VIII
ENTRE LA PIEDRA Y LA FLOR
Continuación…
Un jardinero, las flores y la piedra.
¿Dónde se expresa, entonces, el sentido y tratamiento literario de estas leyendas? Una mirada breve a los textos permite destacar algunas señales literarias reveladoras:
En cuanto a ese telón de fondo o trasunto de arte en que se hallan difusamente permeados estos textos, aun en su lengua y estado «natural», el propio Luis Rosado Vega se adelanta para hacernos notar un rasgo esencial:
“Nos referimos al simbolismo profundo que regularmente encierran, y el cual nos revela el alto plano espiritual de la vida de aquellas gentes; la graciosa ingenuidad de que están saturadas a pesar del hondo concepto filosófico que guardan, lo que acusa una bella simplicidad de alma unida a una mentalidad sutil y profunda, y al fondo absolutamente moral que se observa en todas ellas, de modo que la ética más severa no tendría qué objetar nada (1934: 15).”
Ahora bien, en torno a lo que se desprende de ese tratamiento estilístico, producto de la habilidad del narrador, es posible destacar algunos aspectos perceptibles como los siguientes:
Salta a la vista que el autor se esfuerza y logra crear una atmósfera de misterio que se impone al lector, y al parecer lo consigue mediante el uso de palabras que no sólo refieren los hechos y circunstancias, sino que dejan traslucir un estado de ánimo.
Un segundo aspecto fácilmente perceptible es el involucramiento y la simpatía hacia los personajes. Cuando éstos no son animales, en cuyo caso el relato se asemeja a las fábulas medievales, son seres mitológicos. y especialmente de la demonología maya, tales como Xtáabay, kisin y kaakasbaal, cuya presencia contribuye sensiblemente a cristalizar esa atmósfera de temor e incertidumbre que nace del texto y envuelve al lector, o finalmente es el indio maya. Siempre que éste aparece, el narrador, explícita o tácitamente, se pone de su lado: se esfuerza invariablemente por exponer y hacer accesible el punto de vista del indio, a menudo lo perfila como un ser superior al blanco, capaz de entender cosas y hechos que éste jamás comprendería, usualmente lo sugiere como noble y fuerte, aunque en algunos casos puede ser tonto o ingenuo, sobre todo ante la malicia de ciertos seres sobrenaturales, y hasta avaro y holgazán; puede ser en dado caso, melancólico, pensativo y filosófico, es decir, inclinado a lo sagrado, pero conservando siempre un acento humano.
Un rasgo frecuente de estilo es que el autor le da voz al máxime cuando éste es el indio, y lo interrumpe sólo por momentos para deslizar algún comentario aclaratorio dirigido al lector. Como se sitúa desde la propia óptica del personaje, resulta difícil distinguir la voz del narrador, quien se expresa con un lenguaje similar. Desde esta posición, suele atestiguar y dar crédito a lo visto o vivido por sus personajes, en una clara petición de confianza y credulidad al lector.
La tendencia a volver su tono más personal al buscar la comprensión o simpatía de la mirada del lector, así como la frecuente inclusión de vocablos mayas, usualmente explicados o traducidos en seguida, colaboran también a construir esa atmósfera de revelación y complicidad que sostiene en buena medida al relato.
Narrador y poeta inabdicable es, pues, desde la perspectiva de la literatura -y no desde la simple mirada del testigo o confidente-, el sitio a partir del cual Luis Rosado Vega ejerce su labor de cronista de la espiritualidad del pueblo maya. Y aunque esta práctica la realiza en los espacios más íntimos de la cotidianeidad, y por tanto, en los ámbitos donde fluyen y se palpan limpiamente las pulsaciones de la vida de esa gente, su sentido más genuino es el de una crónica de la memoria.
Late desde luego en el cronista la percepción nostálgica, y aun la conciencia, de que al desplegar su oficio toma en sus manos, lienzos o puñados de pasado. De ello, el escritor dice:
“Las tradiciones, las leyendas, las consejas, concretan realmente el alma popular. A través de esas narraciones es en donde de una manera más clara, más precisa, más armónica, se puede atisbar su impulso espiritual, su carácter, su mentalidad, su esencia… Y cuando se trata de pueblos ya fenecidos, y si no fenecidos sí de los que parecen haber cumplido ya su misión histórica, entonces puede decirse que esas narraciones son el punto de partida desde el cual solamente puede llegarse a entender al grupo humano cuyos restos sigue la ciencia a través de todos los caminos posibles (Rosado Vega, 1934: 10).”
Lejos, sin embargo, de sentirse y de actuar como un profanador o un «desenterrador», Rosado Vega sabía que al escribir no exhumaba muertes. En el «Portalón» de Lo que ya pasó y aún vive, aclara:
“No: lo que hago es extraer de mí mismo, del fondo de eso que llaman conciencia y alma, … a esas personas y a esas cosas que siguen mereciendo mi cariño y que siguen viviendo en mi valle interior, con su propia vida de antes, con la única diferencia de que antes las veía nada más y ahora las siento dentro de mí y también las veo (Rosado Vega, 1947: 15).”
Así como en este libro también en los otros: al escribir, según expresa, «no evoco muertos, sino vidas que viven dentro de mí.» (Ibíd.) Sí, y más justamente, dentro de él a partir de los demás.
“Pero este pasado, que aún vive en nosotros, tiene además para el cronista un sentido y poder profundo de vida: es en nosotros, un aliento vivificante o vivificador.
Se dice que recordar es, tan solo, volver a vivir lo que ya pasó. Simpleza pura. Recordar es seguir viviendo. Porque no es posible que el hombre, o ninguna de sus llamadas facultades, dé pasos atrás para volver a encontrar lo que ya pasó y volverlo a vivir. Si esto fuera posible la armonía universal se destruiría y ella es indestructible…
Recordar, acaso sea… una función cerebral; pero de todos modos es la más explícita manifestación de nuestra vida, puesto que para vivir sólo contamos con lo que ya pasó, ya que no tenemos seguridad de vivir lo que vendrá, y hasta lo que llamamos «presente» es un leve soplo indeciso que apenas se nace «presente» cae en el pasado. Recordar es vivir (Rosado Vega: 16),”
El hombre tiene en su pasado, la fuente, y en esa capacidad suya de apropiársela que es la memoria, el recurso para beberla. El ayer es savia vital; el recuerdo, la raíz con que se nutre y se mantiene.
“He aquí, inobjetablemente, la comprensión del presente como un instante volátil, en un fluir permanente que no es otro que el camino inevitable al punto en que se ha de desvanecer. La función crucial de la memoria puede representarse como un puente, que enlaza las orillas perdidas del devenir. Sólo por ella somos seres alumbrados, capaces de erigir y conservar la conciencia de nuestro sitio en el viaje. El recuerdo es, por tanto, lo que incita a vivir.
Cada vez que uso de esta palabra «recuerdo», debo repetir que no la empleo en su vulgar y convencional sentido, sino en el que para mí es más exacto, en el sentido de una comunicación más inmediata, directa y viva, muy viva, con todo aquello que «fue» y que «ya no es» (Rosado Vega: 18).”
La memoria es, entonces, un espejo vivo en el hombre de lo que en su derredor ya ocurrió, un espejo vivo del mundo. Pero el mundo del pueblo maya surge y asciende de la tierra. Así fue como lo quisieron los creadores, consideraba el poeta Honorato Magaloni: que se remontara de lo inmóvil e inane, a lo que vive y se arrastra, a lo que se mueve y se alza y a lo que sueña, en una progresión incesante de elevación y búsqueda de la ubicuidad y de la omnipresencia divina (Magaloni Duarte, 1966). Por eso, la memoria de este mundo no es sino el espejo vivo de la tierra.
De tal suerte, esta vitalidad, que proviene de la tierra o mejor de la piedra, pero que toma cuerpo en la palabra del hombre, es la fuerza con la que éste puede encarar el futuro. Ante el instante del presente que avanza al encuentro de su propio desvanecimiento, la memoria es, en cambio, el cimiento del amanecer.
Rubén Reyes Ramírez
Continuará la próxima semana…