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El arte de traducir

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Letras

Por Ermilo Abreu Gómez

De lo que yo puedo recordar, nunca ha habido en nuestro medio literario una nueva invasión más grande de traducciones. La renovación de las letras extranjeras y la avidez de la juventud explican este hecho. Las traducciones, por desgracia, en gran número están hechas a destajo por gentes sin gran responsabilidad literaria. Porque, a decir verdad, no basta conocer bien ambos idiomas. De ninguna manera basta. Es necesario tener el sentido estético, espiritual de ambos idiomas. Y esto sucede muy raras veces. De ahí que en esta nota se me ocurre recordar al amable lector algunas de las grandes traducciones de que puede enorgullecerse la literatura castellana.

En la época vieja –en el período clásico del Renacimiento– tenemos, cuando menos, dos versiones impares: El Cortesano, de Castiglione, vertido por Juan Boscán, y El Cantar de los Cantares, debido a Fray Luis de León. En efecto, estas traducciones –aparte de su fidelidad– presentan un dominio de la belleza del castellano que la obra con su nueva vestidura parece realmente una obra original.

En el siglo XVIII tenemos otras dos versiones ejemplares: La Imitación de Cristo, atribuida a Kempis, fue traducida por Fray Luis de Granada y por el Padre Nierenberg. La primera, con ser muy bella tiene cierto empaque oratorio propio del espíritu de traductor. En cambio, el Padre Nieremberg le imprimió una solidez, una parquedad que la convirtió en una verdadera obra maestra de la literatura castellana.

Más tarde, en el siglo XX, tenemos dos versiones que es preciso elogiar sin medida por su perfección: Las Flores del Mal, de Baudelaire, vertidas por Ignacio Marquina, y Cirano de Bergerac traducido por dos poetas españoles de no muy reconocida fama. En ambas, los traductores pusieron a contribución no sólo sus conocimientos del francés y del castellano, sino también algo más difícil, tan difícil que parece imposible: la captación del aire, del espíritu de la obra.

Estas versiones son tan perfectas que bien pudieran pasar por obras originales. No se nota en ellas la huella de su extranjería. Puede mantener vivo su espíritu francés o hebreo, en tanto que la envoltura o el ropaje es absolutamente propio, hasta el grado de que la lectura se torna fácil, dócil, y nos inunda de placer, de un placer que, de tan íntimo, parece ser nuestro.

El arte de la traducción, por eso, resulta arte para verdaderos maestros. El traductor no puede traducir literariamente nada. Tampoco puede satisfacer con conocer las equivalencias de ambos vocabularios, ni siquiera le bastará con comparar y adaptar la síntesis que se confronta. Siempre le ha de faltar la compenetración del espíritu de la lengua. El lector castellano debe percibir el espíritu que contiene la obra original. La emoción, el vuelo, el temblor que en el original existen deben mantenerse íntegros en la versión nueva.

Esta dificultad ya la recordaba Cervantes en su tiempo. Cervantes hablaba no sólo de la dificultad, sino también del gran peligro que ofrecían las versiones, hasta el grado de que muchas veces en ellas se perdía el valor esencial de la obra original.

Decimos todo esto (pudiendo decir mucho más) para que los jóvenes escritores, ansiosos de penetrar en el mundo de la literatura extranjera (ya que no pueden leer los textos originales), anden con cuidado para no sufrir la influencia de las versiones torpes, en mal español y en espíritu. La lectura sin cuidado de tanta obra extranjera puede desorientar al más avezado lector. Se acaba por perder el sentido del idioma y se acostumbra uno a pasar por alto faltas y errores. Lo que ganamos en conocimiento de las obras, lo perdemos en el dominio de la expresión literaria. Y esta pérdida puede ser nefasta para la formación del gusto literario.

 

Diario del Sureste. Mérida, 5 de octubre de 1966, p. 3.

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