Letras
𝐑𝐨𝐜𝐢́𝐨 𝐏𝐫𝐢𝐞𝐭𝐨 𝐕𝐚𝐥𝐝𝐢𝐯𝐢𝐚
Algunas veces, cuando salgo al jardín y veo los árboles frutales, los recuerdos me inundan de una nostalgia que no sé explicarme.
En las lluvias de primavera siempre salíamos a proteger los frutos, que apenas medían unos milímetros.
Los compré casi al final del año 2007 –mismo año que nació Ashly, nuestra nieta– con el dinero que me habías dejado para comprar la despensa. En esos momentos pensé que no era necesario ir al mercado, tenía en el congelador tamales y pozole del 24, que apenas hacía cuatro días que había pasado.
Era un frío invierno, aún lo recuerdo.
Te juro que cuando salí hacia la calle, todo aquel paraíso me hechizó: el verde inundaba la pequeña cajuela del vendedor. La bocina, haciendo un gran escándalo, fue lo que en realidad nos hizo salir a la vecina y a mí de nuestras casas.
Yadira compró dos rosales, yo la famosa oferta de dos árboles frutales, la abuelita Bonny dos arbustos de plantas medicinales. Las tres quedamos contentas y gastadas por las ofertas. Mientras, el vendedor más que feliz, ya que sus plantas a los días se ponían tristes y sin remedio se secaban.
Para colmo de males, con el temporal, solo una de mis compras fue un éxito: el granado resistió el invierno y empezó a dar frutos al año. Sus flores eran tan rojas, sus ramas tan verdes, y crecía conforme a la estatura de la niña, que al año ya podía cortar las pequeñas flores y traerlas en una canasta.
Los años han pasado, las malas épocas cuando te ibas a trabajar lejos quedaron en el olvido; los arbustos medicinales de la abuelita ahora yacen en bolsitas de té que compramos para recordarla; nuestra vecina se marchó…
Pero el arbolito ha crecido tanto, y sus flores se convierten en dulces frutos que nuestra niña ahora disfruta junto a sus amigas, sobre todo en la víspera del Año Nuevo.
No sé la razón, pero siempre hay frutos. Quizás sea un recordatorio de la bonanza del año que pronto termina para dar paso a la felicidad del próximo inicio de una nueva aventura a tu lado…