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El Alma Misteriosa del Mayab – XXIV

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Mayab

XXIV

LA FIDELIDAD DEL PERRO

Fue a principios de la época de la Colonia cuando se dice que ocurrió lo que aquí se cuenta entre el espíritu malo, un indio y un perro.

Días fatales los de la conquista y la Colonia para el pobre indio, que fue perseguido y esclavizado a los más rudos trabajos bajo el látigo de sus conquistadores. De ahí el que muchos prefiriesen retirarse a lo más profundo de sus selvas y vivir en completa soledad, antes que sujetarse al dominio cruel de sus extorsionadores.

Reunidos en tribus era cosa fácil el capturarlos. Dispersos, viviendo cada uno en su escondrijo, era difícil. Y así se ocultaron muchos.

Bueno es saber que, en verdad de verdad, el indio nunca fue conquistado de pleno por los que de España vinieron a torcer su vida y su conciencia. Resignóse tras la más larga de las luchas de conquista en esta porción de América que tierra del Mayab se llama desde lo antiguo, resignóse y aún sigue resignado a su sujeción, como una consecuencia forzada de hechos inevitables, pero ni se le conquistó con la espada, ni con la cruz.

Sucedió así que uno de aquellos espíritus rebeldes se escapó de su pueblo y fue a vivir en el corazón de una selva, lejos, muy lejos de sus viejos lares, y allí levantó una humilde choza de palmas, sin llevar más compañía que la de un perro.

Pero amargado el indio como estaba por la mísera condición en que había venido a quedar, se había tornado irascible e intolerante, y como no tuviese cerca de él otro ser sobre quien descargar su mal humor, fue el pobre perro el que tuvo que sufrirlo. Muy mal, en efecto, lo trataba, dándole de palos continuamente y alimentándolo tan mal que el infeliz casi moría de hambre. Sin embargo el animal padecía y callaba filosóficamente, ayudando siempre al amo en cuanto podía y acompañándolo siempre a su milpa.

Pero el k’aak’as ba’al o mal genio, supo de aquellas cosas y pensó sacar partido de ellas utilizando al perro para sus propósitos. Un día encontró al animal en su camino, quejándose amargamente pues su amo le había propinado una cruel paliza. Entonces se le acercó y le dijo:

–Buen perro, ¿qué te pasa? Mueves a piedad mi corazón y deseo aliviar tus males. Mi poder es mucho y seguramente podré hacerlo. Y comenzó a acariciarlo para inspirarle confianza.

Creyó el perro, que es animal de muy buenos sentimientos, que había tropezado con un buen amigo, y le abrió su corazón narrándole sus desventuras y doliéndose mucho de tener tal amo.

–Todo eso te ocurre porque quieres, le dijo el malo, con un amo así ya me habría vengado abandonándolo para siempre.

–Eso no, arguyó el animal con vehemencia. Es mi amo y a pesar de todo lo quiero mucho. Y hasta creo que él también me quiere, sólo que su carácter irascible le hace ser como es.

El k’aak’as ba’al rió burlescamente para ver si así despertaba el amor propio del animal, y trató de convencerlo haciéndole reflexiones, hasta que por último llegó a proponerle que le vendiese el alma de su amo, lo cual era el fin que perseguía el maligno.

Al perro le extrañó la proposición, no acertando a comprender qué utilidad habría de sacar el k’aak’as ba’al con poseer el alma de su amo. Pero el otro insistió tanto y tanto en su pretensión, que al fin el perro cayó en la cuenta de que se las había con el mal espíritu.

–Tu amo es un ingrato, le decía el k’aak’as ba’al, y no debes tener escrúpulo en venderme su alma. Yo te daré todo lo que necesites para una vida regalada y feliz. Te será muy fácil el entregármela. Las almas de los hombres dejan sus cuerpos cuando estos duermen. Los perros ven muy bien de noche las almas que salen de los cuerpos, por eso aúllan, tu sabes que cuando aúllan es que están viendo alguna. Atisba la de tu amo, atrápala y me la entregas; yo en cambio te daré muchas cosas buenas.

Pero el animal se negaba rotundamente. Nunca haré eso, le decía, pues te repito que a pesar del maltrato que me da, le tengo afecto. Además los perros no somos traidores nunca. Nacimos para querer abnegadamente al hombre.

Pero el k’aak’as ba’al no se daba por vencido y así siempre que encontraba al perro volvía a la carga con promesas cada vez más tentadoras. Y pasó que una noche en que el indio ya se había entregado al reposo oyó como una conversación en el solar de su casa. Le extrañó que el perro no ladrase, y más aún que pudiese haber gente en aquel lugar tan solitario. Registró la choza creyendo encontrar dormido al animal, y no lo halló en rincón alguno. Creció entonces su alarma y se puso a observar por una rendija.

Cuál entonces no sería su asombro cuando descubrió que precisamente su perro era el que conversaba con un ser horrible que casi no tenía figura humana. Y aunque lleno de espanto azuzó el oído para alcanzar a oír lo que decían.

Bueno es explicar lo que había ocurrido. Y fue que el perro hastiado ya de las pretensiones del k’aak’as ba’al y de que lo molestara tanto, había resuelto acabar de una vez con la intriga, engañando para ello al ser maligno. Y sucedió que precisamente en los momentos en que el hombre los había sorprendido oculto desde la choza, el k’aak’as ba’al decía al perro:

–No seas necio, tu amo acabará por matarte. Yo lo sé pues yo leo en las sombras las cosas que tienen que ocurrir. Entrégame su alma que es un alma mala. Tú te salvarás, te llevaré a otra casa donde habrán de quererte mucho y te darán los mejores manjares y un trato exquisito.

El perro, que entretanto le hablaba el k’aak’as ba’al tenía muy paradas las orejas, las bajó al parecer muy humildemente, y adoptando un aire compungido, repuso:

–Bueno, en verdad estoy por creer que tienes razón, y ya me has convencido. Después de todo dices bien, mi amo es un ingrato y yo soy un tonto. Acepto el entregarte su alma, sólo que tus condiciones no me gustan. Ya estoy cansado del trato con los hombres y quiero ser libre. Si tú aceptas las condiciones mías habremos de entendernos fácilmente.

–¿Y cuáles son las tuyas? repuso el otro satisfecho ya, pues veía el negocio concluido.

Dizque el perro guiñó los ojos sin que el k’aak’as ba’al se diera cuenta, y le dijo:

–Quiero algo más práctico. Ya que de todas maneras he de traicionar mi conciencia y mis sentimientos, quiero por lo menos asegurar mi porvenir. Te entrego el alma de mi amo a condición de que me la compres en dinero, y has de darme por ella tantas monedas como pelos tengo en el cuerpo todo.

El k’aak’as ba’al pensó que no tendría dificultad en pagarle lo que fuese, resignándose sólo a tener que contarle al perro los pelos del cuerpo. Y creyendo que sólo se trataba de un perro ambicioso aceptó de plano y enseguida se dispuso al trabajo. Y se puso a contar pacientemente hebra por hebra.

Y cuenta que cuenta estaba, y ya iba casi al final, contando los de la cola, cuando bruscamente el perro se sacudió y el contador perdió la cuenta.

–¿Qué pasa?, le dijo malhumorado, me has hecho perder la cuenta cuando ya casi terminaba.

–Es que me picaron las pulgas, dijo el perro al parecer contrariado, pero ya está, comenzaremos de nuevo pues quiero que la cuenta sea muy exacta. Tú lo puedes todo y no será gran contrariedad para ti un poco más de tiempo.

Y el k’aak’as ba’al comenzó de nuevo a contar minuciosamente como quería el perro, y cuenta que cuenta ya estaba otra vez casi al finalizar, cuando de nuevo volvió a sacudirse el animal, y el malo volvió a perder la cuenta.

–Esto ya es un fastidio, replicó el k’aak’as ba’al que comenzaba a impacientarse. Debes estar lleno de pulgas pues no haces más que sacudirte. Así no acabaremos nunca.

–Es verdad asintió el perro. Lleno de pulgas estoy pero no por sucio sino precisamente porque mi amo no me cuida, nunca me espulga ni me baña, y no puedo menos que sacudirme y rascarme al sentir tanta picazón. Pero te prometo que no ocurrirá más, ya me he dado una buena sacudida y habrá tiempo para que cuentes hasta concluir.

Y aunque ya un poco amoscado comenzó de nuevo a contar el k’aak’as ba’al que no quería de ningún modo perder la oportunidad de hacerse de más almas.

Pero otra vez volvió el perro a sacudirse y a rascarse y en ésta con más ahínco. Soltó el k’aak’as ba’al un insulto, harto de aquella contrariedad, y el perro le contestó:

–Amigo mío, qué quieres que yo haga. No puedo contenerme al sentir la picazón. Bien se conoce que tú no tienes pulgas y no sabes lo que es eso. Por lo demás, yo también estoy cansado de esta operación.

El k’aak’as ba’al estaba ya irritado, pues iba entendiendo que el perro no obraba de buena fe y se trabaron entonces en un vivo altercado, y como ya se anunciaba el alba, y el espíritu malo solamente de noche puede andar sobre la tierra, tuvo que dejar las cosas así y retirarse avergonzado y confuso, pero es fama que antes dijo al perro:

–Me has dado una buena lección, pues bien comprendo tu juego. Está visto que de un hombre fácilmente puede hacerse un traidor, pero de un perro no, aunque tenga ofensas que vengar.

Y desapareció en las últimas sombras de la madrugada.

El indio, que desde la rendija de su cabaña observaba la escena y había escuchado la conversación, pudo entonces oír que el perro decía en son de burla que todo aquello de las pulgas y de la picazón no había sido más que una treta para burlarse del k’aak’as ba’al y quitárselo de encima, pues nunca había estado resuelto a vender a su amo por nada del mundo, aunque lo siguiese maltratando.

Se le ablandó entonces el corazón al indio, y desde eso comenzó a tratar muy bien al animal, comprendiendo cuán grande era la fidelidad del perro.

Y acaba la leyenda diciendo que desde entonces todos los perros tienen pulgas que conservan para utilizar en los casos en que el k’aak’as ba’al quiera volver a las andadas, y que se sacuden y rascan con frecuencia para recordar siempre lo sucedido. Y también agrega que desde entonces todo indio lleva siempre en su compañía un perro, y no hay choza india en donde falte, lo cual es rigurosamente cierto.

A todo lo cual es bueno añadir que la lección dada por el perro al k’aak’as ba’al, es buena no solamente para éste, sino también para los hombres.

Luis Rosado Vega

Continuará la próxima semana…

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