Mayab
XII
EL INDIO Y LOS ANIMALES
Antigua es esta tradición, tanto como lo más antiguo en esta tierra de indios. Acaso sea la más antigua.
Blanca era la cabellera del anciano indígena que hubo de narrármela aquella tarde, frente a la plazuela de un humilde pueblo del oriente yucateco. Y sus ojos parecían velados de tristeza, y su voz temblaba como si un dejo amargo la saturase.
Fue allá en los más lejanos tiempos, en los más lejanos. Recordar cuántas lunas han pasado desde entonces sería en vano. Hay tiempos que ya no pueden contarse. Fue en el principio de los principios, cuando apenas la vida comenzaba en estas tierras.
El dios del Mayab, que es como decir el más grande de los dioses, había creado al indio. Ya sabes que formó su cuerpo del barro rojo de la tierra káankab se dice en lengua india, y por eso su piel es del color de la tierra káankab, y que de zacate formó su cabellera.
Formado estaba el hombre, pero aún carecía de aliento. Tomó entonces Dios aquel cuerpo y lo condujo a la boca de una cueva, allí donde se siente salir de vez en vez una ráfaga refrescante y pura. Esa ráfaga penetró en el cuerpo del hombre y así se le formó el alma.
Por eso el indio ama las cavernas de sus bosques, porque sabe que en ellas está el espíritu. Es cierto que andando los tiempos también los genios del mal han invadido las cavernas, pero el buen espíritu no ha sido desterrado de ellas ni podrá serlo en los siglos de los siglos.
Entonces el indio hizo su choza a semejanza de sí mismo, a semejanza de su cabeza que es lo más alto que tiene el cuerpo humano y que rige a éste. De tierra káankab reviste la palizada y son los muros de la choza. Los palos que quedan dentro de esos muros revestidos así son como los huesos del cuerpo. De zacate hizo la techumbre como fue hecha su cabellera. Los bejucos con que amarra la cabaña son como los tendones de su cuerpo. Y el alma que la anima es el mismo indio.
Entonces vivía el indio maya familiarmente con todos los animales, con todos, desde la más recia de las bestias hasta el insecto más humilde. Desde eso también sabe el lenguaje de los animales de sus selvas, y éstos saben igualmente el lenguaje del indio. Fue en aquel tiempo en que, a las puertas de su choza, cuando el sol no sale aun pero se anuncian sus primeras claridades, o a la hora del crepúsculo vespertino, para charlar sobre las cosas de la jornada diaria, y entregarse luego al reposo, rodeábase de todos los animales en amigable departir, como si formaran una familia sola. Entonces todos los animales ayudaban al indio en sus faenas, y él los atendía a todos y cuidaba de todos con esmero.
La liebre con sus pequeños dientes desgarraba los granos del maíz mientras otros iban formando las trojes. La araña hilaba la tela de algodón para vestir al indio. Los pájaros bajaban los frutos que habrían de alimentar a todos. El pájaro kolonte’ que es el pájaro carpintero trozaba las ramas de los árboles para hacer la palizada de las chozas. Las serpientes cuidaban de hacer los amarres. El venado era el mensajero que corría rápido de un lugar a otro para comunicar a los indios entre sí. El aura o zopilote vigilaba los caminos desde las alturas más inaccesibles. El tigre cuidaba de las cavernas y de los cenotes. El pájaro pu’ujuy guiaba al caminante para que no se extraviara. Los pájaros ch’úuy recogían los granos alimenticios. El insecto kóokay era el encargado de iluminar de noche los caminos. Las aves de más ricos plumajes tramaban con sus plumas los mantos para las grandes fiestas. El ave xkokolche’ que es la más canora cantaba para adormecer a los polluelos de las demás aves y el indio también se adormecía escuchándola.
Así todos y cada uno de los animales, en compañía del hombre que era el señor de todos ellos, se entregaban al oficio que su Dios les había discernido para hacerlos felices y para hacer feliz al hombre.
Entonces el indio se alimentaba de granos y frutos solamente. Hasta hoy es así. El maíz, el frijol, la calabaza y el chile lo ahitaban regiamente y no sentía necesidad de otras cosas para regalarse. Ni hoy la siente, ni habrá de sentirla nunca según se dice.
Por eso los animales se le fiaban sin recelo, departían con él y dormían cerca de su choza y en los árboles más próximos. Porque el gran Dios hizo a los hombres y a los animales para vivir juntos y ayudarse mutuamente, pero el genio del mal hizo la separación que hasta hoy subsiste.
Y fue así como llegó la hora inicua según recuerda la vieja tradición. Una noche el indio no dormía. Sin explicarse la razón se sentía inquieto y una como ansiedad secreta lo acongojaba. Por primera vez en su vida sentía aquel malestar inexplicable. Alzóse del lecho, salió a la puerta de su cabaña para distraer su inquietud y su ansia. Todo estaba bañado en aquellos momentos por la claridad lunar. Vio a los animales que dormían cerca de su choza, oyó el leve palpitar de sus corazones, vio las ramas de los árboles inclinadas sobre la tierra como si también durmieran. Sintió el airecillo fresco de la noche, creyóse más tranquilo y entonces trató de penetrar nuevamente a la cabaña. Pero en ese momento sintió que algo como una fuerza extraña le detenía los pies.
Tendió la mirada hacia el bosque lívido de luna que circundaba su choza, y vio cómo saliendo de la espesura una sombra se adelantaba hacia él. Una sombra extraña y horrible, deforme de cuerpo y llena de hirsutos pelos. Tenía órganos de distintos animales y distribuidos en forma tal que la hacían incomprensible, tanto más cuanto que sus ojos enormes y desorbitados brillaban tan siniestramente que helaban de espanto. La vio venir en dirección a él resbalando sigilosamente sobre la tierra. Sintió miedo el indio y llamó a los animales que dormían más cerca, pero ninguno hubo de moverse, ninguno despertó como si por un maleficio hubiesen quedado aletargados.
La sombra llegó hasta él y entonces le habló con una voz jamás oída por horrible y ronca. Y fue para decirle:
–Es en vano que trates de despertar a tus compañeros. Esos animales no volverán a la vida hasta que yo me vaya. Tú eres un hombre cándido y puro porque estás lleno del espíritu de aquel que es mi enemigo. Pero es fuerza que también conozcas al espíritu del mal, porque has de saber que de bien y de mal ha de vivir el hombre. Yo soy el k’aak’as ba’al o sea la cosa mala que reina en la noche. Yo soy el que se alimenta de la carne del hombre igualmente que de la de los animales. Yo soy el que bebe la sangre de los niños. Yo soy el que da la mala savia a las plantas que envenenan. Yo soy el que tuerce las cosas y las rompe o las destruye. Yo soy el que detiene a las nubes para que no llueva y se pierdan las cosechas. Yo soy el que pica los maizales y convierte en polvo las trojes. Yo soy el que da las enfermedades y da la muerte.
–¿Y por qué haces tanto daño?, le dijo el indio tembloroso y con el espanto en el alma.
–Ya te lo he dicho, porque es necesario que no sólo el bien sino también el mal reine sobre la tierra. Además, quiero enseñarte a ser menos cándido. Esos animales que ves y que están a tu alcance pueden regalar tus gustos. Mátalos para devorar sus carnes y sentirás lo sabrosas que son. Tú no sabías esto y vine a decírtelo en provecho tuyo. Prueba y verás.
Comenzaba a amanecer y el k’aak’as ba’al se fue como había venido, por miedo al día que se avecinaba. De pronto el indio maya quedó perplejo. No sabía cómo explicarse aquella visita inesperada y menos entender los consejos que había oído. ¿Matar a los animales para devorarlos? ¿Y por qué si ellos no le hacían daño alguno, sino antes al contrario lo ayudaban en su vida? Sin embargo, una como maligna curiosidad picó su alma. ¿Por qué no probar? En último caso no se entregaría a una matanza irreflexiva. A punto de que el alba asomaba se oyó el primer canto de algunas aves. Fue entonces cuando los animales despertaron volviendo a la vida; aproximáronse al hombre para hablarle como era su costumbre, pero lo hallaron tan cambiado, vieron en su faz señales de violencia y tuvieron miedo e instintivamente se fueron alejando de él.
El hombre había perdido su pureza primitiva, había cambiado. El k’aak’as ba’al había infundido en él el espíritu del mal. Y se dice que desde entonces aprendió el indio la gula y comenzó a comer carne, aunque siguió y sigue haciendo de los granos su alimento básico. Aprendió la crueldad y comenzó a matar a los animales. Aprendió la astucia y comenzó a ponerles trampas para atraparlos. Los animales le tuvieron miedo y comenzaron a retirarse de su lado y a ocultarse cada uno en su guarida.
Pero a pesar de todo, el indio sigue amándolos, porque puede aún más en él el espíritu del Dios bueno y grande, aunque eso sí, de vez en cuando desea a varios de ellos para regalar su apetito.
Fue en aquella noche nefasta cuando por primera vez apareció el k’aak’as ba’al en la tierra maya, y desde entonces la sigue recorriendo, especialmente en las noches de luna en conjunción.
Fue desde entonces cuando algunos pájaros comenzaron a imitar el gemido en sus cantos, porque en efecto lloran. Fue desde entonces cuando algunos animales gritan como con gritos lastimeros.
Lloran y se lastiman de la separación del hombre para cuya compañía habían nacido todos.
Pero no importa. La tradición concluye diciendo que todo esto es transitorio, porque el espíritu maligno habrá de ser vencido en forma absoluta por el espíritu del bien, y que día vendrá en que todo vuelva a ser como fue en los principios.
Continuará la próxima semana…