarro de tierra roja, y en su interior un humilde altar donde siempre estaban ardiendo velas y veladoras, símbolo de su cristiana fe, que a los naturales dejaron los frailes y conquistadores españoles a su arribo a la península de Yucatán.
A un lado estaba una cruz de madera, adornada con su huipil, acompañada de ofrendas de la milpa, como maíz, zacá, camote, yuca, miel, etc., tal y como las disponían en los altares de época de sus idolatrías.
Debido a que ese día el H’men tenía muchos pacientes que atender, don Naz, tuvo que esperar varias horas su turno para ser recibido. “Nohoch tat (papá grande), mis problemas se inician desde que tuve una fuerte discusión con mi vecino, don Eus, y su esposa, debido a que, allá en el municipio de Peto, mi vivienda estaba pegada a la suya. Debido a esto, sus aves cerdos y caballos, entraban y destruían nuestra milpa y ensuciaban el agua de la sarteneja donde nos proveíamos de ella. Al llamarle la atención, me amenazó de muerte y juró que no permitiría que cerrara el camino del depósito de agua de lluvia, única fuente con que contábamos durante los largos meses de sequía.
“Cierta tarde, al ver que no hacía ningún caso de mis súplicas, decidí cerrar con unas trancas el camino y evitar así la entrada de sus animales. Desde luego, este hecho despertó su cólera, y don Eulogio me gritó e insultó a las puertas de mi casa diciéndome:
–¿Con qué orden cierras ese camino?
–Pues para que tus caballos y cerdos no enloden el agua que tomamos ¿y no ves que la sequía va para largo? –le contesté.
–Eso a mí no me interesa –respondió don Eus. – Esa sarteneja no tú la construiste, y por lo tanto no es de tu propiedad, aunque esté en tu milpa.
–Está bien –le respondí–, pero no por eso voy a permitir que tus animales ensucien el agua y así tenga que bebérmela.
–Eso tampoco me importa; pero, si lo cierras, atente a las consecuencias
Sin decir más, don Eulogio se dio la vuelta y se perdió en la vereda que conduce a su monte.
Don Naz continuaba consultando con el H’men:
–Consulté con mi esposa el incidente y, para no tener ningún enfrentamiento personal, acordamos abandonar a nuestra milpa y casa, después de recoger la cosecha. Y así lo hicimos.
–Meses después, supimos que los animales de don Eulogio murieron repentinamente, y su mujer fue víctima de tétanos, según la versión de sus propios familiares.
–Desde luego, él me echó la culpa y me acusó de esas sus desgracias ante la autoridad del pueblo, pero estos realizaron todas las investigaciones de ley y el veredicto del Juez de Paz fue lo mismo que habían dictaminado los médicos y autoridades sanitarias que supervisaban la campaña de paludismo; los cerdos murieron de peste, y sus caballos por beber agua contaminada con insecticida; su mujer, repito, falleció contaminada de tétanos, su cuerpo se convulsionaba como si tuviese posesionado del demonio.
–Sin embargo, don Eulogio insistió en culparme de ello, me echó toda clase de maldiciones y juró por todos los engendros del mal que yo no viviría mucho tiempo para reírme de él. Hace unas semanas he escuchado ruidos extraños alrededor de mi casa; veo montones de tierra negra regada en forma de cruz, y en la puerta, vísceras de pájaros y culebras; además, últimamente he tenido calenturas, sueños extraños, siento feo, veo y escucho voces sin ver a nadie, pero sé que es el uay o brujo, que me viene a hacer daño.
–¿Por qué dices eso? –lo interrumpió don Cruz.
Don Naz, continuó.
–De noche, sin saber por dónde entra a mi casa, he visto caminar sobre los maderos del interior un animal raro muy peludo que no es gato ni perro, porque al mirarme se ríe y me burla como si fuera humano.
–Desde luego, –insistió don Naz, ella me ha acompañado a ver al H’men de mi pueblo, pero no se ha logrado nada y cada día que pasa me siento débil, no duermo porque a cada rato me hablan y despiertan esas voces, que le repito, escucho, pero no veo a nadie cerca ni lejos de mí.
–¿Has visto huellas de ese animal?
–No, responde, lo único que escuchamos de noche son voces que me llaman, ruido de mis gallinas y el llanto de mi perro, señal inequívoca de que ese animal maligno viene en camino sobre el viento para llegar a mi casa.
–Está bien –dijo el H’men. – Te he escuchado, atenderé tu caso porque puedes ser víctima de un embrujo.
Se puso de pie, se acercó hasta el enfermo y, después de hacerle la señal de la cruz sobre su cabeza, sacó de una vasija de barro una piedra verde que los indígenas llaman “zastún”, (piedra clara y transparente) donde ellos leen el futuro. En silencio, empezó a estudiar el caso, se persignó ante ella con una oración en maya entremezclada con un canto llano y lastimero. Al terminar, se puso de rodillas ante la cruz, murmurando rezos, ademanes de exorcismo de un lado para otro, tal como si estuviera debatiendo con seres que sólo él podía ver y escuchar.
Cuando su rito cesó, su cuerpo estaba agitado, su rostro y camisa empapados de sudor. Después, reposó breves minutos y, aspirando una bocanada de aire, le dijo:
–Es cierto, tu mal proviene de una maldad que tu enemigo ha pagado muy bien para hacértelo. Los signos que he visto y leído en el “zastún” lo dicen y no fallan, porque en ella está escrito el destino de cada ser sobre la madre tierra.
–Mientras encuentro la forma de combatir este embrujo, llévate este amuleto que te protegerá por un tiempo de los malos vientos y de esos espíritus que te persiguen; vuelve otra vez cuando cuentes con maíces amarillos, blancos y negros tres veces nueve días y cuatro lunas nuevas.
El hombre embrujado regresó a su pueblo natal y allá vivió meses y días tranquilo, hasta que pensó que el uay o brujo que aún lo perseguía había desaparecido de su vida.
Mas lejos estaba este infeliz de saber que el embrujamiento que padecía se había pagado en monedas de plata para causarle la muerte, y que era uno de los más difíciles de vencer, debido a que el que hacía el mal poseía el arte de contados brujos de desprender el espíritu del cuerpo y tomar el de cualquier animal, para ir sin límite de distancias y tiempo hasta donde se hallaba su víctima.
Así, un día inesperado, y bajo esta transformación o mutación como sobrehumana, el “uay” se presentó de nuevo ante don Nazario en forma de gato, perro grotesco y peludo; lo que ni el enfermo podía explicarse era cómo podía entrar ese ser maligno a su vivienda, si sus puertas estaban enérgicamente cerradas, al grado que apenas podía filtrarse los parpadeos de luz de su pequeño quinqué. Como pudo, agarró una tranca para repelar a ese engendro del mal, en una lucha desigual que de inmediato se inició, pero que sólo tardó breves minutos, que a don Naz le parecieron siglos. Gracias a que su esposa acudió a su auxilio con una lámpara de mano, el animal salió a toda prisa, sin dejar rastro, tal y como había venido.
Aterrorizado por lo sucedido, don Naz, sin pensarlo dos veces, ordenó a su esposa que recogiera las pertenencias y se dirigieron a la estación del ferrocarril, donde esa misma madrugada salieron de Peto hacia Oxkutzcab, a fijar su vecindad. Llegado el tiempo que el H’men de Maní le había marcado para que regresara, lo hizo, pero con tan mala suerte que ese día él no se encontraba, porque había partido a otros lugares con urgencia donde reclamaban sus servicios de “sacerdote” y curandero.
De regreso a Oxkutzcab, don Nazario se dedicó a la vena de leña, y en poco tiempo se ganó la estimación del vecindario por su carácter bondadoso y humilde, debido al respeto que le guardaba a todos.
Semanas y algunos meses habían pasado, hasta que un neblinoso amanecer, estando junto a su banqueta tomando su atole de maíz para irse a trabajar, escuchó encima de su vivienda el canto fatídico del búho o xoch, ave nocturna, cuyo graznido para los indios es anuncio sinónimo de desgracias y muertes.
La piel se le erizó, y de inmediato se puso a rezar ante su altar, para después irse a recostar; afligido como se encontraba, decidió no salir de su casa, ni ir a trabajar. El tiempo que pasó en su vieja hamaca de henequén, cavilaba y meditaba preguntándose: ¿por qué Dios, si como decían era bueno y podía evitar los males de uno, porqué entonces no cesaba ese embrujamiento que padecía? ¿Por qué precisamente a él, que era muy pobre y no había causado mal a nadie le venían a suceder cosas tan horribles y dolorosas?
Tan pensativo se hallaba repasando los pormenores de su vida, que ni cuenta se dio que la noche caía de repente por esas calles lóbregas del rumbo, donde pocos transeúntes se atrevían a cruzarla por miedo y precaución a los espíritus que según se decía rondaban por esos lugares.
Su mujer, como de costumbre, dio de cenar a los dos niños y, después de hacer lo mismo con su marido, trancaron bien las puertas de su casa; tras prenderle su veladora al santo, se fueron a acostar, quedando la mujer minutos después profundamente dormida.
Sin embargo, don Naz no lograba conciliar el sueño. Su pensamiento volaba hacia su antigua vivienda de Peto donde, sin quererlo, la cara de don Eus, su mortal enemigo, lo perseguía y volvía a presentársele en su imaginación con una risita. Hasta se puso de pie para ver de dónde provenían.
Desde luego, no vio a nadie y se recostó de nuevo. Cuando ya se disponía a dormir, miró asombrado que el “uay” estaba frente a él, se arrastraba como serpiente en los maderos de la casa y se iba acercando poco a poco hacia su hamaca con toda cautela, para atacarlo. Él de inmediato se puso de pie y agarró un pedazo de leño para defenderse del engendro del mal; al atacar, ambos rodaron por el suelo, en fiera lucha, sucediendo que cada vez que el animal topaba con la cruz de palo que don Naz llevaba en el cuello, dada por el H’men de Maní, de inmediato el “gato” rebota contra las puertas y paredes, sin poder causarle el daño que quería y no tuvo más remedio que alejarse de prisa al mismo instante que los vecinos llegaban con velas, lámparas y agua bendita para atacarlo.
Este propalado caso del “uay” y del hombre embrujado de Peto había causado ya un estado de psicosis y pánico en todo Oxkuztcab y a la noche el rumbo de la casa de don Naz se encontraba lleno de gente.
Un anciano, llamado Juan Pinto, le recomendó a don Nazario ver a otro H’men, como a don Chavo Castillo, que tenía mucha experiencia en estos casos y podía ayudarlo a liberarse del “uay”.
Así lo hizo; el H’men visitado ya conocía su caso, por lo que de inmediato empezó a exorcizarlo contra el maleficio del brujo; sin embargo, se daba cuenta que sus rezos no lograban traspasar la barrera interpuesta por el enemigo, que bloqueaba todo su trabajo telepático de sanación.
En consecuencia, durante varias sesiones de exorcismo no pudo avanzar, debido a que el espacio y la energía cósmica del intruso o enemigo era superior a la suya. Allá mismo, en el destino y futuro de su paciente pudo ver su cercano fin debido a que su muerte no tardaría en llegar y no había forma de evitarlo, porque el embrujo ya se había posesionado de su persona y alma.
Desde luego, esto se lo calló, pero le recomendó a su paciente que, para acabar con el “uay” se tenían que preparar unos cartuchos especiales de ceniza, con sal en grano, rezarlos en un altar con trece jicaritas de zacá que se ofrendarían al dios Ah Puch (dios de la muerte entre los mayas).
También se tendría que extender ceniza por todo alrededor de su casita, para capturar las huellas de “uay” y dispararle, no cuando entrara sino cuando saliera. Finalmente, se le instruyó muy bien para que el próximo viernes se mantuviera despierto toda la noche, pues tendría que bajar del altar la ofrenda de zacá, que bebería, reservándose solo una jicarita para rociar alrededor de su hamaca; insistió el H’men que, al hacer esto, se pronunciara tres veces el nombre de su enemigo y al finalizar apagara también sus trece velas.
Más tarde se dirigió a su domicilio con la moral más alta, pensando que matando al “uay” el sanaría. En el camino se detuvo unos momentos en la tiendita de la esquina, para comprar gas (petróleo diáfano), azúcar y veladoras que le hacían falta.
Conocido el caso de don Naz en todo el pueblo, y la manera que había dispuesto el brujo enemigo para matarlo, el siempre pueblo de Oxkutzcab se solidarizó con don Naz. El señor Cura parroquial y las rezadoras de la iglesia acudieron a la casa del enfermo a rezar y bendecirlo, buscando el triunfo del bien sobre el mal.
Los días miércoles y jueves los pasó tranquilo don Naz, pero el viernes, como lo había indicado el H’men, se dedicó a juntar jicaritas de zacá y la ceniza que se regaría en la casa.
Al terminar, ya su cuerpo se encontraba muy agotado debido a las fiebres, insomnio que lo habían minado y postraban más tiempo de lo acostumbrado en su hamaca.
A las once de la noche no recibió ninguna visita, más que la del H’men que lo ayudó a poner las ofrendas al altar y realizar el ceremonial convenido.
Esa noche era de luna llena, los árboles brillaban esplendorosamente con el parpadeo de miles de cocayes que pululaban tras esa hermosa claridad que al mecerse semejaban figuras, espectros que hacían más dramática y tensa la espera del “uay”.
La gente ahí reunida pensaba y coincidía en voz baja que el “uay” no acudiría esa noche debido a que, con los poderes sobrenaturales que poseía, ya sabía de antemano lo que se había tramado en su contra. Además, la luna llena no era noche propicia para que él viniera a cometer sus actos endemoniados. Pero para estos seres que son transportados por la energía y magnetismo de otras galaxias, no existía poder humano que le impidiese acudir a su cita y al sitio donde debía ir.
El silencio de la espera era expectante; muy de vez en rato se escuchaba a lo lejos el ladrido de algún perro que quizá anunciaba la hora fatídica.
Así fue. Caminó sin ningún obstáculo hasta la vivienda de su víctima; al entrar a la casita, tomo la forma de pájaro negro, que por ratos era enorme y por otros, chiquito. Permaneció un rato impasible, estudió cuidadosamente a su víctima, que también lo observaba, tal como si ambos midieran sus fuerzas tanto para atacar como para defenderse. La agitación de don Nazario era acelerada y furibunda en la desesperación para batirse con todo el odio de su alma con esa maldita ave y a veces gato a quien deseaba matar de una vez por todas.
El pájaro negro, de ojos rojos y saltones, de pico largo y puntiagudo, daba pequeñitos saltos alrededor de su víctima, esperando el instante preciso para atacar. Y lo hizo con tal furia que don Naz apenas tuvo tiempo de esquivar la embestida y tirar palazos por todos lados, tocándole algunos al ave, cuyas plumas volaban por distintos rincones de la casa. Así, la lucha se prolongó durante varios minutos, hasta que el escándalo llamó la atención de los cazadores que, como expertos, ya habían visto las huellas del “uay” marcadas en la ceniza previamente extendida para ubicarlo tal como se había convenido.
De esa forma, alistaron sus armas y se aprestaron a la caza del maligno, puesto que ya existía la seguridad de que estaba en la casa, y por fuerza tendría que cruzar por la ceniza regada por el piso del solar.
Entre tanto, la mujer de don Naz, al escuchar el ruido de la lucha que libraba su marido con el brujo, forzó la puerta con la ayuda de varios vecinos y, al abrirse, todos entraron en tumulto con lámparas y velas en la mano, al mismo instante que el gato salía por el techo; pero éste, al pisar la ceniza por donde escapaba, delató su presencia furtiva a través de una sombra que velozmente cruzaba el frente de la casita, momento que aprovecharon los tiradores para dispararle los cartuchos que de antemano se habían preparado exprofeso para estos casos de brujería.
El experimento dio buenos resultados: tras las huellas del gato brujo se encontraron rastros de sangre fresca y también negra, señal inequívoca de que el animal maligno había sido herido.
Los cazadores, con potentes lámparas siguieron sus huellas impregnadas en las albarradas y solares por donde huía, pero hasta al amanecer no habían encontrado nada de su cuerpo, como tampoco apareció nada en los días que siguieron.
Desde luego, desde esa noche el “uay” jamás regresó y, después de trece días de estos acontecimientos, don Nazario murió, al mismo tiempo que en un pequeño poblado maya llamado Chicán, un hombre que ejercía la brujería también moría, víctima de varias heridas de municiones, sin que nadie se explicara quién se las había causado, ya que no se había visto o sabido que este anciano saliera de cacería o que hubiese peleado con alguien que le causara esas heridas mortales de fuego.
Con el tiempo, se supo que este brujo o “uay muerto” era el que contrató don Eus, el vecino de Peto, que prometió vengarse de don Naz por el supuesto mal que le había causado a su esposa y animales.
Así concluyó este suceso real de “El hombre embrujado de Peto”, que sufrió el acoso del “uay” o brujo que para cumplir su misión se transforma en cualquier animal, dado el poder sobrenatural que poseía en el arte de los Ah Pul Yahes mayas. Este hecho que narramos fue presenciado por cientos de hombres y mujeres del próspero pueblo de Oxkutzcab, hoy ciudad donde muchos de ellos aún viven y pueden certificar este fiel testimonio que hemos narrado.
Gaspar Antonio Xiu Cachón
FIN