De unos años a esta parte se ha publicitado la imagen de Yucatán como un estado tranquilo, seguro, en el cual la vida, propiedades, convivencia armónico y paz están presentes y garantizadas. Muchos millones de pesos, cientos de vehículos y equipamiento policiaco militar, centenares de agentes e investigadores, sofisticados equipos de comunicación inalámbrica y cibernética, daban soporte a esta apreciación manejada en forma repetitiva, continua.
Se nos vendía la idea de que éramos privilegiados por vivir y convivir en un verdadero paraíso, equiparable a aquel del relato bíblico. Los yucatecos anhelábamos que tal imagen fuera verídica, perdurable y trascendente.
No obstante, la terca realidad nos transmite cotidianamente una situación diferente, totalmente apartada de aquella idílica visión.
Una elección local con muertos por violencia; los cada vez más frecuentes pleitos entre bandas juveniles con su caudal sangriento, tanto en Mérida como en otros municipios yucatecos; los boquetazos en comercios; los asesinatos; los robos constantes a transeúntes y domicilios; las drogas que circulan abiertamente; la piratería marina; todo viene a sumarse a la sangre derramada en cotidianos accidentes viales, y a la creciente violencia familiar.
Se cuestiona la impartición de justicia interrumpiendo eventos oficiales, y comienza a darse la “justicia” por propia mano entre pescadores. Todo lo anterior es vox populi y se conoce a través de noticias cotidianas en los medios de comunicación estatales y nacionales, que también registran momentos críticos asociados a la creciente agitación social, la desesperanza, el rechazo ante hechos consumados, y la ceguera oficial ante acciones de corrupción, en lo nacional y lo local, en las cuales han incurrido no pocos funcionarios y/o exfuncionarios públicos de todos los niveles.
La frustración social se acrecienta y la amenaza de violencia generalizada se acentúa.
Sangre de hermanos se derramó en el paraíso histórico cristiano. Mucha más se derrama ahora en las calles, en los sitios públicos, en las viviendas de una población creciente que tiene a la mano el alcohol, pero no sueldos decorosos para sobrevivir familiarmente. Cunden la desesperanza y el enojo social.
Las condiciones deficitarias sobre aspectos de salud, alimentación, educación o viviendas deterioran la convivencia y se convierten en caldo de cultivo para una agitación creciente y violencia cada vez más generalizada.
Por todo ello cabe preguntarnos: ¿Podremos restablecer una convivencia sana, y rescatar los antiguos y añorados perfiles de paz y tranquilidad en nuestro paraíso?