IX
LA IXTABAY
La Ixtabay, como se cuenta en el alma misteriosa del Mayab, es el espectro de una mujer india, extraordinariamente bella, sensual y provocativa, cuyo arte o embrujo es seducir en forma diabólica a los hombres, principalmente en las noches de luna llena, que es cuando sale de su escondite para vagar por los caminos y veredas de los montes y pueblos indios en busca de esos incautos que se dejan llevar en los parajes solitarios por esa mujer bruja, quien los llama, incita y atrae con su voluptuoso cuerpo, enmarcado por una negra cabellera larga hasta la cintura, con la cual forma una red que atrapa a sus víctimas, después de seducirlas, para ahogarlas, o dejarlas locas y perdidas vagando solas por la selva impenetrable del Mayab.
Según la narrativa de las leyendas mayas, la Ixtabay tiene en su concepción varios orígenes, pero el que nosotros elegimos para ilustrarla en el arte de los brujos es el que se narra entre los pobladores más antiguos de las aldeas mayas de la sierra Puuc de Yucatán.
Entre ellos, cuentan que allá en la antigua ciudad maya de Zací, ubicada al sureste de las laderas de la serranía Puuc, cuyos límites colindan con la zona arqueológica de Labná, Kabá e Ix’lapak, un hombre joven que había sido iniciado en el arte del Ah Pul Yah o brujo se había enamorado desde meses antes de una sacerdotisa virgen que estaba destinada al cuidado y alimentación del fuego nuevo y sagrado de los templos mayas de la ciudad santa de Zayil, donde la luz viva de las llamas iluminaba la figura pétrea de los dioses de la teogonía maya que inspiraba la virtud y fertilidad de la vida en esos pueblos precolombinos del mundo indígena.
Como ese amor era prohibido por las leyes del sacerdocio y de los gobiernos mayas de aquella época, los jóvenes se veían furtivamente, en secreto, afrontando todos los peligros de castigo y muerte si les llegaban a descubrir.
Por eso, una noche decidieron escapar de Zayil, y así lo hicieron; se fueron a lo más lejano e inaccesible de aquellas impenetrables selvas de la península yucateca, donde caminaron durante días, semanas y meses hasta que divisaron un hermoso mar, y allá en sus orillas decidieron edificar una casita, rústica primero, y amplia, fuerte y segura después, a fin de protegerse y evitar ser atacados por las fieras y reptiles que abundaban por esos sitios inhóspitos.
Allá vivieron esos amantes durante años, pero ninguno se explicaba por qué Ixchel, la diosa de la fertilidad, no les había mandado hijo alguno para completar su hogar. Por esa razón su vida era tediosa, rutinaria y nostálgica porque, pese a que ya habían domesticado algunos animales, como venados, pavos, chachalacas, jabalíes, guacamayas y tucanes, siempre se sentían solos, tristes y meditabundos.
Sin embargo, lo que estaba escrito y sentenciado en el Mayab tenía que suceder. Así, cierta noche, cuando la oscuridad era más negra y tétrica que otras veces, de manera imprevista llegó a posarse sobre los palos del techo de la casa india un raro y enorme pájaro negro, que lanzaba sin parar raros y escalofriantes graznidos que rompían el espeluznante silencio de la noche fatídica.
El pájaro revoloteó breves minutos y después, sacudiendo ruidosamente sus alas, voló hacia lo desconocido en esa noche negra donde rondan los espíritus del mal por lugares desconocidos para apoderarse de víctimas incautas o inocentes.
La pareja, que había despertado de inmediato al escuchar el ruido del pájaro, se apresuró a echar leña a la lumbre que atizaban y, aunque no hablaban, bien sabían que ese pájaro auguraba desgracias, muertes y enfermedades. Desde ese instante la mujer, de repente, sintió una rara sensación; algo que no se explicaba, porque a partir de entonces su cuerpo se sintió poseído de un deseo carnal insaciable, y deseó enseguida ser amada y poseída. Así, con ese fuego carnal que la devoraba, y ante lo imposible por contenerse, sedujo a su macho, lo hizo gozar de una entrega tan furiosa y salvaje que el hombre tuvo que realizar verdaderos esfuerzos para contener a esa mujer que deseaba hacer el amor una y otra vez. Esa noche la cama rústica de palos, bejucos y almohadas, bordada de ese algodón silvestre del árbol llamado “pochote”, fue agitado con plena pasión sexual que no cesaba, hasta que al fin el alba llegó para imponer por primera vez las horas turbulentas de ese hechizado amor.
Después, todo fue diferente entre aquellos seres que habían sido poseídos por algún ente diabólico o de hechizo, porque cada vez que se miraban parecían dos animales en celo o en brama.
Cierta tarde que la mujer estaba en las orillas del mar, miró sorprendida cómo allá en la distancia, donde rompían las olas, por unos arrecifes y acantilados, se acercaba una canoa india, de aquellas rústicas que los pescadores o comerciantes mayas utilizaban para recorrer las costas de los pueblos y reinos mayas circunvecinos para comerciar o hacer trueque con sal, pieles, cacao, mantas, copal, etc. Lentamente, la canoa se fue acercando hacia la orilla, pero sin que nadie la guiara. La mujer, con cierta cautela y curiosidad, se metió al mar y se acercó a ella; pudo descubrir que en su interior se encontraba inconsciente un hombre de espalda y rostro quemado por los rayos del sol, los labios rajados de resequedad y, en torno a él, calabazos de agua vacíos, así como mendrugos de pozole, carne seca y salada.
Llamó a su marido, que en esos momentos acarreaba leña, y juntos se apresuraron a arrastrar la canoa hasta las blancas arenas donde, con cubos de cortezas, le echaban agua fresca y dulce en el rostro y boca del hombre inconsciente, para revivirlo. Cerca de una hora permanecieron aplicándole remedios al náufrago, hasta que abrió los ojos, lenta y pesadamente, pero sin poder articular de momento palabra alguna.
Con dificultad y casi a rastras, lo condujeron hacia la cabaña y lo recostaron en una de esas camas, donde siguió durmiendo aletargado, sumido en la inconsciencia de su mundo.
La noche, como siempre, caía violenta entre esa naturaleza virgen, donde las aves, fieras y reptiles luchan por su supervivencia defendiendo su hegemonía territorial, en esas estancias de poder en la selva, cuya ley y misterios inexpugnables son también para vencer o morir.
Tres noches y días estuvo el náufrago en un estado crítico de fiebres y delirios, y si logró sobrevivir fue gracias al arte curativo del marido que, como ya hemos dicho, dominaba el secreto de las yerbas medicinales, tanto para sanar males como para causar hechizos.
Cuando por fin recobró la sobriedad, el náufrago lo primero que vio fue la figura de una mujer bella en esa estancia limpia donde crepitaba el fuego y, a su alrededor, torteaba una mujer india. Lentamente fue levantando su cuerpo, hasta que al fin logró incorporarse con la ayuda de aquella mujer que, como se recordará, en un tiempo ejerció el sacerdocio en los templos de Zayil.
Entre aquel hombre y la mujer que hablaban el mismo idioma nativo no hubo dificultad para que el hombre pidiera comida y agua, misma que le fue servida, pues en ese hogar nunca faltaba la carne de venado y aves silvestres.
Más tarde, llegó el marido con un enorme ciervo en la espalda, y mientras lo desollaba interrogaba al extraño visitante, que se encontraba recostado junto a los maderos de la casa, flácido y soñoliento.
El náufrago dijo ser de la isla de Cuzamil (ahora Cozumel), pescador y comerciante, que navegaba con tres compañeros más cuando una enorme ola de ese mar Caribe embravecido los volcó, logrando sujetarse él de la canoa que lo arrastró con rumbo desconocido, hasta que Dios y la providencia lo enviaron a salvo con ellos. Dijo que ignoraba el fin de sus compañeros, y que ni él se explicaba cómo pudo salvarse de la sed y el sol que lo torturaron. Pidió permiso para permanecer unos días más entre sus salvadores, mientras recuperaba sus fuerzas y construía nuevos remos para partir.
Además, deseaba ubicar su posición geográfica por medio de las estrellas y constelaciones como la Osa Mayor y Venus, signos planetarios que los mayas a simple vista podían observar a fin de orientarse. Por eso eran excelentes navegantes profundos y lejanos para comerciar, tal y como hemos dicho anteriormente.
El marido, llamado Kilín Chac, accedió y prometió ayuda al náufrago, sin saber que esa sería su desgracia, como lo había anunciado aquella ave de mal agüero que se había posado cierta noche en el techo de su casa.
En los siguientes días, el visitante se daba cuenta que la mujer lo miraba de manera insinuante, pero él rehuía esos ojos negros de raro brillar porque no quería pagar mal al marido de la mujer, quien se mostraba amigo y le había salvado la vida. Es más, procuraba estar el mayor tiempo ausente de aquella casa para no ser testigo ni “hacer mal tercio” de la pasión y entrega lujuriosa que envolvía el alma de aquellos dos seres que cada noche y cuantas veces tenían oportunidad se amaban sin cesar.
Una tarde que regresaba Kilín Chac a su casa, en compañía del náufrago, fue mordido por una serpiente venenosa llamada Tza’can o cascabel; aunque se aplicó las yerbas medicinales que conocía, y bebió la pócima para contrarrestar el veneno mortal, esto no impidió que quedara inconsciente y con fiebre por el efecto del veneno que le producía un sudor de color negro en la piel.
Toda esa noche, tanto ella como el náufrago se la pasaron en vela quitando y poniéndole plasmas de yerbas al herido. Durante ese trajín no una, sino en varias ocasiones, la mano de la mujer rozaba intencionalmente la del náufrago, que disimuladamente no dejaba de admirar también los enconados y perfectos senos de la hembra, que tras el hipil relucían en toda esa belleza que emana del porte sensual de esas mujeres mayas.
Al amanecer, ya se sentía en ellos un raro ambiente, y el deseo era recíproco de amarse y poseerse. Por eso, temerosos de que el enfermo despertara o sintiera las agitaciones morbosas de sus pechos, ambos salieron de la casa y, como si un extraño e incesante deseo los uniera, sin mediar palabra alguna, ambos se acariciaron. La mujer apretaba la lacia cabellera del indio intruso entre su pecho, mientras que él no tocaba, sino mordía esos senos redondos y apetecibles de aquella hembra que poco a poco fue doblegando hasta que ambos cayeron al suelo, como si lucharan en un desafío entre fieras hambrientas. La entrega fue total, única entre una mujer en celo que poseía ya con un embrujado cuerpo al mancebo que enloquecía con esa pasión que no lograba apagar ni calmar ni con todo el ímpetu de su fortaleza masculina. Así pasaron los días, y el enfermo durante las noches siguió recibiendo las pócimas de yerbas y, mientras se recuperaba, los amantes seguían bebiendo el néctar profundo de ese amor y pasión inagotable de lo prohibido, que ya era insaciable tanto de noche como de día y hasta el miedo habían perdido.
Cierto atardecer, sin que los amantes se percataran que Kilín Chac había recobrado bien el conocimiento y abierto los ojos, quitados de la pena se hacían el amor con arrebatada pasión y los cuerpos totalmente desnudos, sin imaginarse que ya habían sido descubiertos por el marido, que los miraba sin alterarse. Así permaneció quieto y silencioso, pero en su lugar brotaba el odio y dolor que gemía por dentro, esperando la ocasión para vengarse de aquellos seres que lo habían traicionado. Sin delatar su presencia, Kilín Chac como pudo se incorporó, salió de esa vivienda maldita y caminó sin rumbo, hasta que se perdió tras esa selva negra y espesa que se lo tragó sin dejar rastro alguno.
Al retornar a la casita, los amantes percibieron el silencio que reinaba en ese atardecer que poco a poco iba muriendo para dar paso obligado a la caída de la noche, en ese trópico maya donde en sus horas largas solo se dejaban escuchar los gritos de los animales salvajes que rompían su monotonía; así como el sonido de millones de insectos que se confundían con esas voces de seres humanos invisibles, que se escuchan y no se ven, porque están inmersos en las fuentes de ese halo de misterio de ultratumba que envuelve el enigma de nuestro mundo maya.
Seis meses transcurrieron y el marido no volvió a aparecer; se pensó que había enloquecido a consecuencia del veneno del reptil y había huido inconsciente hacia la selva, donde quizá fue devorado por algún animal. Lo raro era que cada noche los graznidos de aquel pájaro negro seguían retumbando por minutos sobre aquella casa maya, que ya no era bien vista por las aves y animales, que no se acercaban como antes a beber el agua fresca y cristalina de sus sartenejas o pilas, porque percibían la maldad y el embrujo que la rodeaba.
La luna llena, que bañaba con su luz resplandeciente y plateada toda la selva, reflejó el bello cuerpo de la mujer recostada en su hamaca, tejida con bejucos y lianas silvestres, cuando de improviso sintió cómo le crecía el vientre y en su interior algo empezaba a moverse que le era desconocido y que le asustaba. De inmediato despertó al náufrago, que dormía en otro extremo de la casa, y éste pudo comprobar que en verdad el vientre de la mestiza crecía y se deformaba rápidamente. Palpó que los movimientos en el interior del vientre eran continuos, pero no le causaban dolor. Pensó y sacó en conclusión que la mujer estaba embarazada y que pronto tendría un hijo, cosa para ellos normal.
Lo extraño era que antes no existían esos síntomas en la concubina, ni lo había mostrado en ningún momento su cuerpo.
El séptimo día, después de la luna llena, la mujer y el hombre se sintieron poseídos de un dominante sueño que poco a poco los fue venciendo y sumiendo en un profundo letargo.
Así permanecieron por algunas horas, hasta que pasadas varias, al abrir los ojos, quedaron paralizados ante la terrible sorpresa de ver a Kilín Chac, el marido, que se encontraba de pie frente a ellos, con sus ídolos de barro en la mano y sahumándolos con copal. Ellos, como sonámbulos, escuchaban rezos, cánticos mezclados con repentinos gritos que retumbaban en el eco lejano y sonoro de aquella selva, poblada por los aluxes, yum tziles y balames, (duendes, dioses del viento y de los montes), mismo que parecían acudir al conjuro de este hombre que se había convertido en brujo.
Debido a ese dominio que los sometía, los amantes no podían moverse ni hablar, porque una fuerza extraña y misteriosa los tenía completamente paralizados en sus camas. Allá, como hipnotizados, escucharon la cruel sentencia y el castigo que Kilín Chac les pronunció a los profanos: “Mujer, tu vientre ha concebido el fruto de un maleficio que nacerá como tú, mujer, hembra que será bella, quizá con el mismo rostro y cuerpo de esas diosas que adorabas y servías como sacerdotisa en los templos sagrados de la gran Zayil, ciudad a donde fui a traer esta ceniza que echaré sobre tu vientre que dará un fruto que no es mío, ni de ese hombre que corrompiste con ese deseo carnal que vibró en tu cuerpo desde aquella noche que el pájaro negro anunció los maleficios que recibimos por profanar las leyes sagradas de los templos de nuestros dioses, sino ese fruto es del maléfico que reina en el arte del embrujo.
“Hoy la hora y el día han llegado. El castigo impuesto por esos dioses se cumplirá cuando la luna llena vaya desapareciendo en el infinito en sus últimos destellos de esta noche, donde será el nacimiento de tu hija; hija que proviene de pecado y por ello caminará sola entre las selvas, montes, mares, ríos y montañas para dejar su espectro en toda la faz del Mayab, porque es cierto, estará viva, pero será aire, será amada, pero jamás sentirá el calor del amor, porque será viento. Buscará el amor y la pasión de los hombres, pero nunca podrá lograrlo en plenitud y gozo porque cada uno que intente seducir la belleza de su cara y pasión morbosa de su cuerpo morirá, enloquecerá cuando lo toquen sus velludas manos o los bese sus labios malditos. Repito: ese es nuestro castigo porque ambos profanaron lo oculto y lo prohibido de los dioses.
“Por eso he regresado, para cumplir con el ritual de ese embrujo con que fueron poseídas nuestras almas y cuerpos, en donde no se apagará el deseo carnal que llevará ese ser que nacerá de ti, y heredará la lujuria y el deseo que despertará en cada mancebo que la vea. Ellos, si pueden, tendrán que huir de ella cuando sientan que al acariciarla tocan el viento helado con la figura de mujer y patas de ave, como la de aquel pájaro negro que se posó en el techo de nuestra casa. Por cierto, ella quedará convertida en una gran ceiba, misma que será la morada eterna de ese nuevo ser, que será mala, engañosa en el arte y sortilegio de ese amor prohibido, tal como el que nos dimos y le diste a ese intruso que llegó a cumplir con la profecía para ser parte de ese ritual de traición y engaño que llevará como distintivo imperecedero del mal, esa mujer, que nacerá bajo los signos de las malas artes.
“Tu hija, repito, será toda pasión y deseo para los hombres que inocentemente se dejarán engañar por ese hechizo que portará su belleza en las noches de luna llena, que es cuando saldrá a vagar y engañar a los hombres incautos del Mayab.”
Al concluir, Kilín Chac tomó el polvo que traía y lo vertió sobre ellos, desapareciendo para siempre. Al instante, tanto su mujer como el náufrago quedaron convertidos en piedras, al mismo momento que detrás de un árbol de ceiba aparecía una mujer bella peinándose su larga cabellera y silbando una extraña melodía que erizaba el cuerpo y enchinaba el pelo de quienes la podían escuchar. A su paso, los pájaros volaban asustados y las fieras retrocedían ante ese nuevo embrujo de mujer, hecha de pasión y lujuria.
Así nace la Ix’tabay que por siglos y generaciones camina en las noches de luna llena, llevando en sus entrañas el néctar de un amor embrujado, pues quienes eran atraídos hacia esa ceiba amanecían muertos por los besos de aquella mujer cuya pasión y deseo no se lograba apagar jamás.
Esta es la narración sobre el origen de la mujer Ix’tabay entre los pobladores de la antigua Kiúic donde hallé también excelentes historias y casos de embrujos causados por el arte de los Ah Pul’yah que aún viven en esos pueblos aborígenes, de esa tierra maya de Yucatán.
Gaspar Antonio Xiu Cachón
Continuará la próxima semana…