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El Alma Misteriosa del Mayab – XXIX

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Leyendas del Mayab

XXIX

LA XMA’AK’ÓOL

En lenguaje de indios mayas, xma’ak’óol es como decir la mujer perezosa, y en términos más vulgares, la mujer floja.

Esta es su leyenda que tiene además un curioso interés lingüístico pues posee el idioma en no menor cantidad que otras lenguas, la peculiaridad de contener en su acervo, que es muy amplio, voces que en ocasiones se confunden, muy fácilmente con otras, por defecto de pronunciación, y a veces aun con una pronunciación correcta, pues hasta sucede que dos vocablos enteramente iguales en su estructura expresan ideas completamente distintas, de manera que sólo es dable fijar su significado por el sentido de la oración.

En cosas de pronunciación sólo un oído muy experto puede notar ciertas diferencias, así como también sólo un muy buen conocedor del idioma puede en la pronunciación darle los distintos matices que son necesarios.

En la leyenda que aquí va, el interés de la misma más que en el asunto que la motiva está en el juego airoso que se hace con pretextos de las curiosas equivocaciones a que puede dar lugar el mal oír o el mal hablar el idioma. En ella el indio hace gala de verdadero ingenio, jugando con los vocablos, y al mismo tiempo y como siempre, con una finalidad sugestiva y moralizadora, con lo que demuestra que se aprovecha hasta de lo más pueril para estos fines.

Sucedió que un matrimonio vivía muy feliz. Hacendosa y madrugadora era la mujer. Hacía todos los menesteres de la casa, desde los más ínfimos hasta los de más cuidado. Muy trabajador era el hombre consagrado al cultivo de su milpa.

Y pasó, pasó lo que no es raro. Todas las tardes al regresar de su milpa pasaba frente a la casa de una guapa mujer a la cual indefectiblemente encontraba sentada a la puerta, y siempre muy bien emperejilada y sonriente. Era viuda por añadidura, pero en lo más florido de la edad y de sus encantos que no eran pocos. El hombre no era de palo. Las miradas hablan antes que los labios, y es con los ojos con lo que comienzan todas las historias de amor, con miradas suaves al principio, bien ardientes después, y así comenzó la que toca a nuestros personajes.

Y después de mucho hablarse con los ojos, decidióse el indio al fin a hablarle a la hermosa. Salió encantado de la primera entrevista. Qué conversación más amena y cordial, qué bondad respiraba la bella mujer, y qué pulcritud en todas las personas de la familia, pues es de saberse que la viuda tenía dos hijas.

Pero la esposa comenzó a notar en su marido ciertos desvíos, y aun a escuchar ciertas frases incisivas. Así un día malhumorado le dijo el hombre:

–Tú no sabes arreglar bien tus vestidos. Pareces sucia, no como otras a quienes da gusto ver, sentadas a las puertas de sus casas después de los quehaceres del día, tomando el fresco de la tarde.

–Es que yo no tengo tiempo para pensar en mi persona, y aderezarme, respondió la mujer dolida del reproche. Yo estoy ocupada todo el día en los trabajos de la casa.

El indio menudeó sus visitas a casa de la viuda, y en una de ellas oyó que una de las hijas decía a la madre:

–Madre, recuerda que tenemos que hacer k’uux. Pero el hombre oyó k’uuch, y así se llama a un instrumento de hilar, y pensó: Qué familia más trabajadora, ella misma hila la tela de sus ropas.

Cuando llegó a su casa dijo amoscado a la esposa:

–En realidad he notado que tú eres una mujer muy floja. Tú no hilas la tela de nuestras ropas. Otras mujeres conozco qué si saben hacer ese trabajo, ayudando así al esposo.

–Yo no sé hilar –contestó la mujer–. Pero hago otras cosas. Además, no tendría tiempo, pues soy sola en el manejo de toda nuestra casa.

En otra ocasión el hombre oyó decir a la viuda dirigiéndose a una de sus hijas: Muchacha, no olvides el saka’.

Pero el indio no oyó clara la palabra, sino oyó sakal que significa telar, y se afirmó en su convicción de que no había familia más hacendosa.

Y otra vez refunfuñó con su mujer y en dicha ocasión en forma más seria, diciendo que ya le iba cansando vivir con una mujer que no sabía hacer nada, ni siquiera hilar la ropa.

En otra visita a la viuda con la cual el hombre se iba entendiendo a gran prisa, la oyó decir a sus hijas que ya era la hora del k’áaj. El creyó oír la palabra k’áan que significa hamaca, y dedujo que aquellas mujeres urdían hasta las hamacas que las servían.

Otras mujeres hay, dijo a su esposa en llegando a la casa, que no solamente hilan y tejen su ropa, sino hasta fabrican sus hamacas. Sólo tú no sabes hacer nada de eso, pero esto tiene que acabar pues no puedo seguir viviendo con una mujer que en nada ayuda a su esposo.

La esposa le dio razones, pero bien entendía que la felicidad había desaparecido de su hogar y que su marido acabaría por abandonarla.

Y así ocurrió ciertamente. Cada vez más enamorado de la viuda y suponiendo la dicha que lo esperaba al lado de aquella mujer tan hacendosa como bella, decidió al fin abandonar su hogar y trasladarse a vivir con la viudita.

–Mañana –le dijo a ésta al visitarla, después de haber tomado aquella resolución–, al regresar de mi milpa en vez de ir a mi casa vendré a la tuya y ya no hemos de separarnos. Viviremos juntos como esposos y nos irá muy bien. Traeré los mejores elotes y un buen pavo del monte para que festejemos el suceso con una gran comida. El indio pensaba que aquellas mujeres tan trabajadoras serían también unas excelentes cocineras y ya paladeaba de antemano el opíparo banquete.

Y dicho y hecho. Al siguiente día dejó el hombre más temprano su milpa y con un buen cargamento de hermosas mazorcas de maíz para las tortillas y un magnífico pavo del monte, fuese a la casa que de ahí en adelante iba a ser la suya.

–Cumplo lo que te ofrecí, le dijo a la viuda al llegar. Ya no volveré más a mi casa. Desde hoy tú serás mi mujer y seremos muy felices. Aquí tienes elotes y un buen pavo para que prepares una buena cena. Y como era su costumbre antes de comer pidió a la mujer le preparase el baño, pero con gran asombro suyo le respondió la otra que era mucho trabajo preparar baños, que fuese junto al pozo y allí se bañase extrayendo el agua, pues esa era la costumbre en la casa.

Extrañó al otro la contestación, y por suponer lo menos malo supuso que eso sería porque la viuda y las hijas querían tener tiempo para cocinar mejor lo que había traído, y como pudo se bañó junto al pozo del solar, no sin recordar que en su hogar la esposa le tenía siempre preparado el baño.

Esperó luego la cena, y como el tiempo pasara y no había trazas de tal, llamó la atención a la viuda, diciéndole que se hacía tarde. Y cuál no sería su confusión cuando la otra le repuso:

–No la esperes, aquí sólo hacemos una comida al día, pues eso es más económico, y hace ganar tiempo. Mañana comerás bien lo que has traído.

Se amostazó el hombre, pero todavía pudo reflexionar que lo de la economía es siempre una virtud.

Al siguiente día preparóse a comer con voraz apetito, y en llegada la hora pidió la mesa. Todavía tuvo que esperar, hasta que al fin la viuda le indicó que estaba lista la comida, invitándolo a sentarse a una banqueta sucia y desportillada sobre la cual una olla escondía en su vientre un mal puchero.

–¿Y las tortillas? –dijo el hombre viendo que las mujeres ya comían sin ellas?

–Qué tortillas ni qué tortillas –respondió la mujer–. No hacemos tortillas porque es perder el tiempo. Echamos los maíces dentro de la comida y así se cuece junto todo. Viene a ser lo mismo.

Y en efecto, entre el caldo ralo y frío, pues no estaba condimentado, nadaban los granos de maíz. Entonces el hombre no pudo más. Resultaba que aquella familia a la cual creía muy hacendosa, no hacía ni las cosas más necesarias por ganar tiempo para emplearlo en componerse y adornarse para lucir en la calle.

Pidió explicaciones por las frases que había oído y que le hicieron suponer que se trataba de una familia ejemplar, y entonces cayó en la cuenta de que había sufrido muy grandes equivocaciones por mal interpretar algunas palabras. Supo así que lo que había entendido por k’uuch, o sea hilar, había sido k’uux que significa mascar, expresión que usó la viuda dirigiéndose a sus hijas para significarles que había llegado la hora de comer. Que cuando oyó k’áan, frase que él había entendido por hamaca creyendo que se trataba de su fabricación, se había equivocado pues la mujer había dicho k’áaj que es el maíz tostado, refiriéndose la viuda precisamente al hecho de que en aquella casa acostumbraban a sólo tostar el maíz, pero nunca a molerlo, y por último que cuando oyó decir sakal a la mujer y creyó que se trataba del telar, también se había confundido, pues la otra había dicho saka’, que es atole, que era lo único que hacía aquella gente para beber.

Y el castillo de naipes se vino abajo. El hombre abandonó desencantado la casa, y avergonzado regresó a la suya pidiendo perdón a su mujer, a la cual le dijo:

–Después de todo, está bien lo que me ha pasado, pues así he podido comprender lo que tú vales, y cuán engañosas son a veces las apariencias.

Y he ahí cómo explica la leyenda hasta dónde pueden conducir las confusiones a que se presta el idioma, por las semejanzas en muchos de sus vocablos.

Luis Rosado Vega

Continuará la próxima semana…

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